lunes, 20 de febrero de 2017

XIV - El viejo saltimbanqui

      
    Por todas partes se exhibía, se derramaba, se solazaba el pueblo en fiesta. Era una de esas solemnidades que durante mucho tiempo esperan los saltimbanquis, los prestidigitadores, los domadores de animales y los vendedores ambulantes, para compensar las malas épocas del año.
       En esos días me parece que el pueblo lo olvida todo, el dolor y el trabajo; se vuelve un niño. Para los pequeños es un día de vacación, el horror a la escuela aplazado veinticuatro horas. Para los mayores es un armisticio con las potencias maléficas de la vida, un alto en la contienda y la lucha universales.
     Ni el hombre de mundo, ni el hombre ocupado en trabajos espirituales escapan con facilidad a la influencia de este jubileo popular. Absorben, sin quererlo, su parte de este ambiente de despreocupación. Por lo que a mí respecta, nunca dejo, como buen parisino, de pasar revista a todas y cada una de las casetas que se lucen en estas jornadas solemnes.
     La verdad es que se hacían una competencia formidable: chillaban, berreaban, aullaban. Era una mezcla de gritos, de detonaciones de cobre y estallidos de cohetes. Los payasos distorsionaban los rasgos de sus rostros curtidos, endurecidos por el viento, la lluvia y el sol; lanzaban, con el aplomo de los comediantes seguros de su efecto, bromas y chistes de una comicidad sólida y de peso como la de Molière. Los Hércules, orgullosos de la enormidad de sus miembros, sin frente y sin cráneo, como los orangutanes, se regodeaban majestuosamente bajos sus maillots, lavados la víspera para la ocasión. Las bailarinas, bellas como hadas o princesas, saltaban y hacían cabriolas a la luz de los faroles, que llenaban sus faldas de chispas.
   Todo era luz, polvo, gritos, alegría, tumulto; unos gastaban, otros ganaban, todos igualmente contentos. Los niños se colgaban de los faldones de sus madres para conseguir un bastón de caramelo, o subían a hombros de sus padres para ver mejor a un prestidigitador deslumbrante como un dios. Y por todas partes circulaba, dominando todos los olores, un olor a fritura que era como el incienso de la fiesta.
         Al final, a lo último de la hilera de casetas, como si, avergonzado, él mismo se hubiera exilado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, una ruina de hombre, apoyado en uno de los postes de su barraca, una casetucha más miserable que la del más embrutecido salvaje, en la que  dos cabos de vela lacrimosos y humeantes, alumbraban demasiado bien el desamparo.
       Por todas partes la alegría, el lucro y el desenfreno; por todas partes la certeza del pan  para el día siguiente; por todas partes la explosión frenética de la vitalidad. Aquí, la miseria absoluta, la miseria vestida, para colmo de horrores, con harapos cómicos, cuyo contraste lo había logrado más la necesidad que el arte. ¡El desgraciado no reía! No lloraba, no bailaba, no gesticulaba, no gritaba; no cantaba ninguna canción, ni alegre, ni triste, no pedía. Estaba mudo e inmóvil. Había renunciado, había abdicado. Su destino estaba cumplido.
       Pero qué mirada profunda, inolvidable, paseaba por la multitud y las luces, cuyas olas movedizas se detenían a unos pasos de su repulsiva miseria. Sentí mi garganta apretada por la mano terrible de la histeria, y me pareció que mis ojos estaban ofuscados por esas lágrimas rebeldes que no quieren caer.
      ¿Qué hacer? ¿Para qué preguntarle al infortunado qué curiosidad, qué maravilla iba a mostrar en aquellas tinieblas malolientes detrás de su cortina desgarrada? No me atrevía. Y aunque la razón de mi timidez os dé risa, confesaré que temía humillarlo. Finalmente, acabé de decidirme a dejarle cuando pasara unas monedas en una de aquellas tablas, esperando que adivinara mi intención, cuando un enorme reflujo de gente, causado por no sé qué alboroto, me arrastró lejos de él.
      Y al marcharme, obsesionado por aquella visión, intentaba analizar mi repentino dolor, y me dije: ¡Acabo de ver la imagen del viejo hombre de letras que ha sobrevivido a la generación de la que fue brillante animador; del viejo poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por su miseria y por la ingratitud pública, y en la barraca en la que el mundo olvidadizo no quiere entrar!

Picasso, Acróbata y joven arlequín (1905), fragmento.

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