lunes, 27 de abril de 2020

Descoronavirización


El lenguaje político anda neológico de un tiempo a esta parte, fruto sin duda del empeño por explicar esta inmediata realidad de la pandemia. Nada más ojear los titulares de la prensa virtual saltan a la vista neologismos de toda clase, aunque los más abundantes sean los llamados acortamientos, entre los que se llevan la palma siglas y acrónimos: SARS-COV-2, COVID-19, PCR, ELISA, MERS, PCR, FFP…
Nada hay que objetar al espíritu neologista de nuestras autoridades y de nuestros periódicos, aunque podríamos cuestionar su calidad inventiva, admitiendo al mismo tiempo no entender los motivos que los han llevado a revitalizar palabras que en nuestra conciencia lingüística poseen connotaciones negativas, como ocurre con confinamiento, teniendo nuestro idioma otras voces que, “limpias de connotaciones de castigo o condena” podrían recoger las circunstancias actuales de la población, así cuarentena o  aislamiento preventivo.
Apenas sin tiempo para asimilar la nueva acepción aplicada a ‘confinamiento’ (permanencia de la población en sus domicilios para evitar o disminuir la propagación de una enfermedad contagiosa), debemos asumir su reverso, desconfinamiento. Gran número de voces derivadas en nuestra lengua se forman por prefijación, un procedimiento morfosemántico por el que a una palabra se le antepone otra a la que llamamos prefijo, morfema que no tiene suficiente entidad semántica como para andar solo por el mundo, pero que es de mucha ayuda para los independientes lexemas. En su mayoría se trata de morfemas latinos que, con el paso de los siglos han dejado de tener sentido a nuestros oídos, por lo que los recibimos como un todo morfológico y semántico, que es lo que hacemos al oír obligar (ob-ligar), ad-mirar; sin embargo, son muchos los prefijos que aún reconocemos ligados a una palabra, distinguiendo dos valores semánticos (im + posible / des + alojar / contra + corriente / hiper + mercado), donde el prefijo, aun cuando no sea propiamente una palabra autónoma, tiene fuerza para modificar la base léxica a la que precede.
Este último caso es el de desconfinamiento, deshibernación o desescalada. Son neologismos de reciente hechura, voces derivadas a partir de la confluencia de los prefijos latinos de- y ex-, que, evolucionados, alcanzaron la forma de nuestro productivo des-, el cual, antepuesto a raíces verbales o sustantivas, puede expresar una acción que se inicia en sentido contrario, pero no desde cualquier punto, sino a partir del momento primero, es decir, desde el significado que contiene su forma positiva. No expresa acción contraria, o ausencia a secas —desconfinamiento no es sinónimo de estar fuera de casa, de permanecer en la calle, como deshibernación no alude a unas altas temperaturas, al hecho de pasar calor, ni desescalada simplemente a bajar—, pues nuestro prefijo añade un matiz reversivo, todo un proceso de vuelta, como hizo Ulises, que desviajó hacia Ítaca una vez tomada Troya.
Estos neologismos contiene en su prefijo el sentido de actuar deshaciendo el camino conocido, pero marcando una gradación (desescalada) que sea capaz de subir la temperatura social, económica, cultural, etc. del país, y nos permita el acercamiento (desconfinamiento) real, no virtual, a nuestros seres queridos, a nuestros amigos, a nuestras compañeras y compañeros de trabajo, a nuestros vecinos, a esas personas con las que nos encontramos en las tiendas o que nos cruzamos en las aceras, en nuestros paseos cotidianos. Un simple prefijo, como vemos, tan familiar en nuestra lengua, nos hace comprender que el nóstoi, así lo llamaban los griegos antiguos, el regreso a la normalidad solo será posible si, como Ulises, lo hacemos con decisión y arrojo, con vigilancia y con tenacidad, con astucia, y adelantándonos siempre que podamos a la sorpresa y la adversidad. Sin perder nunca de vista nuestra meta:

España está coronavirizada,
quién la descoronavirizará,
el descoronavirizador
que la descoronavirice
buen descoronavirizador será.

            Salud.
Esther Cortés Bueno
Pérez Zarco

Lascia ch'io pianga

jueves, 23 de abril de 2020

¿Destierro o aislamiento preventivo?

