domingo, 11 de octubre de 2020

Deseo y realidad

 

        Flanqueado por el daguerrotipo de E. A. Poe hecho en Providence (Rhode Island), en noviembre de 1848, unos días después de su intento de suicidio con láudano; por un retrato de Sigmund Freud recostado en un ornado diván, un puro en la mano izquierda, mirando serio a la cámara tras los cristales redondos de las gafas, barba como algodón; y por el busto del filósofo Arthur Schopenhauer en 1859, un año antes de su muerte, impresionante el rostro, la mirada del viejo, sus crenchas blancas como alas en busca de ideas; acompañado arriba por la famosa imagen de Antonio Machado en el café de Las Salesas, y abajo por la fotografía de una pintada callejera en los días de mayo del 68 en París —Plutôt la vie—, posa para la posteridad el poeta Luis Cernuda.

       Desde el otoño de 1931 recorría Cernuda la geografía española con las Misiones Pedagógicas, una institución creada por el gobierno republicano para llevar cultura a la España rural. Estuvo encargado primero de la gestión —creación, selección de libros, envíos— de bibliotecas para pueblos y aldeas, luego se incorporó al Museo del Pueblo, un museo ambulante con copias de grandes obras de arte conservadas en el Prado, hechas por jóvenes pintores como Juan Bonafé, Eduardo Vicente o Ramón Gaya. La fotografía de mi Mondrian está tomada el 6 de agosto de 1935 a orillas del río Sil, en Villablino (León). Sentado en una piedra redondeada, el poeta viste ajustado jersey oscuro de manga corta y cuello con solapas, pantalón claro con cordoncillo en la costura lateral y zapatillas blancas, sin calcetines. Su postura es algo artificiosa, forzada —la pierna derecha cruzada sobre la izquierda, el pie derecho, volandero, deja ver el tobillo—, las manos abiertas sobre la rodilla derecha sostienen un libro abierto, obra de nuestros clásicos, sin duda; el poeta, erguida la espalda mira hacia el libro simulando leer; el bigotito, la fina línea negra, apenas se le distingue, pero sí la raya perfecta que divide asimétricamente el cabello engominado y aplastado. La cara y los brazos bronceados por los baños, los soles y los aires libres del verano.

El primer poema de Cernuda que leí fue una traducción al francés de «Birds in the Nigth» hecha por Manuel Rubiales, nuestro profesor de Francés en la Facultad de Filosofía y Letras de Córdoba. Era un poema transgresor cuando se escribió en 1956, y lo seguía siendo en la España tardofranquista, cuando hubimos de restituirlo a su lengua original. Comenzaba entonces, o proseguía, en una ciudad como Córdoba, según veremos más adelante, la recuperación del poeta sevillano, cuyo nombre y figura eran los más desdibujados —solo el nombre y su muerte en el exilio conocía uno entonces—, de la Generación del 27, apareciendo en último lugar en la nómina del grupo, después de García Lorca, Alberti, Aleixandre, Salinas, Diego, Prados y Altolaguirre.

La crisis del petróleo, con subida galopante de los precios, el golpe de estado en Chile y la muerte de Salvador Allende, la guerra del Vietnam, Angela Davis, Patricia Hearst, las Brigadas Rojas, la Baader Meinhof, los tupamaros, los montoneros, las olimpiadas sangrientas de Munich, Londonderry, Septiembre Negro, ETA, el GRAPO, el FRAP, la contestación antifranquista y la represión policial, Carrero Blanco, la Plaza de Oriente, la ejecución de etarras, la agonía y muerte de Franco, dan idea de la temperatura social fuera y dentro de nuestro país, y explican la boga de ciertas corrientes artísticas en consonancia con las circunstancias del momento.

Tales circunstancias hicieron aflorar en España la literatura social y contestataria, la literatura comprometida, según la cual el escritor ha de ser portavoz de la mayoría silenciosa, silenciada, oprimida por el poder político y económico. Literatura de denuncia, heredera en parte de la poesía desarraigada y existencial de la posguerra. Se prefería al Blas de Otero comunista y combativo, no al poeta existencial de Redoble de conciencia y Ángel fieramente humano, que uno leía en las frágiles ediciones de Losada. Se buscaban los libros de Gabriel Celaya, especialmente los Cantos iberos, uno de cuyos poemas se convirtió en himno y norte: «La poesía es un arma cargada de futuro». Se reivindicaba y se cantaba al poeta soldado Miguel Hernández, al bueno de don Antonio Machado, por su vena jacobina y republicana, y se recitaba y representaba al Lorca más andalucista, el de los romances gitanos, Ignacio Sánchez Mejías y el cante flamenco.

