Vauvenargues dice que en los jardines
públicos hay paseos frecuentados principalmente por la ambición decepcionada,
por los inventores desafortunados, por las glorias abortadas, por los corazones
rotos, por todas esas almas turbulentas y cerradas en las que aún rugen los últimos
suspiros de una tormenta, que se esconden lejos de la mirada insolente de los
satisfechos y de los ociosos. En esos rincones umbríos se citan los lisiados por
la vida.
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Edvard Munch, Neige fraîche sur l'avenue (1906) |
El poeta y el filósofo gustan dirigir
sus ávidas conjeturas principalmente a estos lugares. Hay en ellos pasto
seguro. Porque si desdeñan visitar un lugar, como insinuaba antes, ese lugar es la alegría
de los ricos. Esta turbulencia en el vacío no tiene nada que les atraiga, al
contrario, se sienten irremediablemente arrastrados hacia lo débil, lo ruinoso,
lo triste, lo huérfano.
Un ojo experto nunca se engaña. En esas
facciones rígidas o abatidas, en esos ojos hundidos y empañados, o brillantes
por los últimos destellos de la lucha, en esas arrugas profundas y abundantes,
en esos andares tan lentos o tan bruscos, descifra enseguida las innumerables
leyendas del amor engañado, del sacrificio ignorado, del esfuerzo no
recompensado, del hambre y de la sed humilde y silenciosamente soportadas.
¿Habéis visto alguna vez a viudas en
estos bancos solitarios, a viudas pobres? Vayan de luto o no, es fácil
reconocerlas. Además, hay siempre en el luto del pobre algo que falta, una
ausencia de armonía que lo hace más doloroso. El pobre se ve obligado a escatimar su dolor.
El rico lo lleva al completo.
¿Qué viuda es la más triste y la que
más entristece, la que lleva de la mano a un niño con el que no puede compartir
sus ensueños, o la que está completamente sola? No sé … Una vez llegué a seguir
durante horas a una de estas viejas afligidas; tiesa, erguida, con un pequeño
chal desgastado, llevaba en todo su ser una altivez estoica.
Estaba evidentemente condenada, por una absoluta soledad, a las costumbres
de un solterón, y el carácter masculino de estas costumbres añadía una pizca de
misterio a su austeridad. No sé en qué miserable café ni de qué manera comió.
La seguí hasta una sala de lectura y la espié largo rato mientras ella buscaba
en los periódicos, con ojos activos,
antes quemados por las lágrimas, noticias de interés poderoso y personal.
Al fin, por la tarde, bajo un cielo de
otoño encantador, uno de esos cielos de los que bajan en tropel penas y
recuerdos, se sentó aparte en un jardín para escuchar, lejos del gentío, uno de
esos conciertos con que la música de los regimientos gratifica al pueblo
parisino.
Ese era, sin duda, el pequeño dispendio
de esta vieja inocente (o de esta vieja purificada), el consuelo bien ganado de
uno de esos pesados días sin amigo, sin charla, sin alegría, sin confidente,
que Dios dejaba caer sobre ella, desde hace años quizá, trescientos sesenta y cinco
veces al año.
Otra más:
Nunca he podido evitar echar una
mirada, si no universalmente simpática, al menos curiosa, a la multitud de
parias que se congrega en torno al recinto de un concierto público. La orquesta
lanza a través de la noche cantos de fiesta, de triunfo, de placer. Los vestidos
arrastran brillando; las miradas se cruzan; los ociosos, cansados de no tener
que hacer nada, se contonean indolentes fingiendo disfrutar de la música. Nada
aquí que no sea de ricos, de personas felices, nada que no respire o inspire la
despreocupación y el placer de dejarse vivir, nada, salvo el aspecto de esa
turba que se apoya, allí abajo, en la valla exterior, atrapando gratis, a
merced del viento, un jirón de música y mirando la resplandeciente hoguera
interior.
Era una mujer alta, majestuosa, y tan
noble en todo su porte, que no recuerdo haber visto otra igual en las
colecciones de las aristocráticas bellezas del pasado. Un perfume de altiva
virtud emanaba de toda su persona. Su rostro, triste y demacrado, estaba en
perfecta consonancia con el riguroso luto que vestía. Ella también, como la
plebe con la que se había mezclado, sin verla,
miraba el mundo luminoso con unos ojos profundos, y escuchaba meciendo
suavemente la cabeza.
¡Singular visión! «Con toda seguridad,
me dije, esa pobreza, si hay pobreza, no debe admitir una economía sórdida; me
lo dice un rostro tan noble. ¿Por qué permanece entonces voluntariamente en un
ambiente en el que resulta una mancha tan llamativa?
Al pasar curioso cerca de ella creí
adivinar la razón. La viuda llevaba de la mano a un niño, como ella, vestido de
negro; por módico que fuese el precio de la entrada, ese precio bastaba quizá
para pagar una necesidad de la criatura; o mejor aún, algo superfluo, un juguete.
Y ella volverá andando a casa,
meditando y soñadora, sola, siempre sola, pues el niño es un torbellino, egoísta, sin dulzura y sin paciencia, y no puede, como puro animal, como el
perro y el gato, servir de confidente a los dolores solitarios.