miércoles, 23 de diciembre de 2020

Pérdida de aureola (XLVI)

       —¡Eh! ¿Cómo? ¿Tú aquí, mi querido amigo? ¡Tú en un mal lugar! ¡Tú, el bebedor de quintaesencias! ¡Tú, el comedor de ambrosía! La verdad es que me sorprende.

      —Amigo, conoces mi terror por los caballos y los coches. Hace un momento, cuando atravesaba el bulevar con mucha prisa, saltando en el barro, a través de ese caos móvil en que la muerte llega al galope desde todos los lados a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, ha resbalado desde mi cabeza al fango del suelo. No he tenido valor de recogerla. He considerado menos desagradable perder mis insignias que romperme los huesos. Y luego me he dicho, no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, hacer cosas malas y entregarme a la crápula, como los simples mortales. ¡Y aquí me tienes, en todo semejante a ti, como ves!

      —Al menos deberías denunciar la pérdida de esa aureola, o reclamarla en comisaría.

      ¡Por Dios, no! Me encuentro bien aquí. Solo tú me has reconocido. Además, la dignidad me aburre. Y también pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá y la ceñirá impúdicamente. ¡Qué gozada hacer feliz a alguien!¡Y sobre todo un alguien feliz que me hará reír! ¡Piensa en X, o en Z! ¿Eh? ¡Va ser divertido eso! 

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