Acertados o no,
hirientes o elogiosos, los tópicos sobre los caracteres nacionales, sociales o
profesionales, no han desaparecido en estos tiempos políticamente correctos y a
cualquiera de nosotros, por el lugar de origen, oficio o edad, se nos estampa ya
el marchamo generalista, se nos incluye en el molde fijo —el estereotipo—
consagrado por la tradición, y se nos define con fórmulas reduccionistas aliñadas
con los prejuicios del nacionalismo o del ombliguismo: los españoles son tal,
los alemanes cual, los suecos tal y tal y tal; los políticos son esto, los
funcionarios aquello, y los jóvenes lo de más allá.
No crean que estos
tópicos son recientes y exclusivos de nuestro país: ¿por qué la palabra beocio, que nombra al individuo de una
región de la Grecia clásica, sirve también para designar a alguien ignorante,
tonto o estúpido? ¿Dónde nace la idea de que los pueblos del norte de Europa
son poco inteligentes? ¿Quiénes consideraban a los holandeses como gente de
entendimiento tardo? ¿Son los franceses codiciosos y fulleros los italianos? ¿Quién
difundió la imagen de una España de la torería y la navaja en la liga? En todas
partes, en todo tiempo, se cuecen habas.
Además de al
carácter, a las costumbres o a la apariencia física, este considerar lo propio
como lo mejor y ridiculizar lo diferente se ha aplicado también a la forma de
hablar. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con el teatro de los hermanos Álvarez
Quintero, que caracterizaba como distinguido el seseo de la capital sevillana frente
al palurdo ceceo pueblerino. O el tópico, por no salir de la misma región, que
considera que los andaluces hablamos mal castellano.
En nuestra
historia de la literatura encontramos sobrados ejemplos de este chanceo y
búsqueda de la risa fácil a propósito de la manera de hablar de un personaje de
determinado origen geográfico, como el sayagués y el vizcaíno. El primero es
una figura cómica frecuente en el teatro del siglo XV al siglo XVII: el
sayagués, que vivía aislado en esa región fronteriza con Portugal, entre
Salamanca y Zamora, era un personaje torpe y grosero que se expresaba con
dificultad fuera de su hábitat provinciano. El mismo efecto cómico se buscaba
con la figura del vizcaíno —sinónimo de vasco— denominado Perucho, presente ya
en la Tinelaria (1517) de
Torres Naharro, en la Tercera parte de la
tragicomedia de Celestina (1536), de Gaspar Gómez de Toledo, o en la Rosabella (1550), de Martín de
Santander.
Esa tradición del vizcaíno que habla “en mala lengua española y peor
vizcaína” la encontramos en el entremés cervantino El vizcaíno fingido y en Sancho de Azpeitia, a quien don Quijote
deja turulato de un espadazo en el capítulo IX de la primera parte de la
novela, aunque es verdad que Cervantes, cuando Sancho ejerce como gobernador de
la ínsula Barataria, redime en parte su burla al presentarnos a un vizcaíno de
buen entender y hablar:
“—¿Quién es aquí mi secretario?
Y uno de los que presentes estaban respondió:
—Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno.
—Con esa añadidura —dijo Sancho— bien podéis ser secretario del mismo
emperador.”
La paremiología también ha recogido este prejuicio lingüístico sobre
los vascos en el refrán En nao o en
castillo, no más de un vizcaíno, que unos achacan al ánimo brioso de estas
gentes norteñas, otros a que son caprichosos y se aúnan[1],
y aquellos porque con su manera enrevesada de hablar castellano los vizcaínos dificultan
las tareas colectivas.
Un remanente de ese tópico pasó a los diccionarios, de manera que la
palabra vizcainada sirve para
referirse a una serie de palabras mal concertadas[2],
a una expresión mal construida gramaticalmente, como leemos en María Moliner[3],
el sintagma a la vizcaína remite,
según la RAE, no a una forma de preparar el bacalao sino al modo en que hablan
o escriben el español los vizcaínos, y concordancia
vizcaína señala una frase gramaticalmente defectuosa o incorrecta.
Y llegados a este punto, menester será que prestemos atención al título
general de estas cuatro glosas vascuences, Bai
to trapero, e indaguemos su significado. Oímos con nitidez esta frase en
Gernika, uno de los últimos días del septiembre pasado, en boca de un
adolescente. Se celebraba una carrera ciclista contrarreloj. Estábamos en la
parte alta del pueblo, en el monte casi, en un puente sobre una calle empinada
por la que pasó uno de los corredores, precedido de uno de esos coches multicolores
forrados de pegatinas de marcas comerciales, con tres o cuatro bicicletas en la
baca y unos altavoces que derramaban música reguetón por todo el valle. Bai to trapero, comentó con una sonrisa
el adolescente a sus amigos. Al principio pensamos que era una frase en
euskera, pero el trapero no nos
encajaba. Le dimos vueltas por si era una frase bilingüe, pero tampoco
cuadraba: bai significa «sí» en
euskera: ¿Sí to trapero? ¿Eso quiso
decir el muchacho? ¿Cómo había que interpretar ese to? Hasta que caímos: el «trapero» tenía que ver con «trapo»,
concretamente con la locución «a todo trapo», es decir, a todo meter, referida
a un tiempo al volumen de la música, a la velocidad del coche y especialmente al
ritmo del pedaleo del ciclista, que subía la cuesta como alma que lleva el
diablo: Va ahí a todo trapo. Eso era
lo que tenía en mente el chaval, la estructura profunda, que diría un chomskiano,
pero entre el betacismo característico del euskera, la sinalefa entre la vocal
del verbo y la vocal inicial del adverbio, más la traslación acentual —áhi en lugar de ahí; no es lo mismo andar
por áhi, por cualquier lugar, que
hacerlo por ahí, por un sitio
determinado—, sumada a la pérdida de la consonante sonora intervocálica en
última sílaba de palabra y a la reducción del hiato resultante, o sea, la
conversión de «todo» en too y
finalmente en to, que no funciona
aquí como pronombre indefinido, sino que ha cambiado de naturaleza morfológica
por un proceso de adverbialización, equivalente al ponderativo muy, a lo que se añade el tropo metafórico
de naturaleza derivativa, con su dosis de creatividad —la frase hecha ir a todo trapo se ha innovado ir todo trapero, como ir a toda leche podría haberse
transformado en ir todo lechero— al
muchacho gernikarra le salió espontáneamente aquel Bai to trapero que llamó nuestra atención.
¿Todo, pues, aclarado? ¿Alguna duda sobre el castellano de los
vizcaínos? Espero que no. Agur.
[1] Gonzalo Correas, Vocabulario de refranes (1627).
[2] Diccionario manual e ilustrado de la lengua española. Espasa-Calpe,
Madrid, 1980.
[3] María Moliner, Diccionario de uso del español. Gredos, Madrid,
1983.
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