domingo, 19 de abril de 2020

Pánico


       Decíamos ayer que la proliferación de toda clase de textos sobre la neumonía de Wuhan está poniendo a prueba la capacidad productiva y regeneradora de nuestra lengua, que debe vérselas desde hace semanas con una avalancha de palabras surgidas, o resurgidas, con motivo de la emergencia sanitaria extendida por todo el planeta. No recuerdo efervescencia lingüística igual, aunque ayer, mientras anotaba el nombre de unas mascarillas defectuosas, Respirator Mask, de procedencia china, la memoria me llevó a los últimos años 70 y primeros 80. Más que neologismos, que algunos hubo (¿recuerdan aquella composición de vida tan fugaz: platajunta?), más que nuevas palabras, la transición política, que ahora llaman régimen del 78, dio nueva vida, nueva orientación semántica y política, a viejas palabras que encarnaban la esperanza colectiva tras la muerte del dictador: democracia, diálogo, consenso, amnistía, nacionalidades históricas, urnas o constitución. A las que se sumaron —quizá por el mucho estar en la calle de la inmensa mayoría de los jóvenes, por el contacto con las drogas, por la asistencia a conciertos, por los diarios encuentros en bares y garitos nocturnos— palabras y expresiones procedentes de las jergas marginales y callejeras, que no solamente usaban los jóvenes: ¿recuerdan las columnas periodísticas de Francisco Umbral? Cuando una sociedad se altera, también lo hace el lenguaje.
            La expansión mundial del virus de Wuhan está incidiendo en el nivel léxico-semántico de todas las lenguas del mundo. La globalización también lo es del lenguaje. Y de ciertas enfermedades de origen vírico, como la que nos está afectando en estos momentos. Lo que empezó siendo un caso (el paciente cero) de infección por coronavirus en un hospital de Wuhan, en pocos días fue brote (aparición repentina de una enfermedad debida a una infección en un lugar específico) en la provincia china de Hubei, que en unas semanas se transformó en epidemia en el país, y solo fue cuestión de tiempo, de trasiego de gentes, que la enfermedad se globalizara y se convirtiera en pandemia.
            El diccionario de la RAE define epidemia como “enfermedad que se propaga durante algún tiempo por un país, acometiendo simultáneamente a gran número de personas”.  La etimología nos lleva a la palabra griega epidemia (επιδεμíα), formada por la preposición epì (ἐπì), equivalente a ‘en, sobre’, más la raíz demos (δῆμος), ‘pueblo’, y el sufijo de cualidad –ía (íα). Significaba originariamente “estancia en el pueblo”. Así es como se entiende en el tratado V de Hipócrates (s. V a. C.), titulado Epidemias, que no versa sobre las enfermedades infecciosas, sino que está formado por una serie de historias clínicas observadas en sus “estancias en pueblos”. El sentido moderno de la palabra procede de otro tratado hipocrático, titulado en latín De natura hominis, donde habla de la “aparición y estancia de una enfermedad en una población”, significado con el que se recoge en tratados médicos en castellano de mediados del siglo XIII.
            El término pandemia es pariente directo del anterior. Encontramos el sufijo ‘cualidad’, la raíz ‘pueblo’ y el elemento pan (πᾶν), ‘todo’. Su significado primario era ‘reunión del pueblo’, hasta que los médicos de la época helenística comenzaron a utilizarlo en el sentido moderno de “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países”, o sea,  globalización de una enfermedad.
            La escala de expansión de cualquier enfermedad contagiosa lleva aparejada una graduación en nuestro ánimo, una progresiva sensación de desasosiego, que pasa de la inquietud y de la compasión por un caso, a la preocupación por la certeza de estar ante un brote, o un rebrote, de la enfermedad, que se convierte en miedo (angustia por un riesgo o daño real o imaginario) al comprobar que el mal está generalizado en nuestra región o en nuestro país. Cuando el mal se extiende por todos los países de la tierra, ¿qué sentimos?
            La respuesta está en la misma palabra, pandemia. En su etimología. En ese ‘todo’ aludido por el adjetivo griego de tres terminaciones —Oh, adolescentes clases de griego con don José Villatoro—, masculino, femenino y neutro: pas, pasa, pan. La respuesta tiene que ver con el dios Pan, del que alguna vez he hablado en este blog, con aquel ser mitad hombre, mitad cabra, lúbrico, mirón, abusón y onanista, que, oculto en la espesura, atemorizaba a quienes dormían en los bosques con misteriosos ruidos y movimientos de sombras, y los acariciaba suciamente con su mirada lasciva, hasta provocarles el deima panikón, el terror de Pan, el pánico. Esa sensación, ese intenso miedo que a veces es colectivo y contagioso, de sentirse amenazado por algo invisible. Ese miedo a caer enfermos que nos tiene encerrados en nuestras casas.
           
In a bar

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