   En la segunda quincena de marzo de este nefasto bisiesto, supongo que en los últimos días del mes, volvió a ponerse en circulación la palabra “confinamiento”, que a uno lo llevó inmediatamente a la imagen de confinados ilustres —Napoleón en Santa Elena, Unamuno en Fuerteventura, Solzhenitsyn en el Gulag, Goya en Burdeos, Jovellanos en el castillo de Bellver, Julian Assange en la embajada de Ecuador en Londres—, y de confinados anónimos: afrancesados y liberales cruzando la frontera pirenaica, las familias judías expulsadas en 1492, el medio millón en los campos franceses, los cientos de miles de personas hacinadas actualmente en campos de refugiados… Y ahora todo el país confinado.
            El verbo ‘confinar’, en la primera acepción del diccionario virtual de la RAE, significa ‘desterrar, expulsar a alguien de un territorio, señalándole una residencia obligatoria’. Es el uso más generalizado en nuestra lengua, y no el de ‘lindar o estar dos cosas contiguas’, que es el etimológico y que nos viene del latín, donde el confinium, marcaba la frontera, el límite, la raya que divide dos términos. Por ahí nos llegó la palabra ‘confín’, que tantas generaciones de escolares conocen por el famoso “bajel pirata que llaman, // por su bravura, el Temido, // en todo mar conocido, // del uno al otro confín”, del romántico José de Espronceda, otro ilustre confinado y desterrado.
            Como segunda acepción de ‘confinar’, la RAE le asigna ‘recluir algo o a alguien dentro de límites’. Por ahí podría entenderse el ‘confinamiento’ dispuesto por el gobierno de la nación en el BOE del miércoles 1 de abril, que hasta en 8 ocasiones —medidas de confinamiento (2), confinamiento domiciliario, situación de confinamiento (2), confinamiento total, confinamiento de la población (2)— utiliza esta palabra, históricamente asociada a una pena, a un castigo legal, el destierro, por delito ideológico o religioso en la mayoría de las ocasiones: “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al de su domicilio”.
Si seguimos la cadena léxica, leeremos que ‘recluir’ es encerrar a alguien, ponerlo en reclusión; y que ‘encerrar’ es meter a una persona o a un animal en lugar del que no pueda salir; o internar a alguien en un hospital psiquiátrico o en una prisión, acepciones estas, en modo alguno coincidentes con el apartamiento social ordenado por el gobierno.
Nuestras autoridades y medios de comunicación entienden por ‘confinamiento’ el hecho de que la mayoría ciudadana del país se mantenga en sus domicilios y salga solo para lo estrictamente necesario, con el fin de evitar, o disminuir, la expansión del virus de Wuhan. Creo que se podía haber recurrido a alguna palabra o expresión que careciera de esa connotación negativa, de condena por un delito, que en nuestra lengua, en nuestra historia, arrastra la palabra ‘confinamiento’, como corrobora el hecho de que en el diccionario virtual Word Reference se propongan como sinónimos los términos destierro, confinación, encierro, extrañamiento, presidio, reclusión, relegación, internamiento, y como antónimo único, la palabra libertad.
Creo que la RAE ha tenido tiempo suficiente para intervenir a este propósito, bien ampliando la semántica de ‘confinamiento’ con una nueva acepción que recoja esa circunstancia de permanecer durante un tiempo en el domicilio habitual para prevenir la difusión de una enfermedad contagiosa; bien remitiendo al uso de la palabra cuarentena, que, además de recoger el sentido de emergencia sanitaria, está limpia de la connotación de castigo o condena: “aislamiento preventivo a que se somete durante un período de tiempo, por razones sanitarias, a personas o animales”.

*
Chuck Berry, Johnny B Goode


domingo, 19 de abril de 2020

Pánico


