Mis últimas
lecturas de agosto han sido Un día en la
vida de Iván Denisovich, de A. Solzhenitsin, que cuenta las miserias de un
día cualquiera de un preso político en un gulag; Irene, de Pierre Lemaitre, una sangrienta y descabellada novela
negra con un detective enano; El agente
caído, del novelista sueco Christoffer Carlsson, que relata un crimen
relacionado con grupos extremistas. Recomencé también Doctor Zhivago, uno de esos novelones que me gusta reservar para el
verano. Las dos novelas negras las he leído en una habitación del hospital comarcal,
donde me han llevado unos pertinaces dolores torácicos. Con el fin de explorar
su origen y posible cura, fui trasladado a la capital y sometido a un cateterismo
radial, con resultados alentadores. Durante mi estancia en el hospital Reina
Sofía se presentó M. con un muestrario de ocho o nueve libros en las manos. No
lo dudé:
—Necesito leer a un escritor
español —le dije, y elegí Los liberales,
de Francisco García Pavón, cuya lectura, literalmente, me encantó desde la
primera página, porque me trasladó al mundo, real y maravilloso, de la infancia
y adolescencia del autor, a un Tomelloso que me recordaba la Galicia remota de
Álvaro Cunqueiro y el mítico Macondo de García Márquez. Y porque manejaba una
lengua, unos giros, un vocabulario que yo también sentía míos, no por
patrioterismo, ni por exacerbado nacionalismo, sino porque no es lo mismo leer una traducción, por muy buena que sea, que una obra concebida y escrita en nuestra lengua materna: asociaciones sensoriales, emocionales, recuerdos, imágenes evocadas ...
Ahora
estoy en casa, convaleciente, recuperándome con otro maestro, con el rebelde y
realista Ignacio Aldecoa, con sus cuentos. Para mí, Aldecoa está inevitablemente
asociado al primer libro suyo que leí, al volumen 45 de la colección RTV de
Salvat, La tierra de nadie y otros relatos,
una colección que se merece todos los elogios de mi parte, pues puso a mi
generación en contacto con la gran literatura española y extranjera. Todavía
recuerdo algunos de aquellos relatos que debí leer por primera vez con 15 o 16 años: el boxeador Young Sánchez, la cuadrilla de segadores y el mal viento, Los pájaros de Baden-Baden, que luego vi
en película, el chaval que andaba por los arrabales y estercoleros de la ciudad
y cazaba gorriones, ranas y otros animalejos, hasta que un día cogió el tifus y
murió. Con muy escasa experiencia aún como lector, aquellos cuentos tenían algo
—los personajes, los ambientes, el lenguaje— que impelía a apurar un cuento
tras otro, terminando el libro en una semana, el tiempo justo para acercarme al
quiosco de Manolita y comprar el siguiente volumen de la colección.
El
libro en que leo estos días al autor vitoriano tiene también sus años (Alianza
Editorial, 1985), y hasta ahora no me había fijado en que la cubierta de Daniel
Gil es una imagen perfecta de los personajes de sus relatos, de alguna manera,
por múltiples motivos, forzados a un destino uniformador, nada heroico: unas
pobres vidas sin posibilidad de cambio, ancladas en el desamparo, en la
soledad. Los personajes de Aldecoa no luchan contra el destino, lo cumplen a
rajatabla, están abocados a una existencia anodina, frustrante, de míseras
alegrías. Por lo general, en estos cuentos no sucede nada, y ese es el triste
sino de sus protagonistas: están —viven y mueren— a la espera de algo que nunca
llega, clavados a una existencia de rutinaria insatisfacción, a un porvenir que
solo trae más de lo que ya conocen. La capacidad de hacer literatura de lo
“escondido tras una apariencia anodina y vulgar, triste a ratos, a ratos
ferozmente cruel”, como escribe su compañera de generación, Ana María Matute,
es uno de los valores de Aldecoa.
El narrador siente ternura por
sus protagonistas —camioneros, escolares en un internado, boxeadores, ancianos
matrimonios en soledad, famélicos padres de familia, hombres enfermos que
buscan fortuna en la ciudad, viajeros de tren y de autobús, chabolistas,
busconas de arrabal, inmigrantes negros, soldados y guardias civiles, toreros,
flamencos, niños de la calle, oficinistas y subalternos, novios de barrio,
profesores viejos y enfermos–, igual que el lector, pero no cae en la
sensiblería, en el melodramatismo, y eso es de agradecer. Aldecoa tampoco es un
ángel que viene a salvar de la mediocridad y la miseria a sus personajes. Lo
cual es más de agradecer aún. Pese a la afinidad con sus protagonistas, pertenecientes
al mundo marginal o a una clase media pobretona, los cuentos son coherentes con
la realidad ambiente, tan implacables y objetivos como rigurosa y despiadada es
la vida real con los más desfavorecidos, con quienes llevan tatuado como marca
de nacimiento el desamparo, la miseria y el infortunio. Esa es la autenticidad
que nos gusta de Aldecoa.
“La literatura
es una actitud ante la vida, no un medio de vivir”, declaró el escritor en
1954, expresando así su compromiso con el realismo social (neorrealismo,
objetivismo narrativo), su convencimiento ético y estético —y más en aquellos
años de la larga noche franquista—, de la literatura como testimonio social.
Esos personajes sobre los que sobrevuela en círculos de buitre un destino
lamentable, esa amplia galería de seres desvalidos e infelices existían en la
España de la posguerra inmediata y no tan inmediata. Esa España de los cuentos no
era pura ficción literaria, estaba ahí. Bastaba viajar por el país, moverse por
pueblos y ciudades para encontrarla. Aldecoa no pudo ignorarla.
La autenticidad
del escritor también se aprecia en el uso de la lengua. Una lengua, un registro,
siempre acorde con el ámbito laboral y social en que se desarrolla el cuento,
sin que en ningún momento encontremos un idioma impostado, un prurito de
exhibición lingüística del narrador, sino una lengua viva, con total sensación
de realidad, con bellísimos fogonazos descriptivos, y camaleónica, acorde con
los oficios, situaciones y caracteres que desfilan por estas páginas: rusiente, estaribel, teso, portegado,
almádana, mirlarse, imbornal, sutás, livor, zanquear, son algunas de las palabras
cuyo significado aparece apuntado de mi mano a lápiz en el margen inferior de
las páginas.
Personalmente,
este volumen 1 de los Cuentos completos
de Ignacio Aldecoa, ha sido un redescubrimiento vivificante: me ha transportado
a mis primeros años, mis primeros goces, de lector; me ha reafirmado en la idea
de que la literatura, o refleja sin imposturas la vida, o mejor dedicarse a la
numismática; he disfrutado del manejo del idioma por uno de los grandes; y he vuelto a constatar que el cuento es un género mayor en
manos de Aldecoa.
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