En ese ambiente politizado de mediados de los setenta, entre mis 17 y mis 21 años, me encontré con aquel poema de Luis Cernuda, cuya lectura, ya en español, conmovió mis débiles cimientos personales y literarios: el poema hablaba abiertamente de la homosexualidad de sus dos protagonistas —Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron—; atacaba sin ambages la hipocresía social, resumía a la perfección la vida y obra de Verlaine y de Rimbaud, olvidado aquel, el maestro, y jaleado éste, el joven, como el no va más de la literatura —Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él en sus provincias—; y tenía un final realmente epatante:


¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.


            Y dicho, escrito, el poema en una lengua y un tono llano, coloquial, nada “poético”, que poco tenía que ver con la retórica de sus compañeros de generación. Cernuda tenía una voz distinta.

            Al cabo de unos meses conocí a Fátima —menuda, tímida, tierna sonrisa—, que llevaba siempre, abrazado al pecho o en su bolso, un ejemplar de La realidad y el deseo en aquella edición con portada de color amarillo calabaza del Fondo de Cultura Económica. Enseguida tuve curiosidad. El título me sedujo desde el principio, porque yo mismo andaba en ese conflicto, en el deseo de amar y ser amado y la realidad de mi soledad, de escribir buenos versos y no aquellas composiciones patéticas y abstrusas que acababan quemadas o en la papelera, en el deseo de viajar y la realidad de mis exiguos medios económicos, de ser un tipo sociable, simpático y locuaz en lugar del reconcentrado y tímido que era, en el deseo de sentirme a gusto conmigo y la realidad de mi carácter simple y mi sentimiento de inferioridad. Difíciles años aquellos en lo personal. De búsqueda e insatisfacción, de aparentar normalidad cuando estaba en el pozo de la confusión. Años difíciles de deseo y de realidad. El único consuelo lo encontraba en la poesía —en Trilce, en algunos sonetos de Blas de Otero, en los versos atormentados de Poeta en Nueva York, en la voz ecuménica de Walt Whitman, en Antonio y Manuel Machado, en las novelas de Juan Goytisolo—, y en los discos de Leonard Cohen, Dylan, Lou Reed, Janis Joplin, Neil Young, John Denver, las primeras grabaciones de Bruce Springsteen, jazz de Nueva Orleans, música clásica, cantautores españoles…

            Acostumbrado a los escuetos volúmenes de poesía con una sola obra, aquel libro me atraía porque recogía buena parte de la creación de un poeta, pudiendo hacer así una lectura cronológica de su obra, cosa que solo había hecho hasta entonces con Antonio Machado. El poema favorito de Fátima era «El joven marino» —marcado en mi libro por un pétalo seco—, garrulo y ampuloso, en opinión del propio Cernuda, que me sorprendió por su extensión —era el segundo poema que leía de Cernuda— y me defraudó por cierta dificultad para seguirle el hilo.  Durante unos meses leímos y hablamos lacónicamente de muchos poemas de aquel libro, hasta que por un tiempo desaparecimos uno para el otro y me quedé con las ganas de leer el libro al completo. Busqué La realidad y el deseo en las librerías de la ciudad. Quería seguir leyendo a Cernuda en aquella misma edición, pero no la encontré, y hube de conformarme con un volumen publicado en septiembre de 1975 por Seix Barral, Invitación a la poesía, que conservo todavía y que acabo de releer para estas notas. Es una antología hecha por Carlos-Peregrín Otero, profesor español que conoció a Cernuda en el verano de 1960 en Los Ángeles, cuando el poeta dio unas conferencias durante los meses de junio y julio a cargo de la Universidad de California. La selección de poemas es cuantitativamente suficiente, aunque solo en la tercera parte sigue un criterio cronológico.