       Decíamos ayer que la proliferación de toda clase de textos sobre la neumonía de Wuhan está poniendo a prueba la capacidad productiva y regeneradora de nuestra lengua, que debe vérselas desde hace semanas con una avalancha de palabras surgidas, o resurgidas, con motivo de la emergencia sanitaria extendida por todo el planeta. No recuerdo efervescencia lingüística igual, aunque ayer, mientras anotaba el nombre de unas mascarillas defectuosas, Respirator Mask, de procedencia china, la memoria me llevó a los últimos años 70 y primeros 80. Más que neologismos, que algunos hubo (¿recuerdan aquella composición de vida tan fugaz: platajunta?), más que nuevas palabras, la transición política, que ahora llaman régimen del 78, dio nueva vida, nueva orientación semántica y política, a viejas palabras que encarnaban la esperanza colectiva tras la muerte del dictador: democracia, diálogo, consenso, amnistía, nacionalidades históricas, urnas o constitución. A las que se sumaron —quizá por el mucho estar en la calle de la inmensa mayoría de los jóvenes, por el contacto con las drogas, por la asistencia a conciertos, por los diarios encuentros en bares y garitos nocturnos— palabras y expresiones procedentes de las jergas marginales y callejeras, que no solamente usaban los jóvenes: ¿recuerdan las columnas periodísticas de Francisco Umbral? Cuando una sociedad se altera, también lo hace el lenguaje.
            La expansión mundial del virus de Wuhan está incidiendo en el nivel léxico-semántico de todas las lenguas del mundo. La globalización también lo es del lenguaje. Y de ciertas enfermedades de origen vírico, como la que nos está afectando en estos momentos. Lo que empezó siendo un caso (el paciente cero) de infección por coronavirus en un hospital de Wuhan, en pocos días fue brote (aparición repentina de una enfermedad debida a una infección en un lugar específico) en la provincia china de Hubei, que en unas semanas se transformó en epidemia en el país, y solo fue cuestión de tiempo, de trasiego de gentes, que la enfermedad se globalizara y se convirtiera en pandemia.
            El diccionario de la RAE define epidemia como “enfermedad que se propaga durante algún tiempo por un país, acometiendo simultáneamente a gran número de personas”.  La etimología nos lleva a la palabra griega epidemia (επιδεμíα), formada por la preposición epì (ἐπì), equivalente a ‘en, sobre’, más la raíz demos (δῆμος), ‘pueblo’, y el sufijo de cualidad –ía (íα). Significaba originariamente “estancia en el pueblo”. Así es como se entiende en el tratado V de Hipócrates (s. V a. C.), titulado Epidemias, que no versa sobre las enfermedades infecciosas, sino que está formado por una serie de historias clínicas observadas en sus “estancias en pueblos”. El sentido moderno de la palabra procede de otro tratado hipocrático, titulado en latín De natura hominis, donde habla de la “aparición y estancia de una enfermedad en una población”, significado con el que se recoge en tratados médicos en castellano de mediados del siglo XIII.
            El término pandemia es pariente directo del anterior. Encontramos el sufijo ‘cualidad’, la raíz ‘pueblo’ y el elemento pan (πᾶν), ‘todo’. Su significado primario era ‘reunión del pueblo’, hasta que los médicos de la época helenística comenzaron a utilizarlo en el sentido moderno de “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países”, o sea,  globalización de una enfermedad.
            La escala de expansión de cualquier enfermedad contagiosa lleva aparejada una graduación en nuestro ánimo, una progresiva sensación de desasosiego, que pasa de la inquietud y de la compasión por un caso, a la preocupación por la certeza de estar ante un brote, o un rebrote, de la enfermedad, que se convierte en miedo (angustia por un riesgo o daño real o imaginario) al comprobar que el mal está generalizado en nuestra región o en nuestro país. Cuando el mal se extiende por todos los países de la tierra, ¿qué sentimos?
            La respuesta está en la misma palabra, pandemia. En su etimología. En ese ‘todo’ aludido por el adjetivo griego de tres terminaciones —Oh, adolescentes clases de griego con don José Villatoro—, masculino, femenino y neutro: pas, pasa, pan. La respuesta tiene que ver con el dios Pan, del que alguna vez he hablado en este blog, con aquel ser mitad hombre, mitad cabra, lúbrico, mirón, abusón y onanista, que, oculto en la espesura, atemorizaba a quienes dormían en los bosques con misteriosos ruidos y movimientos de sombras, y los acariciaba suciamente con su mirada lasciva, hasta provocarles el deima panikón, el terror de Pan, el pánico. Esa sensación, ese intenso miedo que a veces es colectivo y contagioso, de sentirse amenazado por algo invisible. Ese miedo a caer enfermos que nos tiene encerrados en nuestras casas.
           
