El segundo Satán no tenía el mismo aire a la
vez trágico y sonriente, ni las mismas buenas maneras insinuantes, ni la misma
belleza delicada y perfumada. Era un hombre grande, con un enorme rostro sin
ojos, cuya pesada barriga se desbordaba hacia los muslos, y tenía toda la piel
dorada e ilustrada, como si fueran tatuajes, con una multitud de pequeñas
figuras en movimiento que representaban las numerosas formas de la miseria
universal: hombrecillos escuálidos que se colgaban voluntariamente de un clavo;
pequeños gnomos deformes, flacos, cuyos ojos suplicantes pedían limosna mejor
que sus manos temblorosas; madres viejas con abortos agarrados a sus pechos
extenuados. Y muchas figuras más.
El
gordo Satán golpeaba con el puño su
inmenso vientre, del que salía entonces un largo y sonoro tintineo metálico que
acababa en un vago gemido formado por numerosas voces humanas. Y se reía,
mostrando sin pudor sus dientes podridos, con una gran risa imbécil, como la de
esos hombres de cualquier país que ríen después de una más que abundante cena.
Y
me dijo: “¡Puedo darte lo que todo lo consigue, lo que todo lo
vale, lo que a todo sustituye!”. Y golpeó su monstruoso vientre, cuyo eco
sonoro sirvió de comentario a sus groseras palabras.
Me
volví con asco y le contesté: “No necesito de la miseria de nadie para
divertirme; y no quiero una riqueza entristecida, como el papel pintado, por
todas las desgracias representadas en tu piel.”
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