Abierta con Napoleón III en el trono y con el todopoderoso barón Haussmann reordenando la ciudad, la calle Réaumur es toda una lección de arquitectura Segundo Imperio (1852-1870), aunque los edificios más llamativos se construyeron en la última década del siglo XIX y en la primera del XX. En el cruce con la calle Petits Carreaux nos sentamos en una terraza desde la que vemos en el muro lateral de un edificio una pintura de gran formato con Tintín y el capitán Haddock.
Estamos en el barrio del Sentier, y por eso me he acordado de aquella novela de Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla, sobre la que publiqué una reseña en «Cuarto y Mitad», suplemento del periódico municipal El Pregonero, en la Córdoba del Califa Rojo. Era un texto de disposición atrevida, pues lo compuse, y así había que leerlo, de abajo hacia arriba de la página (lectura inversa). Mientras recordaba aquellos días iconoclastas de los ochenta, observaba a un grupo de muchachos en el aparcamiento de enfrente, cómodamente retrepados en sus motos, manipulando el teléfono móvil, a la espera de un pedido de comida que entregar.
Sin saber cómo ‒caprichos de la memoria‒ me fui mucho más atrás en el tiempo, al otoño de 1911, cuando Franz Kafka hizo su segundo viaje a París y anotó en su cuaderno de viaje: “Rue de Cléry sube al cielo y cae en él”. La Réaumur y la de Cléry se cruzan dos esquinas más allá, hacia la Bolsa. La de Cléry es una calle larga, estrecha y en línea recta que sube ligeramente hasta el bulevar de Bonne Nouvelle y da la sensación de trazar un suave arco que acaba zambulléndose en el cielo.
Franz Kafka en 1910, con 27 años |
Kafka visita por primera vez París en octubre de 1910, en compañía de Max y Otto Brod. Ha cumplido ya 27 años y publicado casi una veintena de textos breves en las revistas Hyperion (Múnich) y Bohemia (Praga). A pesar de su juventud y de llevar una vida sana, que incluye gimnasia diaria, dieta vegetariana y estancias en sanatorios y balnearios naturistas, el escritor checo es un hombre de salud frágil, enfermizo, con achaques ‒dolores de cabeza, problemas estomacales, insomnio‒ y trastornos frecuentes, como se aprecia en esta carta a Max Brod: “Resulta que me han venido unos dolores reumáticos en la espalda, que bajaron luego a la zona lumbar y después a las piernas, pero entonces no se metieron en la tierra, no, sino que subieron a los brazos” (C, 18 marzo 1910, 119)1.
El cuadro clínico habitual se complica unos días antes de tomar el tren hacia París: “Hoy he de acudir a la consulta del médico a las cinco y cuarto ‒avisa en una nota de comienzos de octubre a Max Brod‒; pues sí, no conoces todos mis males (me he torcido el dedo pulgar del pie)” (C, 125). La salida de Praga estaba prevista para el 8 de septiembre, y días antes Brod recibe otra carta de su amigo: “Ya estaba estirado en el canapé con mi pierna enferma cuando recibí tu carta. La cosa no pinta muy bien, está todo muy hinchado, sobre todo el pie, pero no duele mucho. Está bien vendado y mejorará; no sé, sin embargo, si mi pierna está preparada para viajar el sábado; si el deseo de viajar es tan fuerte que consigue curar una pierna, el sábado estaré sano, créemelo…” (C, antes del 8 de octubre de 1910, p. 126).
Aquel inoportuno esguince remite pronto, los tres viajeros salen de la estación de Praga el día 8 de octubre y llegan a París al anochecer del 9, pero el infortunio persigue a Kafka: antes de una semana en la capital francesa, unos dolorosos forúnculos lo obligan a ir de urgencia en dos ocasiones a una clínica y a adelantar el regreso a Praga.
De aquellos días del otoño de 1910, sólo disponemos de dos anotaciones en su diario, una referida a la novelista George Sand ‒“Todos los franceses son comediantes; pero solo los más flojos de entre ellos hacen comedia” (D, 54)2‒, y otra sobre el funcionamiento de la claque en los teatros parisinos: “Los que dan la orden están en la platea. Para los que están cerca, ja-ja; para los hombres del gallinero, dejan caer un periódico al suelo” (D, 54). Por los diarios y las cartas de Max Brod sabemos que los tres amigos checos asistieron también a una función de marionetas y a las carreras de caballos.
En este segundo apunte, Kafka se equivoca al escribir claqueure, que no existe en francés, por claque, ese público contratado para jalear o reventar una representación teatral. No es el único error que comete en esa lengua, que ha estudiado fuera del liceo y de la universidad, aunque él se muestra muy seguro de su dominio en la solicitud de ingreso en el Instituto de Accidentes de Trabajo, cumplimentada el 20 de junio de 1908, unos días antes de cumplir 25 años: “El solicitante domina la lengua alemana y la checa tanto oralmente como por escrito, así como la francesa y, parcialmente, la inglesa” (Klaus Wagenbach, Franz Kafka. Imágenes de su vida, 128). Suponemos que esa seguridad en el dominio de la lengua francesa es fruto de la arrogancia juvenil, pero sobre todo de su frecuentación de las novelas de Gustave Flaubert, a quien admiraba y de quien se sentía pariente consanguíneo e hijo espiritual. En la biblioteca de Kafka había una antología, en alemán, de cartas de Flaubert sobre el oficio de escribir; un ejemplar, también en alemán, de Madame Bovary; otro de Las tentaciones de San Antonio, en francés, que leían juntos, en voz alta, Max Brod y él; y finalmente la que Kafka consideraba gran obra maestra de la novela moderna, La educación sentimental, que leía y releía en francés, como afirma en una carta a su novia, Felice Bauer: “L’Education sentimentale… es un libro que durante muchos años ha estado próximo a mí… cuandoquiera y dondequiera que lo abriese, me sobresaltaba y me absorbía del todo, y entonces me sentía siempre como un hijo espiritual de ese escritor, aunque pobre y torpe” (C, 239).