In a bar

jueves, 16 de abril de 2020

Desescalada


(Transcribo a continuación la carta de una lectora, interesada también en la historia de las palabras.)


En Torrecampo, el 15 de abril de 2020
Estimado vecino:
De nuevo me encuentro con otra palabra conflictiva. No pienso por ello que esta crisis esté provocando una revolución total en el lenguaje, pero estarás de acuerdo conmigo en que actúa como revulsivo creativo, reafirmando al mismo tiempo a los académicos en su inmovilismo.
Nunca antes había oído esta palabra derivada de aquella otra, escalada, que el diccionario en su edición digital define como “acción y efecto de escalar // aumento rápido y por lo general alarmante de algo, como los precios, los actos delictivos, los gastos, los armamentos, etc.”. Sin embargo, para mi sorpresa, desescalada no ha nacido en estos tiempos de crisis coronavírica. Más bien podríamos hablar de su puesta de largo. La he localizado en varios artículos médicos de especialidad de hace unos años y, de ahí, tras un silencio documental, en la prensa más reciente, lo que me lleva a pensar que posiblemente fue la ciencia médica la que acuñó el término para un uso muy específico, tomada a su vez del inglés, donde de-escalation significa ‘relajar una situación de crispación alcanzada tras un proceso’, siempre referido a un conflicto violento físico o verbal. Adopción fácil, teniendo en cuenta tanto la coincidencia semántica entre “escalar”, “escalate” y “scale”, como la proximidad fonética, por tratarse en parte de palabras que comparten un origen común, el latín scala, de donde derivan todas estas formaciones modernas.
Hay por la red un sesudo artículo[1], publicado en 2005, que define el término desescalada terapéutica como “una nueva estrategia diseñada con la finalidad de optimizar la utilización de antibióticos en pacientes críticos”, que consiste, si he entendido bien, en ir reduciendo la ingesta de medicación paulatinamente, avanzando y retrocediendo, de forma que pueda controlarse la reacción, normalmente traumática, en los órganos corporales. Desescalar, además, forma parte del léxico recogido por el diccionario digital Termcat[2], del Centre de Terminología[3], en el que es considerado término de especialidad descrito como acción de “disminuir progresivamente en intensidad, un conflicto como consecuencia del restablecimiento de la comunicación entre las partes y la consiguiente bajada gradual de la confrontación, tras un periodo de bloqueo”[4] [última actualización a fecha de 12 de septiembre de 2018]. Desescalada aparece recogido como sustantivo de este verbo.
Así que el término andaba afianzándose en ámbitos científicos y académicos, creciendo sin complejos. Esto me hace pensar que a la Academia, que vela por nuestro buen uso de la lengua, no le había preocupado ese nuevo término en manos de iniciados, o simplemente, desconocía de su existencia. Sin embargo, la fortaleza con la que desescalada se alza hoy en el mundo de la comunicación ha hecho reaccionar a nuestros académicos. Ellos no reconocen a esta hija ilegítima, difamada por ser calco del inglés to escalate, según leemos en un comunicado del 8 de abril[5]. En su lugar, recomiendan las castizas “reducir, disminuir o rebajar”, aunque no son sinónimos que puedan reemplazarla al carecer, por una parte, de la precisión que aporta la nueva palabra: paulatinamente, por escalas. Por otra, porque en mi opinión, en desescalar / desescalada subyace la idea de deshacer algo que había sido escalado, expresa un proceso en descenso posterior a un ascenso previo, en definitiva, contiene una plasticidad visual inexistente en “disminuir, reducir o rebajar”, pues, reitero, la desescalada es un proceso que se inicia tras alcanzar la cima (el pico), cuando se vuelve en busca de un punto de apoyo, en este caso controlado.
Por todo lo anteriormente dicho, creo que el reciente uso de desescalada o de desescalar, aprendido estas últimas semanas en la prensa y en boca de nuestras autoridades políticas y sanitarias, tiene parentesco con el término científico-médico, donde disfrutaba de un crecimiento sano. Nuestra prensa y nuestra clase política entiende por desescalada ‘el levantamiento de medidas de protección ante una situación crítica”, uso este que es recogido por el diccionario digital Termcat[6]:
“El verbo desescalar se documenta sobre todo en textos de política y relaciones internacionales, tanto de tipo especializado como periodístico y de divulgación”
Por el contrario, considero que nuestra desescalada no se ha tomado de la prensa anglosajona ni del inglés común, donde no se traduciría por de-escalate (verbo) o de-escalating (para desescalada), que aunque comparta contenido semántico, aminoración de algo, en inglés se emplea en contextos de crispación física o verbal. Por lo tanto, sería conveniente emplear la expresión aparecida en toda la prensa británica de actualidad, más del gusto académico lifting the lockdown o exit strategy from the lockdown, es decir, ‘levantamiento del confinamiento’, o ‘salida estratégica del confinamiento’.
Pero, también sería interesante hacer un análisis clínico a esta palabra en pleno crecimiento adolescente. Leyendo la prensa española, tengo la impresión de que no les acaba de convencer plenamente. Cuando aparece mencionada, poco después, la acompañan de un sinónimo o de una explicación, lo que me hace pensar que dudan de su poder comunicativo, de que el lector comprenda bien el mensaje. El mismo 11 de abril leíamos en la publicación española de La Vanguardia el titular “Pedro Sánchez prepara hoy el inicio de la desescalada del confinamiento en España”, con un subtítulo explicativo “el lunes se reactiva la actividad laboral”, y a lo largo del artículo encontramos sinónimos como “reactivar la actividad laboral”, el “levantamiento de suspensión obligatoria”, “levantar restricciones”, “desactivación”.
En otros artículos y noticias, es decir, en el mismo contexto, encontramos otras expresiones sinónimas: el plan del desconfinamiento, levantamiento de suspensión obligatoria, vuelta de ocupación de calles y plazas, levantar poco a poco las medidas, levantar restricciones, el plan de vuelta a la normalidad, desactivación del confinamiento, reactivación de la actividad laboral, relajación de las medidas del estado de alarma… E incluso podemos leer noticias donde en ningún momento se nombra este neologismo y, en su lugar, hacen uso de las mencionadas más arriba.
En cualquier caso, sea creación nacional o préstamo, sea reciente o lleve con nosotros décadas, su uso lo legitimará la sociedad que hace uso de ella o la abandonará con el tiempo, pero que, mientras tenga vida, habrá expresado, o habrá pretendido expresar, con claridad y precisión una realidad que interesaba a todos. Es labor lexicográfica atesorar todas las palabras que contengan y retengan la memoria de nuestra historia para ser trasmitida.

