lunes, 12 de noviembre de 2018

Cadena de lectura


 

A María Teresa Bueno
            Los libros dicen mucho de su dueño —gustos y centros de interés, carácter, viajes—, y más si este deja de alguna manera huella material de su paso por ellos.
Entre las páginas del Diccionario manual ilustrado de la lengua española que me acompaña desde 1980, voy acumulando papeles de todo tipo que por diversas razones quiero conservar —la fotografía en blanco y negro para el carnet de familia numerosa, el resguardo de una quiniela de fútbol, recortes de periódicos, postales y tarjetas que anuncian una exposición o la presentación de un libro, papelitos verde fluorescente con haikus trazados con pluma estilográfica, dos billetes (ida y vuelta) del vapor de El Puerto a Cádiz, la prueba de imprenta de la portada de uno de mis libros, un fragmento mecanoscrito de «El cantar de mía Capra», parodia de una compañera de clase (verano del 74), tarjetas de visita, el envoltorio de una chocolatina—, y que al cabo de unos años debo sacar y guardar en una carpeta aparte para evitar que el libro acabe deformado con el doble de su grosor.
            En otros libros también voy dejando pecios (unos pétalos de rosa, un billete de metro, la cuenta de la librería donde lo compré, el envoltorio de un azucarillo de Les Deux Magots, un marcapáginas, un calendario del 92, la entrada a un concierto de Bob Dylan), breves anotaciones y pequeñas marcas a lápiz (un asterisco, un punto, una equis, unas líneas subrayadas), cuya intencionalidad, a veces, se ha olvidado. Salvo en los libros de estudio, no es uno partidario de emborronar y afear los blancos de las páginas con subrayados y observaciones personales, aunque de cuando en cuando persiste en el desliz.
            El caso es que en ese aspecto soy un lector fisgón y me gusta encontrar esos tesorillos en libros ajenos, comprados en librerías de viejo y ferias de ocasión, que me han regalado, o que he rescatado de desvanes y estantes polvorientos. Lo primero que hago cuando me llega uno de esos libros es hojearlo con detenimiento para ver si figura el nombre de su propietario, fecha y lugar, una firma, un exlibris, una nota manuscrita, alguna referencia histórica, un subrayado, que me acerque a quien ha tenido entre sus manos ese mismo libro antes que yo. Evitaré al lector el pormenor y nulo resultado de la investigación que llevé a cabo buscando las trazas de una Christine W. de Montrémy, cuyo nombre figura en la primera página del ejemplar de Bouvard et Pécuchet que compré el verano pasado a un buquinista.         
Es uno amante, no de los libros antiguos, sino de los libros viejos —de 80, 90, 100 años—, que a veces semejan veteranos guerreros con luengas barbas, llamativas heridas y dolorosas mutilaciones, como la Antología poética de Unamuno que leo estos días, que ha llegado hasta mí sin portada, con las dos primeras hojas seriamente dañadas, que he protegido con papel de seda blanco y un forro de plástico. El libro, publicado por Editorial Escorial en 1942, lleva un prólogo de Luis Felipe Vivanco, y es valioso precisamente por eso: vinculada a la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, Escorial era la editora de la revista del mismo nombre, donde escribía lo más granado del falangismo de la época, que se presentaba como única salvación política y cultural del país; Luis Felipe Vivanco fue uno de aquellos arraigados poetas propagandistas del régimen, luego llamados garcilasistas; en 1942, a seis años tan solo de la muerte de Unamuno, el falangismo ha olvidado la actitud rebelde del rector salmantino tras el famoso y silenciado enfrentamiento verbal con Millán Astray en el paraninfo de la Universidad, y en el prólogo se destaca la faceta religiosa, cristiana, del escritor bilbaíno, fagocitado así por el régimen, que busca su anclaje intelectual en la Generación del 98. Pero el libro es sobre todo valioso por lo puramente literario, pues en sus más de 400 páginas encontramos sobrada muestra del quehacer lírico de Unamuno, un enorme poeta de ideas y de profundas emociones, ensombrecido por el nivolista y por el polémico hombre público que fue.
            Con 76 años a sus espaldas, aun mutilado por el paso del tiempo, perdida la lozanía, la flexibilidad y la blancura del papel, el libro resiste y resistirá otros tantos si se lo trata con delicadeza, y entonces otro lector fisgón, además de los puntos trazados a lápiz por mí junto a unos pocos versos, encontrará la misma hoja suelta que yo encontré de un calendario americano correspondiente a un sábado 24 de febrero en la página 129, donde aparece el soneto titulado «La vida de la muerte», que reproduzco a continuación:

    Oír llover no más, sentirme vivo;
el universo convertido en bruma
y encima mi conciencia como espuma
en que el pausado gotear recibo.
    Muerto en mí todo lo que sea activo,
mientras toda visión la lluvia esfuma,
y allá abajo la sima en que se suma
de la clepsidra el agua; y el archivo
    de mi memoria, de recuerdo mudo;
el ánimo saciado en puro inerte;
sin lanza, y por lo tanto sin escudo,
    a merced de los vientos de la suerte;
este vivir, que es el vivir desnudo,
¿no es acaso la vida de la muerte?

            ¿Fruto del azar que esa hoja suelta cayera entre esas páginas? ¿O marca intencionada? ¿Quién la dejó ahí? ¿En qué lugar vivía esa persona, a qué hora del día y con qué disposición de ánimo leyó el soneto de Unamuno? ¿Joven? ¿Mayor? ¿En qué año?
Plantearme esas preguntas, leer varias veces el poema, es una forma de que el libro vuelva sentirse vivo, a renacer del olvido en que estaba hasta que una amiga me lo regaló. Hacía tiempo que no leía la poesía de Unamuno, no recordaba sus juegos de palabras, los endecasílabos blancos de El Cristo de Velázquez, el itinerario biográfico trazado en De Fuerteventura a París, los versos dedicados al paisaje salmantino, a su primer nieto, a su perro, o la romántica, desdichada, historia de amor narrada en Teresa.
Leo y releo el libro de Unamuno en estas tardes otoñales de lluvias y neblinas, y siento que entre mis manos vuelve a aletear el alma del poeta, como dice en estos versos escritos en marzo de 1929:

Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.

       Intuyo también las manos y los ojos jóvenes, atentos, emocionados, de quien leyó estos mismos versos en este mismo libro en que yo lo he hecho. De quien dejó —¿por azar?— ese hoja de calendario en la página 129. Intuyo también esa melancolía del lector cuando lee el último poema, cierra el libro y se asoma pensativo a la ventana con la imagen del poeta bilbaíno rebullendo en su interior.
            Salud, María Teresa, nos vemos en los libros.



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