Por entonces había tomado la costumbre de leer fuera de casa, y no me refiero a las bibliotecas, que las frecuentaba, sino a plazas, jardines y tabernas de la ciudad. Recuerdo haber leído Los raros y otras obras de Rubén Darío en los Jardines de la Agricultura, a Zorrilla en los del Alcázar; a Ángel González en la plaza de la Magdalena, a Ricardo Molina en la Sociedad de Plateros de San Francisco, en una de las tabernas de la calle del Reloj y en diversos parajes de la Sierra. A Cernuda lo leí más de una mañana y de una tarde en la Alameda del Obispo, un lugar bien arbolado, tranquilo y sombreado, a orillas del Guadalquivir, pasado el puente de San Rafael. De aquellos días recuerdo especialmente «Vereda del cuco», uno de sus grandes poemas, bellísima reflexión sobre el deseo y la búsqueda del amor, sobre el descubrimiento y la asunción de la propia afectividad, sobre la experiencia amorosa —el amor como instancia trascendente, fuerza motora de la vida, de la belleza, de la luz—, con símbolos como el camino (la vereda, la senda oscura), la sed, la fuente, el agua, el goce amoroso (Oh tormento divino, Oh divino deleite) y oxímoros que nos llevan a San Juan de la Cruz: silencio sonoro, soledad poblada. El poema, escrito en Cambridge durante la primavera de 1944, era una honda lección de poesía. Y de pensamiento existencial. Un poema que parecía hablar también de mí, de aquellos días juveniles de búsqueda, de soledad y de errancia por la ciudad.

Esa distancia que aseguran quienes lo trataron, que Luis Cernuda marcaba ante los demás, esa campana de la timidez y de la protección de su intimidad —aunque su poesía es verdaderamente autobiográfica—, ese retraimiento en sus relaciones sociales, se trasladan a su poesía: no todo el que se acerca a su poesía lo acepta, lo comprende y termina frecuentándolo.

Cernuda es un poeta complejo. Salvo excepciones —«Los espinos», pese a su brevedad y elaborada sencillez, es un poema perfecto, líricamente claro para cualquiera que lo lea—, su poesía no suele entregarse a la primera lectura, exige una cierta asiduidad en el trato, porque la personal sintaxis del sentimiento y del pensamiento no suelen dejar la puerta abierta de par en par, sino que hemos de empujarla con suavidad para pasar a la clara y cálida estancia donde habita el alma del poeta. Lo que nos atrapa de Cernuda no es el borbotón, el torrente impetuoso, el pellizco o el duende de García Lorca, ese puñetazo que Kafka le exigía a la buena literatura, sino el paladeo meditativo, la morosa degustación, la reflexión en calma.

Otra de las dificultades, quizá sería más apropiado hablar de características, de muchos poemas de Cernuda es su extensión, que exige un plus de concentración y de mente clara en el lector. Aunque me confieso partidario de las “distancias cortas”, de las formas poéticas breves, he de reconocer que el poeta sevillano es un consumado maestro en el poema largo, como comprobamos en «La adoración de los magos» —Lo leo cada tarde del 5 de enero desde hace años—, en «Luis de Baviera escucha Lohengrin» —¿Quién se iba a perder esa escena de la película de Visconti?— o en «Lázaro», que va más allá, o más acá, del personaje bíblico, al recoger alegóricamente la propia experiencia del poeta en su nueva vida en otro país, en otra lengua.

Cultivó Luis Cernuda los grandes temas de la poesía universal —el tiempo, el paraíso perdido, la melancolía, el paisaje, la belleza, la soledad— pero ante todo es poeta amoroso, aunque en aquellos días universitarios de mediados de los setenta, el poeta oficial del amor en la Generación del 27 era Pedro Salinas, autor de La voz a ti debida, libro de cabecera en materia amorosa de mi generación. Sin embargo, Cernuda nos conmovía también con aquellas tremendas declaraciones: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”. O con ese poema que comienza con la expresión amorosa más simple del mundo:

 Te quiero. 

Te lo he dicho con el viento,
Jugueteando como animalillo en la arena
O iracundo como órgano impetuoso;

Te lo he dicho con el sol,
Que dora desnudos cuerpos juveniles
Y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
Frentes melancólicas que sostienen el cielo,
Tristezas fugitivas;

Te lo he dicho con las plantas,
Leves criaturas transparentes
Que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,
Vida luminosa que vela un fondo de sombra;


Te lo he dicho con el miedo,
Te lo he dicho con la alegría,
Con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
Más allá de la vida,
Quiero decírtelo con la muerte;
Más allá del amor,
Quiero decírtelo con el olvido.

 ¿Qué poeta contemporáneo había hablado así del amor, con esa pasión, con tal sinceridad, con lengua tan sencilla?

En aquellos años finales de la dictadura, Cernuda era también leído en cuanto poeta de la diáspora republicana, autor de durísimos poemas críticos contra la madre patria, destruida por las desigualdades —madrastra que echa de sí a sus hijos—, y contra sus paisanos, gentes de viscerales sentimientos extremos, causantes del enfrentamiento y la ruina. Basta leer «Ser de Sansueña» o «A sus paisanos» para comprobar el rechazo y el resentimiento del poeta contra la España y los españoles de su tiempo.