Esther Cortés Bueno

miércoles, 15 de abril de 2020

El nombre de la enfermedad


La rapidez con que el sárscovdos se propaga por el planeta tiene su correlato en la prontitud con que en nuestro idioma van apareciendo nuevas palabras y expresiones relacionadas con él. Esta misma mañana, mientras hacía ejercicio en el huerto de la casa, escuchando por los auriculares un programa de la radio andaluza, el presentador y uno de sus colaboradores, cada uno en su casa, utilizaron en diversos momentos la palabra covidiotas; aunque yo no la había oído hasta ese momento, daba la impresión de que no era la primera vez que ambos la usaban, aunque supongo que no tendrá muchos días de vida. Desde finales de enero, ha surgido toda una constelación léxica alrededor del ponzoñoso virus y de la enfermedad que provoca, y cualquiera que esté medianamente al día puede comprobar que nuestra lengua está tan viva que casi a diario nace una palabra o una nueva acepción de otra ya existente.
Esa celeridad en la expansión del virus, con los desaciertos iniciales, la improvisación y los cambios de criterio de nuestras autoridades, han tenido en parte su reflejo en el ámbito lingüístico. La misma incertidumbre para nombrar cabalmente al culpable de esta calamidad —en los medios de comunicación, en las redes sociales, en las intervenciones de responsables políticos y sanitarios, se ha optado por el nombre común, en lugar de singularizador—, existe para darle nombre a la enfermedad que provoca. ¿Cómo se llama la enfermedad que produce el sárscovdos? ¿Sería unánime la respuesta?
Confieso que yo mismo, arrogante de mí, viví en el error y la confusión durante unos días, pues, sin haber hecho la mínima indagación al respecto, supuse que COVID-19 era el nombre del virus, un acrónimo formado a partir del nombre y de la fecha en que fue descubierto: Coronavirus-Diciembre-2019. Sí, una etimología popular, errónea por supuesto, hasta que supe que la D no era la inicial del mes, sino de la palabra inglesa Disease, que significa enfermedad. COVID-19 no es por tanto el nombre del agente malicioso, sino del mal que causa: “enfermedad del coronavirus de 2019”.
Sea por esa legítima y usual metonimia de nombrar la causa por el efecto, sea por mecanismos morfosemánticos que han funcionado en otros casos, o por puro e improvisado acierto o desacierto, lo cierto es que en el habla se extendió y se aplicó durante semanas el género masculino al acrónimo COVID-19, hasta que por obra de la RAE el término se convirtió en una palabra trans, y empezamos a oír y a leer “la Covid-19”, como recomendó la docta institución —“Si se sobrentiende el sustantivo tácito «enfermedad», lo más adecuado sería el uso en femenino”—, aunque no censuró el masculino (la misma indecisión que las autoridades sanitarias respecto al uso preventivo de las mascarillas): “Pero es frecuente y válido su uso en masculino (el «COVID-19») por influjo del género de «coronavirus» y del de otras enfermedades como el zika, el ébola, el herpes… que toman por metonimia el nombre del virus que las causa.”
Creo que estas dudas e indecisiones sobre el género gramatical de un sustantivo, sobre el nombre de la enfermedad o del virus, surgen de la premura con que la ciencia está nombrando —en inglés— lo desconocido hasta ahora. En su afán de claridad, objetividad, universalidad y exactitud, el lenguaje científico emplea términos denotativos, unívocos y monosémicos, de un solo significado. Para las definiciones recurre al procedimiento analítico, descriptivo, es decir, a la enumeración de palabras unívocas, denotativas, monosémicas, de manera que un término definido se caracteriza por la multirreferencialidad, es decir, por apuntar a varios conceptos a la vez. Es lo que ocurre con el nombre del virus, que alude a 6 conceptos distintos —Severe Acute Respiratory Syndrome Coronavirus Número 2—, o el de la enfermedad, que remite a 3: Coronavirus Disease Año 2019. Las mujeres y los hombres de ciencia se entienden de maravilla con este lenguaje, en inglés, y se desenvuelven con toda normalidad entre siglas y acrónimos de múltiples referentes, pero no así las personas del común en nuestro hablar cotidiano y estándar. Donde la ciencia escribe «mamífero, carnívoro, felino, digitígrado, doméstico», el habla común dice «gato». La mayoría de nosotros ni estamos acostumbrados a usar el lenguaje de la ciencia, ni lo solemos entender, por eso le rogamos a la médica o al médico que nos explique en cristiano qué es lo que tenemos. Quizá resida ahí la causa de estas indecisiones, o  confusiones, pues vemos la misma palabra —coronavirus— en dos acrónimos muy cercanos, uno referido al virus y otro a la enfermedad que provoca.
A esta complejidad terminológica hemos de unir la inmediatez con que los medios de comunicación difunden los estudios y avances científicos. El informe sobre una nueva prueba de detección del sárscovdos presentado por una farmacéutica en Estados Unidos es recogido de inmediato por las agencias de noticias y trasladado en minutos al español, al chino o al hindi, sin proceso alguno de “digestión” o aclimatación a la lengua receptora. Todo es urgente en estos días de emergencia sanitaria mundial, y no ha habido tiempo para que la mayoría no científica de hablantes del español establezca, por el uso, una forma sencilla y clara de nombrar al nuevo virus. ¿Quién nos dice que, en busca de la claridad, de la sencillez y de la economía lingüística, no recurriremos, a la metonimia, y llamemos al virus, no por sus rasgos diferenciales, sino por el lugar en que se descubrió, y hablemos del virus de Wuhan, de la enfermedad de Wuhan, o simplemente del wuhan, como lo hacemos del zika o del ébola?
Tiempo al tiempo. Pero no al virus. Ciertamente, no vimos venir el peligro, no esperábamos el jaque y hemos perdido piezas, pero no nos atenace el pánico, seamos sensatos, echemos mano de todos nuestros recursos y aunemos los movimientos de nuestras piezas hacia esos escaques en que se protege el virus. No hagamos caso de quienes difunden bulos malintencionados a nuestro alrededor, ni de la extrema derecha que desprecia, calumnia e insulta, que habla de eutanasia feroz, de gestión criminal, de peste china, porque son gente estúpida, de ese grupo que describía Carlo M. Cipolla en su lúcido y divertido ensayo sobre la estupidez humana, Allegro ma non troppo: “causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Aquellos estúpidos y estúpidas que descubríamos en el libro del escritor italiano han mutado ahora: son los covidiotas.

