martes, 10 de diciembre de 2019

La cuerda (XXX)


A Edouard Manet
         Las ilusiones —me decía mi amigo— son quizá tan numerosas como las relaciones de los hombres entre sí, o de los hombres con las cosas.  Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos el ser o el hecho tal como existen fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento, complicado, mitad pesar por el fantasma desaparecido, mitad sorpresa agradable ante la novedad, ante el hecho real. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido, y de tal naturaleza que sea imposible equivocarse, ese es el amor maternal. Es tan difícil suponer una madre sin amor materno como una luz sin calor; ¿no es, pues, perfectamente legítimo atribuir al amor maternal todas las acciones y palabras de una madre relativas a su hijo? Pues, sin embargo, escuchad esta breve historia en la que yo mismo he sido confundido por la ilusión más natural.
         Mi profesión de pintor me empuja a mirar atentamente las caras, las fisonomías, que se me ofrecen en el camino, y tú sabes cuánto goce sacamos de esta facultad que vuelve a nuestros ojos la vida más viva y más significativa que para el resto de los hombres. En el barrio apartado en que vivo, y donde grandes espacios de hierba separan unos edificios de otros, había observado a menudo a un niño cuya fisonomía ardiente y pícara, más que las otras, me sedujo enseguida. Posó más de una vez para mí, y lo transformé en gitanillo, luego en ángel, luego en Amor mitológico. Lo hice llevar un violín de vagabundo, la Corona de Espinas y los Clavos de la Pasión, y la Antorcha de Eros. Disfruté un placer tan vivo ante la gracia de aquel chico, que un día le pedí a sus padres, gente pobre, que lo dejaran conmigo, prometiéndoles vestirlo bien, darle algún dinero y no imponerle más obligaciones que limpiar mis pinceles y hacerme los recados. El niño, una vez lavado, era encantador, y la vida que llevaba en mi casa era un paraíso comparada con la que habría sufrido en el cuchitril de sus padres. Solamente debo decir que este hombrecito me sorprendió algunas veces con singulares crisis de tristeza precoz, y que manifestó muy pronto un gusto inmoderado por el azúcar y por los licores, de manera que un día en que constaté que había cometido una nueva trastada de ese tipo, lo amenacé con enviarlo de nuevo a casa de sus padres. Luego salí y mis asuntos me retuvieron largo tiempo fuera de casa.
         ¡Cuáles no serían mi horror y mi asombro cuando, al entrar a mi casa, lo primero que golpeó mis ojos fue mi pequeñín, el travieso compañero de mi vida, colgado del travesaño de ese armario! Sus pies casi tocaban el suelo; una silla, golpeada sin duda con el pie, estaba caída a su lado; su cabeza se inclinaba convulsa sobre un hombro; su rostro, hinchado, y sus ojos desmesuradamente abiertos con una fijeza aterradora, me produjeron primero la ilusión de la vida. Descolgarlo no era tan fácil como puedas creer. Estaba ya muy rígido y sentía un repugnancia inexplicable a hacerlo caer bruscamente sobre el suelo. Había que sostenerlo con un brazo y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero ahí no se acababa todo; el pequeño monstruo había usado un cordel muy fino que había entrado profundamente en la carne y era preciso, con unas pequeñas tijeras, buscar la cuerda entre los rebordes de la hinchazón para liberar el cuello.
         He olvidado decirte que había gritado pidiendo socorro, pero todos mis vecinos habían rehusado venir en mi ayuda, fieles en eso a las costumbres del hombre civilizado, que no quiere nunca, no sé por qué, verse mezclado en asunto de ahorcados. Al fin vino un médico que declaró que el niño llevaba muerto varias horas. Más tarde, cuando fuimos a desvestirlo para el entierro, la rigidez cadavérica era tal que, desistiendo de flexionar los miembros, tuvimos que rasgar y cortar las ropas para quitárselas.
         El comisario, a quien lógicamente hube de declarar el accidente, me miró de reojo y me dijo: ¡Esto es muy sospechoso!, movido sin duda por un deseo inveterado, por una costumbre profesional de infundir miedo, por si acaso, tanto a los inocentes como a los culpables.
         Una tarea suprema quedaba por hacer, y solo pensar en ella me provocaba una angustia terrible: había que avisar a los padres. Mis pies se negaban a llevarme. Al fin reuní el valor. Pero, para gran extrañeza mía, la madre se mostró impasible, ni una lágrima salió de sus ojos. Atribuí tal extrañeza al horror que ella debía sentir, y me acordé de la conocida sentencia: “Los dolores más terribles son los dolores mudos”. En cuanto al padre, se limitó a decir con aire medio idiota, medio soñador: “Después de todo, quizá sea lo mejor; de todas formas, habría acabado mal”.
         Mientras tanto, el cuerpo estaba tendido en mi sofá, y ayudado por una criada me ocupaba de los últimos preparativos cuando la madre entró en mi estudio. Quería, me dijo, ver el cadáver de su hijo. Yo no podía en verdad impedirle que se embriagara en su dolor ni negarle este supremo y sombrío consuelo. Enseguida me pidió que le mostrara el lugar en que su pequeño se había ahorcado. “¡Oh, no, señora, —le respondí— eso le hará a usted daño!” Y como involuntariamente mis ojos se volvieron hacia el fúnebre armario, vi, con un disgusto mezclado de horror y de cólera, que el clavo permanecía en el travesaño del armario, con un largo trozo de cuerda colgando. Me lancé vivamente para arrancar estos últimos vestigios de la desgracia, y como iba a tirarlos por la ventana abierta, la pobre mujer agarró mi brazo y me dijo con una voz irresistible: “¡Oh, señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!” Su desesperación la había, sin duda, eso me pareció, trastornado de tal modo que se llenaba de ternura ahora por lo que había servido de instrumento para la muerte de su hijo, y quería guardarlo como una horrible y querida reliquia. Y se apoderó del clavo y de la cuerda.
         Por fin, por fin pasó todo. Solo me quedaba volver al trabajo, con más intensidad aún que de costumbre, para que desapareciera poco a poco aquel pequeño cadáver que rondaba los pliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma me fatigaba con sus grandes ojos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: unas, de inquilinos de mi edificio; otras, de las casas vecinas; una del primer piso, otra del segundo, otra del tercero, y así sucesivamente, unas en tono medio chistoso, como intentando disimular con una aparente broma la sinceridad de la demanda; otras, muy descaradas y con mala ortografía, pero todas con el mismo fin, es decir, obtener de mí un trozo de la funesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había —tengo que decirlo— más mujeres que hombres; pero no todos, créeme, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He guardado esas cartas.
         Y entonces, de pronto, una luz se hizo en mi cerebro, y comprendí por qué la madre tanto insistía en quitarme la cuerda y con qué comercio se proponía ella consolarse.

Édouard ManetChico haciendo pompas de jabón (1867)

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