Quien conozca los diarios y la correspondencia de Kafka, sabrá del placer que le producía leer en voz alta textos suyos o de otros autores a su hermana Ottla, a sus amigos, al público asistente a una conferencia o presentación suya. Prueba de esa fascinación kafkiana por Flaubert y por la recreación oral de la literatura, son estas palabras dirigidas también a Felice: “De niño ‒hasta hace unos pocos años aún lo era‒ me gustaba soñar con que leía entera, en una gran sala atestada de gente, toda L’Education sentimentale sin interrupción, durante los días y noches que fueren necesarios ‒eso sí, provisto de mayor fuerza en el corazón, en la voz y en el espíritu‒ por supuesto en francés (¡ay, mi pronunciación!), hasta el punto de hacer retumbar las paredes” (C, 4-5 diciembre 1912, 303).
No dudamos de la capacidad de Kafka para el francés escrito, pero intuimos las dificultades que tendría para entender a un parisino y para hacerse entender ‒él mismo lamenta su pronunciación‒, fuera de las fórmulas de cortesía, de las simples y breves frases cruzadas entre turista y conserjes de hotel, camareros, empleados de museos o similares. Sin duda, en prevención de esas dificultades con el idioma francés en su primer viaje a París, Kafka y Max Brod recibieron en Praga clases particulares de una tal señorita Sutiloff entre el 18 de agosto y el 5 de octubre.
Aparte las dos anotaciones en su diario que ya conocemos, aquel primer viaje a París dejó escasa huella en otros lugares de la obra de Kafka. Una de ellas es la postal ilustrada ‒la gran noria de París‒ que envió a su hermana Ottla con un escueto “Con mis mejores saludos” (C, 16 octubre 1910, 126). Otra prueba de aquel viaje la escribió tres días después de su precipitado regreso a Praga, en tres tarjetas postales dirigidas a Max y Otto Brod, que aún seguían en París, a quienes les cuenta lo que se ha traído de allí: una enorme palidez, cinco nuevos abscesos en la espalda y una dolorosa erupción en la piel, que tardará días en curar, y que Kafka achaca sobre todo a la pavimentación de las calles parisinas; de allí vino también el sueño de una casa construida con coches que circulan uno pegado al otro en todas direcciones (C, 20 octubre 1910, 126).
Es extraño que tengamos tan escasos testimonios después de nueve días en París ‒del 9 al 17 de octubre‒, que sólo sepamos que los tres amigos vieron una función de marionetas, fueron a las carreras de caballos y asistieron al teatro. Hemos de suponer que los checos actuarían como cualquier turista: trotar calles y bulevares, pasear por las orillas del Sena, llegar a la torre Eiffel y al Arco del Triunfo, subir y bajar los Campos Elíseos, perderse en el Louvre, buscar restaurantes y cafés famosos, sentarse en una terraza, visitar Notre Dame y la Sainte Chapelle, cruzar la ciudad en metro, subir a Montmartre, callejear por el barrio latino, por Montparnasse y por Saint-Germain, recorrer de una punta a otra la calle Réaumur, acercarse a la plaza de la Ópera, pasar un rato en el jardín de Luxemburgo, aventurarse quizá por el canal de San Martín o por el bosque de Vincennes, contemplar la escultura de Marianne con el gorro frigio en la plaza de la República, la Columna de Julio coronada por el genio de la Libertad en la plaza de la Bastilla, adentrarse en los pasajes cubiertos, en los grandes almacenes de La Samaritaine, conocer la casa de Victor Hugo, la de Balzac, cruzar el puente de Alejandro al anochecer de regreso al hotel… En fin, patear la ciudad, constatar la grandeur, admirar edificios y perspectivas, cuadros y esculturas, observar el ajetreo cotidiano, el vuelo dorado de las hojas de los castaños, refugiarse en un café mientras llueve, sentirse ‒ellos que lo eran de nacimiento‒ un poco bohemios en la ciudad de la bohemia, evocar a los poetas, a los artistas malditos y a los benditos de esa ciudad que a todos acoge, la vieja Lutecia, la fortaleza merovingia, la ciudad de los salones ilustrados, de las pelucas empolvadas y de la guillotina, de los bistrós, de las iglesias y de los buquinistas… Sí, extraño que el complejo Franz Kafka ni siquiera mostrara la superficie de la ciudad luz. ¿Indiferencia ante aquella ciudad que tanta historia, tanta novedad y tanta belleza acumulaba? No lo creo. Me inclino, visto lo que cuenta de esta primera visita, por los problemas de salud. Franz Kafka, ya lo hemos dicho, era un hombre enfermizo: las caminatas, las pocas horas de descanso, las comidas, las acostumbradas dolencias, su escasa resistencia física, pronto le pasaron factura y no tuvo más remedio que abandonar París en derrota, como Napoleón en Waterloo.
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1. Franz Kafka, Cartas. 1900-1914. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018.
2. Franz Kafka, Diarios. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2000.
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