lunes, 13 de abril de 2020

El nombre del bicho

A mi sobrino Javier

            Confieso que yo mismo tengo dudas a la hora de llamar a ese bichito que nos dio jaque en diciembre de 2019, cuando saltó de un animal, posiblemente un murciélago, a un humano en el mercado de la remota ciudad china de Wuhan. ¿Lo llamaremos simplemente virus, así, a secas? Si nos limitamos a usarlo solo, con frases como En España hay tantas personas afectadas por virus crearemos confusión, porque nadie sabrá si estamos hablando de todos los virus posibles, que son unos miles, o de uno concreto y específico, con nombre y apellidos, por así decir. No añadiremos más claridad si echamos mano de los artículos. Al decir Hay tantas personas afectadas por un virus tampoco saldremos de la imprecisión, y quien nos escuche caerá en la incertidumbre. Podemos acudir también al artículo determinado, y remachar incluso su valor anafórico con un deíctico (el virus; el virus ese), dando por supuesto que nuestro interlocutor conoce la realidad aludida. Nadie que en estos días lea o escuche un titular como «Últimas noticias sobre el virus» dudará a qué virus se alude, pero traslademos el titular a varios años adelante, o atrás, es decir, cambiemos la situación extralingüística, y aparecerá la duda y la pregunta: de qué virus se está hablando.


            En los medios de comunicación y en las conversaciones cotidianas se ha entronizado el término coronavirus, que tiene apariencia más científica, aunque no deja de ser un nombre común, es decir, que designa, sin individualizarlo, a todos los seres de su especie. Nombre común, pero con mayor alcance significativo que virus. Dicho en términos semánticos: virus es hiperónimo de coronavirus, y coronavirus es hipónimo de virus, como ave es hiperónimo de águila, y gato hipónimo de felino. Coronavirus es una palabra compuesta propiamente dicha, con unidad ortográfica de sus dos elementos, que alude metafóricamente a la semejanza entre la envoltura espiculosa del virus en cuestión y la corona lumínica del Sol. Digamos que los coronavirus son un viejo clan, una rama familiar dentro de una familia más amplia cuyos ancestros se remontan al siglo IX a. C., y que a su vez tiene sus propias ramificaciones. Mayor precisión semántica, pues —los coronavirus, que tienen a su vez cuatro géneros o tipos diferentes, pertenecen a la familia de los coronaviridae, tienen una envoltura, son monocatenarios (portan una cadena sencilla de ácido ribonucleico [ARN], de signo positivo—, pero al fin y al cabo nombre común es, no singularizador, como nuestro nombre y apellidos.

https://www.scientificanimations.com/wiki-images/ 
            El nombre propio de ese individuo maligno lo hemos leído o escuchado en más de una ocasión, pero no ha fraguado en la lengua común de la ciudadanía —¿Dificultad en su articulación oral? ¿Dudas entre leerlo como una palabra o deletrearlo? ¿Simple confusión e identificación de la enfermedad con el causante de la misma?—, y solo se utiliza en contextos científicos. Se trata de un acortamiento formado por tres elementos unidos por guión: la sigla SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome, ‘síndrome respiratorio agudo grave’); el acrónimo CoV (Corona Virus), y el número 2, para diferenciarlo de su primo hermano, que lleva el 1. Ese es el nombre del bicho, SARS-CoV-2, que quizá hemos preferido no pronunciar por un miedo atávico a nombrar por su nombre lo malo, a mentar la bicha, la cuerda en casa del ahorcado.

domingo, 12 de abril de 2020

Virus y diccionarios (2)


