jueves, 22 de noviembre de 2018

Los ojos de los pobres (XXVI)



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      ¡Ah!, ¿quieres saber por qué te odio hoy? Te resultará sin duda menos fácil comprenderlo que a mí explicártelo, porque tú eres, creo, el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que se pueda encontrar.
         Habíamos pasado juntos un largo día que me pareció corto. Nos habíamos prometido que todos nuestros pensamientos serían los mismos en uno y en otro, y que en adelante nuestras dos almas serían una sola, un sueño nada original después de todo, soñado por todos los hombres, pero no realizado por ninguno.
         Al anochecer, algo fatigada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo en la esquina de un nuevo bulevar, lleno todavía de escombros y que mostraba ya gloriosamente sus esplendores inacabados. El café resplandecía. Hasta el alumbrado de gas desplegaba todo el ardor de un estreno e iluminaba con todas sus fuerzas las paredes cegadoras de blancura, los lienzos deslumbrantes de los espejos, los oros de los junquillos y de las molduras, los pajes de rollizas mejillas arrastrados por una traílla de perros, las damas sonrientes con el halcón posado en su puño, las ninfas y las diosas que portan en sus cabezas frutas, pastas y caza, las Hebes y los Ganimedes ofreciendo con el brazo extendido la anforilla de sirope o el obelisco bicolor de los cucuruchos de helado. Toda la historia y toda la mitología al servicio de la glotonería.
         Delante de nosotros, en la calzada, se había plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, el rostro fatigado, la barba canosa, que llevaba de una mano a un muchachito y con el otro brazo sostenía a un pequeño ser demasiado débil para andar. Parecía una niñera que hubiera sacado a los niños para que les diera el aire del atardecer. Los tres andrajosos. Aquellos tres rostros estaban extraordinariamente serios, y los seis ojos contemplaban fijamente el nuevo café con idéntica admiración, matizada por la edad de cada uno.
         Los ojos del padre decían: ¡Qué bonito! ¡Qué bonito! Parece que todo el oro del pobre mundo ha venido a dejarse caer en estas paredes. Los ojos del muchachito: ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!, pero es una casa donde solo pueden entrar las personas que no son como nosotros. Los ojos del más pequeño estaban demasiado fascinados para expresar otra cosa que una alegría estúpida y profunda.
         Los cancioneros dicen que el placer vuelve el alma buena y ablanda el corazón. La canción tenía razón aquella tarde, al menos para mí. No solo estaba conmovido por aquella familia de ojos, sino que me sentía un poco avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, más grandes que nuestra sed. Volvía mis ojos a los tuyos, mi querido amor, para leer en ellos mi pensamiento. Me hundía en tus ojos tan hermosos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: ¡Esa gente de ahí es insoportable con sus ojos abiertos como puertas cocheras! ¿No podrías decirle al camarero que los aleje de aquí?
         ¡Qué difícil es entenderse, mi querido ángel, y qué incomunicable es el pensamiento, incluso entre gentes que se aman!

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