lunes, 3 de julio de 2017

Turismo literario (4)



             El pobre Ramón solo pudo regresar definitivamente a Madrid en ataúd. A finales de noviembre de 1962, el diario La Vanguardia había publicado en primera página cuatro fotografías estremecedoras del escritor con 74 años —el rostro irreconocible, descarnado, apenas la piel arrugada, exangüe, sobre los huesos, la nariz afilada y los ojos extrañamente abiertos, perdida la vivacidad—, que presagiaban la inminencia de lo peor.
            Ramón Gómez de la Serna murió en su domicilio porteño de la calle Hipólito Irigoyen a las once de la noche del 12 de enero de 1963. Mientras las autoridades españolas y argentinas gestionaban el traslado, sus restos permanecieron, tras breve paso por el Instituto Español de Cultura, en una sala del cementerio de La Recoleta.
            Los restos del escritor llegaron al aeropuerto de Barajas el 23 de enero, a las 8,40 horas, con 20 minutos de adelanto, en un féretro de caoba con guarniciones de plata, en la bodega de un Douglas DC-8 de Iberia. A pie de pista, el primer teniente de alcalde de Madrid, el embajador español en la capital del Plata, los hermanos del finado, Julio y Javier Gómez de la Serna, otros parientes, escritores, periodistas y fotógrafos. En una comitiva abierta por motoristas municipales, el furgón con el féretro entró a las 9,30 de la mañana a la plaza de la Villa, en cuyos balcones lucían tapices con crespones negros y ondeaba a media asta la enseña nacional. En el Patio de Cristales del Ayuntamiento, presidido por un gran crucifijo y ornado con paños, rodeado el ataúd por cuatro candelabros, cuatro ujieres, cuatro municipales en uniforme de media gala y numerosas coronas —municipales, diplomáticas, circenses, periodísticas, literarias, editoriales— desfilaron ante el cuerpo presente autoridades nacionales y municipales, gentes de la literatura, del periodismo y madrileños anónimos.
            El entierro comenzó a las cinco de la tarde. Desde la plaza de la Villa, el cortejo enfiló la calle Mayor y siguió por la Cuesta de la Vega hasta la catedral de la Almudena. Tras los oficios y el pésame,  una larga comitiva de automóviles se dirigió al Puente de Segovia, continuó por el Paseo del Marqués de Monistrol, alcanzó la Avenida del Manzanares, luego la calle San Ambrosio y subió finalmente hasta la Sacramental de San Justo. Tras un responso en la capilla, el féretro es portado a hombros por varios escritores que se turnan —Edgard Neville, Alfredo Marqueríe, Tomás Borrás, Félix Ros, Federico Carlos Sainz de Robles, Antonio de Obregón, José Sanz y Díaz— hasta este mismo lugar, el patio de Santa Engracia, en que nos encontramos esta mañana azul de junio. Qué hubiera escrito Gómez de la Serna ante tan serio y riguroso ceremonial.
            El creador de la greguería fue un escritor raro, excéntrico, total. Raro por inclasificable. Excéntrico porque era la vanguardia pero repelía los ismos, no era futurista, ni cubista, ni dadaísta, ni ultraísta, ni surrealista, siéndolo todo a la vez; modernidad pura, atrevimiento. Y total, porque escribir era respirar, porque en lugar de glóbulos rojos por su sangre corrían palabras.
            Era, sobre todo, un escritor sobre la cotidianeidad, sobre los objetos y sobre los sucesos más al alcance de nuestra vista, de nuestras manos, de nuestra vida de todos los días. Sólo que tenía el don de la palabra, de la imaginación, de la fertilidad, y concebía la literatura —la vida—, como un circo para disfrute del artista y del espectador. Gómez de la Serna es el mago que saca greguerías de su chistera. El clown, el Augusto, el prestidigitador —aquí la jirafa, aquí la metáfora— de la literatura de su tiempo. Domador de ideas y de palabras, funambulista, trapecista sin red, volatinero genial, que penetraba en el ser de las cosas dándonos perspectivas inusitadas.
           El folio impreso en ocho minipáginas del que hablamos más arriba no era, oh magia ramoniana, el único. Alrededor de la tumba, entre restos de gladiolos secos y flores de plástico, encontramos dos papelitos más, que Luis se entretuvo en proteger con un trozo de film transparente que llevaba en su mochila de paseo. Los textos, como el primero, no tienen desperdicio. Aquí van:

***


Ramón lucubra la muerte … mientras, desde el muro de la Sacramental, mira, absorto, el Manzanares …

            Morir es no saber qué hacer con uno mismo, dónde esconderse.
            Si nos evaporásemos, el concepto de la muerte no sería tan abrumador.
            ¡Qué larga letanía de cosas es la muerte!
            El despojo mortal es el que compromete la idea de morir.
            Si no, sería canto en árbol lejano, escapado sin saber dónde, grillo mudo buscando salida por agujero remoto, muerte de la prensa del mundo en un suscriptor, inutilidad de trompetas, timo de enterradores, líquenes sobre piedra, violines de huesos, confusión de muletas, trastorno de ojos, gritos deshinchados, préstamo sin devolución, gesto incurable, unificación y borradura de los retratos, camisa almidonada sin dueño, billete sin vuelta, trasto sin buhardilla, secuestro sin devolución, sorpresa demasiado avisada, desidia de marfiles, ahorro de cumplidos, túmulo de ilusionista, exequias de vanidad.
            Morir es no haber muerto ni haber vivido, caer en planeta planetario, fecundar minerales, huir en ríos, matar sastres, dormir sin palpitar, anidar en los demás hasta que mueran, volar sin alas, no habernos conocido nunca.
            ¡Qué larga letanía de cosas es la muerte!
            Prefiero acabarla y seguir muriendo.
            Es preferible morir y ahorrarnos lucubraciones.
            (Edición única y no venal para ser leída en la Sacramental de San Justo de Madrid el 25 de marzo de 2017 en el homenaje a Mariano José de Larra, insigne escritor, valiente ser humano y compañero de eternidad de Ramón Gómez de la Serna.)

***













Diálogo de Ramón (consigo mismo) al pie de su estatua.

            Ramón, la sensación ahora es bien clara, acabo de nacer y acabo de morir.
            Con esa idea por segundero todo me será leve y sutil.
            Todo me es ya inexistente.
            Ramón, acabo de morir y acabo de nacer.
            Ramón, acabo de nacer y acabo de morir.
            Ramón, ¿y las ideas trascendentales? ¿y las palabras supremas? … ¿Y las frases históricas?
            Ramón, acabo de morir y acabo de nacer.
            Ramón, acabo de nacer y acabo de morir.
            Ramón, un día va a llegar en que solo tendremos silvestres monosílabos o quizá solo las cinco vocales y entonces dejemos de ser artificiosos y así podamos ser más del viento, del cielo y de las aguas y así entremos mejor en la composición de todo color y toda naturalidad.
            Ramón, a … e … i … o … u
            Ramón, ¿qué fue de toda literatura, de todo odio, de todo amor y toda entelequia?
            ¿Qué se querrá que yo diga?
            Ramón, yo no sé, acabo de morir y acabo de nacer y nada me he dicho de todo eso, de lo otro y de lo esotro.
Ramón, ya nada nos decimos.
Ooooo.

            Estamos abiertos en fuente y en flor y en viento sobre la noche.

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