                En nuestro recorrido vírico por los diccionarios de la RAE, recalamos ahora en la edición de 1853, en la que encontramos dos novedades: a la llegada al diccionario de un nuevo miembro de la familia léxica —el superlativo “virulentísimo”—, hemos de añadir recientes aportaciones científicas a las descripciones, definiciones y sinónimos, que se mantienen durante toda la segunda mitad del XIX, hasta la edición de 1899.
            El término “virulencia”, desde la perspectiva quirúrgica, se explica como “la malignidad de las llagas o de la materia que arrojan”. En un campo más amplio, señala la cualidad de virulento de algo, como se mantiene hasta hoy. Finalmente, por tropo o sentido figurado, “virulencia” se empareja con “acrimonia” y, a partir de 1884, con “mordacidad”.
            Los tres usos del adjetivo “virulento” —sinónimo de “venenoso”; calificativo para lo que tiene materia o podre; metafórico, dicho de un texto—, también quedan léxicamente asentados. Así, para señalar algo venenoso, nocivo o dañino, los diccionarios han consagrado lo que podemos llamar el trío Pomaloca, es decir, ponzoñoso, maligno, ocasionado por un virus o que participa de su naturaleza. En su segunda acepción, poco ha cambiado la definición desde los tiempos decimononos a estos nuestros, lo virulento es lo que tiene materia o podre. El tercer uso del adjetivo, el figurado, ha consagrado el Arsa y Pomor, un cuarteto inquietante aplicado al estilo, a un escrito o a un discurso oral: ardiente, sañudo, ponzoñoso o mordaz en sumo grado.
            En cuanto al pater familias, el malicioso virus que nos convoca, ya en 1853 se fijan los rasgos básicos de su identidad y de su proceso biológico: “Principio desconocido en su naturaleza e imperceptible a nuestros sentidos que es el agente del contagio y que parece ser el producto de una secreción morbosa. Es un germen siempre idéntico que pasa de un individuo a otro y que produce enfermedades enteramente idénticas”. 
            Tal concepción se mantiene hasta 1899, año en que el diccionario ofrece una definición generalista del lema: “Germen de varias enfermedades, principalmente contagiosas, que se atribuye al desarrollo de microbios especiales para cada una”. Por primera vez se habla en este artículo de microbios, constatando así que los estudios y experimentos ópticos de los alemanes Ernst Abbe, Carl Zeiss y Otto Schott, aplicados a los microscopios, están avanzando y perfeccionándose en la observación  de ese poblado y alucinante micromundo de las bacterias, bacilos, virus y otros corpúsculos. Tales avances se veían conformados en 1892 por Dmitri Ivanovsky, cuando demostró que la enfermedad del mosaico del tabaco era provocada por un organismo, un virus, sumamente contagioso, capaz de pasar a través de un filtro Chamberland. Siete años después, el holandés Martinus Beijerinck corroboró el experimento de su colega ruso. Esos filtros habían sido ideados por Charles Chamberland, un estudioso de las enfermedades contagiosas y colaborador de Louis Pasteur. En 1884, Chamberland fabricó unos filtros de porcelana porosa que conseguían retener la bacteria Salmonella tiphy, causante de las fiebres tifoideas, aunque no eran capaces de retener otros organismos más pequeños, como los virus.
            Poco más avanzó la lexicología vírica durante la primera mitad del siglo XX. En 1956 se reformula el concepto de virus, pero se recurre a conocimientos que ya se tenían cincuenta años antes. Se cambia por completo la redacción del artículo, pero nada revelador hay en ella: “Cualquiera de los agentes infecciosos apenas visibles con el microscopio ordinario y que pasa a través de los filtros de porcelana. Son causa de muchas enfermedades contagiosas, como la rabia, las viruelas, la glosopeda, etc.” Este artículo se mantiene invariable en las ediciones de 1970 y de 1984, pero vuelve a cambiar totalmente en el diccionario de 1985, que aporta novedades relativas a la estructura, componentes y capacidad reproductora de los virus: “El organismo de composición más sencilla que se conoce. Es capaz de producirse en el seno de células vivas específicas, siendo sus componentes esenciales ácidos nucleicos y proteínas”. En la revisión de 1989 se le añade la apostilla: “Es causa de muchas enfermedades”.
            Y así llegamos a la edición virtual del diccionario de la RAE que consultamos hoy, donde ha desaparecido la primera acepción histórica de la palabra —“Podre, humor maligno”—, que se mantenía desde 1803. En su lugar encontramos la siguiente proposición científica: “Organismo de estructura muy sencilla compuesto de proteínas y ácidos nucleicos, y capaz de producirse solo en el seno de células vivas específicas, utilizando su metabolismo”. Como segunda acepción aparece la de «virus informático». Por último, el diccionario nos remite al «virus de inmunodeficiencia humana, VIH».
            Acaba aquí la ruta de los virus, un rápido recorrido histórico —un progresivo acercamiento a la realidad, un ahondamiento en la superficie del mundo, un zoom vertiginoso hacia esos seres diminutos, mutantes, que también pueblan la realidad, que nos acompañan desde el principio de los tiempos, y que de vez en cuando siembran el pánico, la enfermedad y la muerte entre nosotros—, una galopada por los diccionarios académicos que podríamos sintetizar así: «Virus, de la materia visible a la invisible».  

viernes, 10 de abril de 2020

Virus y diccionarios (1)


            Los romanos llamaban virus a cualquier jugo o fluido natural, sobre todo al espeso y viscoso, como la baba de caracol (virus cochlearum) o el semen de los animales, y también al veneno de las culebras o al procedente de ciertas hierbas y plantas. En este sentido, Cicerón ya metaforiza cuando habla del virus acerbitatis suae evomere, es decir, de alguien que descarga sobre otro el veneno de su mal carácter. El término “virus” se aplicaba además tanto a un olor fétido o hediondo, como a un sabor malo o desagradable, amargo, acre (áspero, irritante). Estamos, pues, ante un término versátil, que designa ciertos humores más o menos líquidos de los seres vivos —animales, vegetales, humanos—, pero también a los venenos  naturales, como los de los ofidios y los arácnidos o los extraídos de determinadas especies vegetales, o artificiales, producidos por el hombre, que los utiliza tanto para emponzoñar las puntas de las flechas como para hacer filtros de amor. La familia léxica de “virus” se completaba con virulentia (mal olor, fetidez, hedor) y virulentus (venenoso, ponzoñoso).
            Según Joan Corominas[1], la palabreja se documentó por primera vez en nuestra lengua en fecha tardía, en 1817, con el sentido de zumo o ponzoña; aunque sus parientes entraron antes: virulento, h. 1435, y virulencia en 1739. Hemos de suponer que durante siglos, la lengua prefirió utilizar otros términos y no acudió con frecuencia a los de esta familia. Prueba de ello nos parece el hecho de que Sebastián de Covarrubias no la mencionara en su Tesoro de la lengua castellana o española.
            El primer registro lexicográfico de la palabra “virus” en la época moderna lo encontramos en la edición del Diccionario hecha por la RAE en 1803. Allí encontramos tres breves entradas:

            . Virulencia: la materia o podre que se hace en alguna llaga o herida.
            . Virulento: ponzoñoso, maligno.
            . Virus: (Med. Cir.) Podre, mal humor.

