jueves, 4 de abril de 2019

Turismo biográfico


Al final de una calle en cuesta empedrada de cantos blancos, la antigua casa-cuartel en que vivió de los cuatro a los ocho años, junto a los lavaderos y la fuente de dos caños donde abrevaban las bestias y las mujeres llenaban los cántaros. De allí arrancaba el camino que dejaba a la izquierda La Serrezuela, con su moridero de animales y con las ruinas de su atalaya árabe, y culebreaba entre olivos camino de Priego.
El hombre no ha entrado en la casa, pero su memoria abre la doble puerta cristalera con visillos del pabellón donde vivían y llega al comedor: ve el aparador de espejo, los manteles bordados y las servilletas con su perfume a camuesa, los cubiertos de plata oxidada, las copas de cristal tallado, los platos, las fuentes y la sopera ilustradas con flores, con animales y con casas en un bosque, la vajilla de las grandes ocasiones: el día en que don Manuel, el cura amigo de la familia, bendijo la imagen del Corazón de Jesús; el día en que su hermana Ángela hizo la primera comunión; la primera vez que vino desde Córdoba el abuelo Anselmo. Ve la mesa de patas torneadas con la hendidura, cubierta con cera coloreada, que alguien le hizo en una esquina al partir una almendra. Ve la cocina de carbón, el barreño de zinc en el que se bañaba los sábados de invierno por la noche, una canasta de cerezas, cubiertas por una capa de hojas, recién cogidas en las huertas de Zagrilla, peritas de San Juan, higos, albaricoques, con cuyos huesos y con paciencia hacían güitos que unas veces sonaban y otras no. Sobre la mesa —tentadora como un juguete nuevo, preciosa en negro y plata, la tecla roja del tabulador, los tres pequeños círculos rojo, azul y negro, que indicaban el color seleccionado, las varillas de las letras abiertas en abanico, la campanilla, el rodillo—, la máquina de escribir de su padre con informes de servicio, estadillos y oficios a un lado, y al otro una caja con papel carbón. Abre también la puerta de la pequeña alacena de los juguetes: una moto de hojalata, indios y vaqueros de plástico, una coraza de romano, un casco y una espada rota por la empuñadura, un caballito de caña con la cabeza de trapo rojo, un aro de hierro con su guía… Al fondo, los dormitorios en penumbra con un ventanuco al huerto.
El hombre está de pie frente a la casa cuartel, donde la acacia de blancos racimos a cuya sombra jugaba de niño.
Se vuelve luego hacia la sierra. Por la mañana, antes de salir, dijeron al guardia de puertas que avisara para que estuvieran pendientes. Hacia el mediodía salen a la puerta varias mujeres. Su madre también. Llaman a los hijos y les dicen que miren a la sierra, que está gris a esa hora. Se ven algunas manchas oscuras de vegetación, almendros y las bocas rojizas de las cuevas. Alguien señala de pronto —¡Allí! ¡Allí! ¡Por la cueva grande! ¡Míralos! ¡Aquellos son! ¡Allí van! ¡Allí! ¡Míralos!— y los ven. Son dos hombres. Dos guardias civiles que van cruzando el monte del Alcaide de oeste a este, a media ladera. Llevan el uniforme claro del verano, el tricornio forrado de tela y un cubrenuca cogido con botones. El fusil al hombro. En perfil uno detrás de otro. Hasta que se paran y saludan con el brazo. Algazara en la puerta del cuartel: los niños agitan los brazos, saltan, gritan efusivos, excitados, una mujer saluda con un trapo de cocina, otras agitan los delantales por encima de sus cabezas. Los hombres también sacan sus pañuelos y saludan. El que va delante es su padre. Al niño, admirado por la visión, le borbotea la alegría en el pecho y en sus ojos asombrados. Se siente el niño más feliz con aquel padre: alto, fuerte, invencible. Cariñoso. Allí está, lejano pero grande en la imaginación del niño, saludándolo desde la sierra. El padre más valiente del mundo.
         ¿Cuándo, maldita sea, se rompió el cristal? ¿Cuándo empezó a tenerle miedo?

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