domingo, 14 de abril de 2019

XXVIII - La moneda falsa


          Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo hizo un meticuloso reparto de sus monedas; en el bolsillo izquierdo de su chaleco metió unas moneditas de oro; en el derecho, de plata; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de calderilla y, finalmente, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado particularmente.
         —Singular y minucioso reparto, dije para mí.
         Nos encontramos con un pobre que nos tendió tembloroso la gorra. No conozco nada más inquietante que la muda elocuencia de aquellos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leerlos, tanto humildad como reproches. Se encuentra en ellos algo cercano a la profundidad de sentimiento complejo que hay en los ojos lacrimosos de los perros maltratados.
         La limosna de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y le dije: «Tienes razón; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de sorprender».
         —Era la moneda falsa, me respondió tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
         Pero en mi miserable cerebro, ocupado siempre en buscarle tres pies al gato (qué fatigante facultad me  ha regalado la naturaleza) entró de pronto la idea de que esa conducta de mi amigo solo se excusaba por el deseo de crear un acontecimiento en la vida de aquel pobre diablo, quizá también de conocer la distintas consecuencias, funestas o no, que puede engendrar una moneda falsa en la mano de un mendigo. ¿No podía multiplicarse por monedas buenas? ¿No podía llevarlo también a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, quizá podían hacerlo detener por falsificador o por pasar moneda falsa. También podía pasar que la moneda falsa, en manos de un pobre e insignificante especulador, fuese origen de riqueza durante unos días. Y así iba volando mi imaginación, dándole alas al espíritu de mi amigo, y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
         Pero él acabó bruscamente con mis fantasías usando mis propias palabras: «Sí, tienes razón; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera».
         Lo miré a los ojos y me quedé espantado de verlos brillar con incontestable candor. Entonces vi claramente que él había querido hacer al mismo tiempo caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta céntimos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; en fin, recibir gratis la credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo de criminal disfrute del que hacía un momento lo suponía capaz; hubiera encontrado curioso, singular, que se divirtiera comprometiendo a los pobres; pero no le perdonaré nunca el sinsentido de su cálculo. Nunca está justificado ser cruel, aunque haya cierto mérito en saber que uno lo es; el más irreparable de los vicios es hacer el mal por tontería.

No hay comentarios:

Publicar un comentario