Pasó uno la etapa cernudiana en su escritura, claro está, pero el resultado —el lenguaje— era demasiado evidente, y todos aquellos papeles acabaron Guadalquivir abajo camino del mar. Sí dejaron, años después, una huella permanente en la manera de entender el estilo, de usar la lengua, los poemas en prosa de Ocnos y de Variaciones sobre tema mexicano. Andaba ya uno en el empeño de sus diarios, muy fragmentarios aún, de recuperación de momentos de su infancia, y al leer el libro de Cernuda supo inmediatamente que eso era lo que buscaba: un lenguaje sencillo y literario a un tiempo, una prosa natural, sin excesos retóricos, como pronto descubrí que había ensayado Baudelaire siguiendo el ejemplo de Aloysius Bertrand en Gaspar de la noche: “¿Quién no ha soñado —se preguntaba el autor del Spleen de París en el prólogo— el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y contrastada que pudiera adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación y a los sobresaltos de la conciencia?”

En homenaje a aquellas primeras lecturas cernudianas traigo aquí, sin añadir ni quitar tilde, dos apuntes que entonces anoté a lápiz en los espacios en blanco del libro, y que tenía completamente olvidados. La primera nota aparece tras «El otoño»: “El tú cernudiano es el yo. Autor distanciado de sí mismo, como si estuviera hablando de otro que da a conocer al lector. Éste, en los momentos de su máximo embebimiento por la obra, también es el tú.

Cernuda se distancia de sí mismo para llegar al yo de cada uno de nosotros. Ese es el signo de la calidad, como Cervantes, por un él, llega a cada uno de sus lectores”.

La segunda la encuentro después de «Mañanas de verano»: “Recuerdo de los grandes descubrimientos vitales de la infancia. Recuperación de unas emociones sublimes por lo que tienen de permanentes en el hombre; el encuentro puro con la vida pura. (Cada fragmento es todo un universo de la infancia recompuesto con la precisión verbal de un prodigioso poeta de la intimidad)”.

Como joven aprendiz de poeta, e independientemente de la moda social de entonces, la lectura de Cernuda —uno de los poetas de su grupo menos leídos, o conocidos, por el gran público lector, si es que puede hablarse de esa figura— era obligada por la calidad de su obra. Había también una segunda razón: vivía en la ciudad del grupo «Cántico», que ya en 1948 había publicado tres poemas de Cernuda en la revista de su mismo nombre, y que unos años después, en el otoño de 1955, le había dedicado un número completo de la misma. Qué menos que acercarse al poeta reivindicado por los poetas de nuestra ciudad.

Desde entonces viene el trato con el poeta sevillano, que nunca deja de sorprendernos con un verso, una estrofa, un poema que habíamos leído a la ligera, o que simplemente nos conmueve y emociona cada vez que lo leemos, como «Niño muerto» o «Atardecer en la catedral».

Solitario a su pesar; viviendo siempre —salvo unos meses en que montó “casa” en la calle Viriato de Madrid— en cuartos de pensiones, de residencias universitarias, de casas de conocidos o de amigos; ninguneado en sus comienzos por Guillén y Salinas, a quien iba dedicado Perfil del Aire, y por buena parte de la crítica oficial de su tiempo; atildado en su figura y en su lenguaje, exquisito en sus maneras, apasionado cuando el amor lo encontraba, de trato difícil con unos y afable con los menos, retraído, desencantado, Luis Cernuda encarna en su obra literaria y en su biografía la imagen romántica del poeta, un ser entregado a su destino —búsqueda del amor, de la belleza—, un solitario que asume su destino errante, como afirma en «Peregrino» (Desolación de la Quimera):



¿Volver? Vuelva el que tenga,
Tras largos años, tras un largo viaje,
Cansancio del camino y la codicia
De su tierra, su casa, sus amigos,
Del amor que al regreso fiel le espere.

Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,
Sino seguir libre adelante,
Disponible por siempre, mozo o viejo,
Sin hijo que te busque, como a Ulises,
Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.

Sigue, sigue adelante y no regreses,
Fiel hasta el fin del camino y tu vida,
No eches de menos un destino más fácil,
Tus pies sobre la tierra antes no hollada,
Tus ojos frente a lo antes nunca visto.

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