            Como vemos, “virus” ha sufrido un proceso de especialización semántica: su uso se restringe al campo de la Medicina, concretamente de la Cirugía, y es la denominación técnica de “pus” («Líquido espeso de color amarillento o verdoso, segregado por un tejido inflamado, y compuesto por suero, leucocitos, células muertas y otras sustancias»). Conserva solamente los semas primarios del latín: fluido espeso. Estas mismas acepciones encontramos en las ediciones del diccionario académico de 1817, 1822, 1825 y 1832.
           La historia de las palabras es inseparable de la historia de la lengua, y de la sociedad que las usa. El vocabulario refleja el carácter social, su riqueza cultural, su concepción del ser humano, su postura ante la vida y la muerte, su forma de encarar el pasado, el presente y el futuro, su actitud ante el progreso, ante el saber y el conocimiento.
            El léxico ha de reflejar lo idiosincrásico y permanente, pero ha de estar rápido, vivo, a la hora de crear nuevas palabras con sus herramientas léxicas o modificar la semántica de las ya existentes para adaptarse a los cambiantes tiempos.
En las ediciones del diccionario académico de 1837 y 1843, aparece por primera vez el salto metafórico que vimos en Cicerón. Así, “virulencia”, además de nombrar la “materia o podre que se hace en alguna llaga o herida”, se hace sinónimo de acrimonia y mordacidad, conceptos subyacentes en el adjetivo “virulento”, que a “ponzoñoso, maligno”, y a “lo que tiene materia o podre”, añade las valoraciones de “sangriento y mordaz”, (o “mordaz en alto grado”, en la edición de 1846), cuando nos referimos a ciertos textos escritos. Por su parte, el término “virus” queda definido simplemente como “podre, mal humor”. Como vemos, hasta mediados del siglo XIX, la tríada léxica que nos ocupa —virus, virulento, virulencia—, apunta al concepto de fluido, de materia, es decir, de sustancia claramente perceptible por los sentidos.
En correspondencia con el empuje científico y la ampliación de horizontes científicos del positivismo, ayudado por mejoras sustanciales en los métodos y en los aparatos de observación, los resultados de las nuevas investigaciones y descubrimientos se van incorporando a los diccionarios. Así, en la edición del diccionario de 1852, como segunda acepción de la palabra “virus” podemos leer esta novedad semántica: “El principio material de las enfermedades contagiosas. Tómase a veces también por el principio material que produce cualquier enfermedad, aun cuando no sea contagiosa, cuando se supone muy acre e irritante y que obra siempre de la misma manera.” En esta definición van implícitos los avances de la época en el terreno de la naciente ciencia de la virología. Se reconoce en ella un principio material—aún no se ha observado el bichito en cuestión—, una aún desconocida sustancia en las enfermedades contagiosas. El segundo elemento científico incorporado a la palabra “virus” es el reconocimiento de un proceso similar en todos los organismos contagiados, que es otra de las señas de identidad  biológica de todo virus: “obra siempre de la misma manera”.




[1] Joan Corominas, Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Ed. Gredos, Madrid, 1973.

domingo, 5 de abril de 2020

Rito


Tendría que estar entre los libros de Paul Auster y el de Francisco Ayala, pero no aparece por ninguna parte. Otro libro perdido, me lamento, aunque procuro consolarme pensando que a lo mejor está en buenas manos que le quitan el polvo, lo abren de vez en cuando y leen algunas páginas. Un libro de formato pequeño, impreso en tipos como los de las máquinas de escribir, publicado por Ediciones Demófilo, que seguramente compré en la librería El Juglar, de Córdoba. Me gustaba el diseño de aquel librito y el lenguaje coloquial, con asomos surrealistas y absurdos, en que estaba escrito: Canciones y poemas, de Luis Eduardo Aute.
En vista de que el libro ha desaparecido de mi biblioteca, busco en los estantes inferiores de la cómoda Mondrián, donde guardo algunos de mis discos de vinilo, con el temor de que el que busco también haya volado, pero no, ahí está, entre el Harvest, de Neil Young y las Canciones de amor y celda, de Amancio Prada. Hace ya muchos años que no tenemos tocadiscos en casa, pero me niego a deshacerme de los discos. Me educaron tanto como los libros y las películas. Uno es también las músicas que ha escuchado.
            A falta de tocadiscos, he acudido a Youtube, me he sentado en el sillón de leer y he abierto el disco para ir siguiendo la letra de las 15 canciones de Rito, el primer disco que tuve de Aute.



Algunas de esas «canciones de amor y muerte» —tal era el subtítulo del disco, publicado en 1973, cuando yo tenía 17 años— eran pesimistas y negras, de velas apagadas y ceniceros llenos de colillas, plenas de vacíos y de nadas que se unen, de imprecaciones a la muerte, que uno, por edad, por inexperiencia, por pura exaltación juvenil, ni comprendía del todo ni compartía para nada. Pero otras pueden considerarse rasgos de identidad generacional, y emocional, como Las cuatro y diez, De alguna manera, el Autotango del cantautor o Cuéntame una tontería, con su falta de lógica y su humor. Canciones de entrega total al vivir en pasión, que hablaban de situaciones vitales y experiencias amorosas aún no vividas por mí, virgen entonces de amor y de sexo compartido, pero que ya, y hasta el día de hoy, sentía mías.
            In memoriam.