A cualquier edad y en cualquier circunstancia —mujeres setentonas que van
a tomar el aperitivo después de la misa del domingo, amigos recién jubilados
que han envejecido en la misma cuadrilla y se conocen al dedillo, madres o
padres que reprenden al pequeño por haber arrojado al suelo el envoltorio de
una chuchería, jóvenes que caminan abrazados por un parque umbrío al atardecer,
viejos que toman el sol de la mañana en un banco, escolares en algarabía que
van de excursión—, en cualquier lugar —en la estación de ferrocarril, en el
supermercado, en las barras y terrazas de los bares, en la recepción de los
museos, en las tiendas de conservas, en las panaderías, en las aceras, en
Bilbao, en San Sebastián, pero sobre todo en los pueblos, en Bermeo, en
Ondarroa, en Berriz y en Bolívar, en Mundaka, en Gernika—, para hablar de
cualquier cosa —el último partido del Athletic de Bilbao, para consolar al niño
que se ha hecho una magulladura al caerse del patinete, para señalar la
habilidad de los surfistas que esperan la ola perfecta, para pedir un chacolí,
para animar y celebrar un tanto en un partido de cesta punta, para pedir el acercamiento
a casa de los presos y los exiliados políticos, para celebrar El Peine del Viento en el rincón de la
playa de Ondarreta, para contar historias de lamias y mamarros—, se oye en esta
tierra la lengua más antigua de la Península, el misterioso euskera
—¿caucásico? ¿bereber?—, una lengua vieja como las hayas que se alzan en el
bosque en niebla del amanecer, árbol-lengua de recio espíritu, resistente al
paso de los siglos como el corazón del roble y de la piedra.
Ha de recurrir uno a la
mnemotecnia y ensayar previamente para pronunciar determinados nombres —Gaztelugatxe,
hurrengo geltokia, helmusa—, pero al final se atranca al leer en voz alta
el indicador, y le admira, como filólogo y como escritor, la naturalidad y la
rapidez con que las oye en estas bocas euskaldunas, y siente eso que se llama envidia
sana, o sano deseo, de ser una persona bilingüe al menos, que pasa de una
lengua a otra como quien respira.
He ahí el bilingüismo, explicaba en mis clases, no lo confundáis con la
diglosia, que es cuestión de poder, de imposición, de imperialismo. De sometimiento.
Fotografía: Pérez Zarco |
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