martes, 16 de octubre de 2018

Cine cómico


Señoras emperifolladas con aparatosos sombreros, grandes bigotudos de grandes cejas postizas, obreros, transeúntes y curiosos, vagabundos, hombres gordos y mujeres gordas, jóvenes modositas con un novio gilí, camareros, dependientes, barberos y empleados de oficina, mozos de almacén, ricos de frac y chistera, golfillos zarrapastrosos… en las calles de la gran ciudad, en las esquinas con policía de porra y silbato, en los restaurantes, en trenes y tranvías, en coches de bomberos, en pistas de patinaje y en salas de music-hall, en la playa, en el parque de atracciones, en tiendas de tejidos, en las casas burguesas, en un barco de inmigrantes, en una oficina bancaria, en la pista de un circo, en una carnicería, en hoteles con ascensorista… se suceden guantazos, sombrerazos, escobazos, bastonazos, sartenazos, silletazos, martillazos y pisotones en pies gotosos, desmayos, tropezones, giros mareantes, caídas, encontronazos, desmayos, carreras y resbalones… Los niños de mi generación nos partíamos de risa con cine cómico, el programa de televisión que seguía a la película de la tarde de los sábados. Sentados en el suelo de la sala de estar, esperábamos con alegre excitación que en la pantalla en blanco y negro aparecieran el gordito Fatty, el bizco Ben Turpin, el atildado Harold Lloyd, Buster Keaton, el serio, a quien mi padre llamaba «Pamplinas», el gordo, jugueteando con la corbata entre sus dedos, y el flaco con su voz de flauta quebrada, los disparatados hermanos Marx, pero sobre todo Charlot, el vagabundo por excelencia, el hombrecito que a pesar de su marginación siempre conseguía ridiculizar al rico frente al pobre, a la autoridad frente al fugitivo, al aprovechado frente al ingenuo, al poderoso frente al débil, y cuya comicidad provenía de su habilidad física, de su capacidad gestual, de su ingenuidad, y de la ruptura de convenciones sociales, que le permitía seguir siendo un errante y divertido espíritu libre. En aquellos viejos televisores de lámparas y en las pantallas de los cines de barrio, con aquellos cómicos mudos, los niños de mi generación tuvimos la mejor escuela de la risa.
Charlot era un personaje popular entre los niños de mi edad, que ignorábamos entonces la caza al comunista declarada en Estados Unidos desde mediados de los años cuarenta. Su creador, Charles Chaplin, se había convertido en un hombre rico y famoso, célebre también por sus varios matrimonios y sus muchos hijos, que aparecía con frecuencia en las revistas del corazón.
            Cuando los niños nos hicimos jóvenes descubrimos que Charlot, sin perder el humor, había hecho películas serias.
            Hace unos días volví a ver en la televisión El gran dictador, y a recordar la primera vez que la vi: Córdoba, primeros de junio de 1976; veinte años; tercer año de Facultad; últimas clases del curso y exámenes finales. ¡Al fin llega a las pantallas españolas la obra maestra de Charles Chaplin! El gran dictador, Paulette Goddard, Jack Oakie. Mayores 18 y menores acompañados, anunciaba la cartelera.
Mi memoria ha asociado siempre esa película a la primera muestra de cine histórico que se celebró en Córdoba esos mismos días (del 7 al 13 de junio), organizada por el sacerdote cinéfilo Rafael Galisteo Tapia. Me ha hecho creer durante todos estos años que la película de Chaplin formaba parte de la muestra de cine histórico, pero hace unas semanas pude comprobar que no, que fue casualidad —¿o causalidad?—, simple coincidencia de fechas. La película de Chaplin se había estrenado en Madrid el 22 de marzo, pero llegó a Córdoba en aquellos primeros días de junio.
            Vi El gran dictador en el paraíso del cine Góngora, al día siguiente de su estreno en nuestra ciudad. Iba solo. Recuerdo la expectación, la larga cola, algunos comentarios: estreno en Nueva York, el senador McCarthy, la censura, el exilio en Suiza, los aplausos del día anterior…
            Charlot, ahora barbero judío, no olvidaba su esencia cómica, pero en esta ocasión los malos lo eran de verdad y la crítica, la sátira, feroz, una amarga andanada contra las dictaduras, contra la persecución de los judíos, contra el militarismo.
            Recuerdo la larga ovación cerrada, todo el público en pie, tras el discurso final del barbero —era la primera vez que escuchábamos la voz de Charlot—, aplaudiendo la valentía, la sensibilidad, la verdad, la esperanza. Habían pasado solamente cinco meses de la muerte de Franco y quedaba por desmontar todo el aparato de la dictadura para dejar paso a la democracia. Chaplin nos emocionaba ahora por el lado serio de la vida, por el lado del compromiso, por la ilusión con que los jóvenes acogíamos aquella historia, aquel famoso discurso que aún mantiene vigencia. Fui consciente, mientras aplaudía, de estar en un cine y de haber visto una película, una ficción, pero de estar también en un acto político, de afirmación de una voluntad colectiva, de asistir a una ocasión histórica, a un momento inolvidable de reivindicación emocional e ideológica. Sí. Charlot invitaba a la deserción de los soldados, a la lucha contra los totalitarismos, a la conquista de la democracia por el pueblo, de la libertad, al derecho a la utopía, a la felicidad.  
            El mensaje de Chaplin llegaba cuando nuestro país daba sus primeros pasos hacia las primeras elecciones libres tras cuarenta años de dictadura, y los jóvenes creíamos profundamente que la democracia traería trabajo, seguridad y futuro. El nuevo mundo que proponía el barbero judío —¡Vosotros, el pueblo, tenéis el poder!— encajaba con la nueva España que los jóvenes empezábamos a vivir.



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