Léon Blum, obra de Philippe Garel . |
Nos despertamos a la misma hora. Ella se levanta, prepara
el café, desayuna, se asea, se viste, y me da un beso de buenos días y de
despedida antes de salir. Oigo el ascensor. Me levanto enseguida y tomo un café
junto a la cristalera del balcón. Vivimos en la sexta planta del edificio en
arco que cierra el lado oeste de la plaza de Aligre. Miro primero arriba, los
tejados de París. Veo las dos altas chimeneas humeantes de la RATP, la empresa
de transportes públicos de la ciudad; el hotel Courtyard, junto a la estación
de Lyon; las luces intermitentes de la torre de Montparnasse, la corona
amarilla de la torre Eiffel; veo la torre Zamansky, y detrás de ella el
Panteón; veo también, más cerca, el pináculo de la iglesia de San Antonio de
los Quince Veinte. Miro luego hacia abajo, a la plaza de Aligre, con su mercado
cubierto a un lado, su pequeña oficina en el centro y el espacio abierto para
los tenderetes al otro. Desde las cinco y media los comerciantes van preparando
sus puestos, montados con caballetes y tableros sobre los que exponen la
mercadería: verduras y frutas a lo largo de la calle Aligre, que parte en dos
la plaza, y rastrillo de primera y segunda mano en los demás.
Solemos hacer el mismo camino cuando vamos al apartamento
de Paula para cuidar de nuestra nieta, Clara, que en diciembre cumplirá cuatro
meses. Dejamos atrás la plaza y los pregones de los vendedores y caminamos hacia
la calle Charles Baudelaire, a un lado del square Trousseau, que se abre desde
la calle del Faubourg de Saint-Antoine, donde tomamos dos pasajes -La Mano de Oro y Dalléry- para aparecer en la transitada y ruidosa avenida
Ledru-Rollin, que nos conduce hasta la plaza de Léon Blum. De ella arranca en
breve y empinada cuesta arriba la calle Camille Desmoulins, que se cruza con la
de Pétion, nuestro destino. Yo lo llamo “el camino de la libertad”. En él están
evocados personajes y acontecimientos históricos que traspasaron los límites de
la ciudad y alcanzaron repercusión internacional.
El siglo XVIII está representado por tres hombres que
vivieron aquí en París la Revolución Francesa de 1789, el marqués de Aligre y
los políticos Jerôme Pétion y Camille Desmoulins. El de Aligre (París, 1727)
tenía fama de hombre íntegro e ilustrado, censuraba los impuestos abusivos y
decisiones arbitrarias del gobierno, y odiaba a los cortesanos tanto como a los
ministros reformadores. Ideológicamente fue un hombre del Antiguo Régimen, y
también un hombre con suerte, pues en 1789 se largó a Bruselas, y de allí a
Londres, donde acumuló una gran fortuna gracias a la especulación bursátil.
Murió en Brunswick en 1800.
Los otros dos hombres del XVIII representan el compromiso
con la revolución y con las ideas republicanas. Sus vidas corrieron caminos
paralelos: nacidos en provincias -Pétion en Chartres (1756), Desmoulins en Guise (1760)-, abogados los dos, pronto se dieron a conocer en los
medios políticos de la capital y fueron inicialmente destacados revolucionarios
junto a Robespierre, Danton y Marat. Jeröme Pétion fue alcalde de París y luego
presidente de la Asamblea, luchó por la erradicación de la esclavitud y defendió
la igualdad de negros y blancos. Camile Desmoulins alcanzó fama de gran orador
pese a su tartamudez y fue miembro de la Convención Nacional, desde donde
combatió los privilegios de la aristocracia y defendió el sufragio universal
masculino. Desmoulins y Pétion, que sin duda se conocieron y trataron, desde el
inicial fervor revolucionario se fueron acercando a la moderación girondina,
que los enfrentó a Robespierre y los llevó finalmente a la muerte. Camille
Desmoulins, acuñador quizá del lema republicano por excelencia -liberté,
egalité, fraternité-, fue arrestado por su apoyo a Danton, juzgado por un
tribunal revolucionario, condenado a muerte y guillotinado en la plaza de la
Revolución (actual de la Concorde) el 5 de abril de 1794. Dos meses después,
perseguido por los secuaces de Robespierre, Etienne Pétion puso fin a su vida
junto a su correligionario François Buzot, en un trigal de Saint-Magne-de-Castillon,
un pueblecito al sur de Burdeos, a donde habían huido tras la persecución
declarada contra los girondinos.
Corriendo el tiempo, Camille Desmoulins y Jerôme Pétion
volverán a encontrarse al cruzarse las calles que llevan sus nombres, y pienso
si no serán esos dos hombres de edad incierta que encuentro cada día
conversando taciturnos y quedos en la esquina del bar estanco donde entro los
martes para apostar en los euromillones. Voy cogiendo nombres y palabras
sueltas, algunas frases cortas, así que cada día que paso a su lado estoy más
cierto de que son ellos dos, que continúan una conversación iniciada 227 años
atrás. Imagino que hablan de sus vidas, truncadas tan pronto por la
intolerancia política, supongo que se reafirman en sus ideas republicanas, en
sus principios de hombres sensatos de izquierda que vieron la necesidad de
poner límites a la revolución, de no contribuir a un estado que castiga la
disidencia con la guillotina. Como
tribunos del pueblo ellos tenían la obligación de ampararlo legalmente, de
protegerlo de los ejércitos extranjeros, de los impuestos excesivos o injustos,
de las hambrunas, fuesen obra del clima o del acaparamiento y la especulación,
de proporcionarle instrucción, de atenderlo en la enfermedad, de procurar su
bienestar espiritual y su felicidad. Ese era el espíritu de la revolución, a
ello respondía la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, a ello
respondían sus discursos en la Asamblea, sus escritos en los periódicos, sus
decretos contra el esclavismo y contra los privilegios de la aristocracia.
Pero la revolución no es un flujo permanente hacia
adelante, una flecha que avanza uniforme y nunca cae. Como las mareas, las
revoluciones avanzan y retroceden. En Francia el fervor revolucionario de 1789
supuso importantísimos pasos hacia el estado republicano, hacia una sociedad
sustentada en la libertad, la justicia y la igualdad, pero pronto apareció el
fantasma del Antiguo Régimen, que se manifestó hasta 1848 en sucesivas formas
de director, cónsul, emperador y monarca de julio.
Para combatir esos momentos de regresión, son necesarios
hombres como Alexandre Ledru-Rollin, diputado radical en la Asamblea Nacional
durante 10 años, enemigo declarado de la monarquía y de la tiranía del dinero,
defensor de la libertad de prensa y de una profunda reforma social y económica,
efectiva contra la miseria del pueblo. Promocionando por toda Francia la
celebración de “banquetes” para sortear la prohibición de los mítines
políticos, Ledru-Rollin desempeñó un importante papel en la revolución de 1848,
que acabó con la caída de la Monarquía de Julio y la instauración de la II
República. Durante su breve mandato como ministro de Interior (1848) se
implantó el sufragio universal masculino.
La avenida Ledru-Rollin nos conduce hasta la plaza de
Léon Blum, otro nombre imprescindible en este camino a la libertad que
recorremos a diario. Una frase traducida de la Wikipedia me parece suficiente
indicador de su lucha política: “En 1936, seiscientos mil obreros se marchan de
vacaciones; al año siguiente son un millón ochocientos mil”. Sí, a este hombre
y a sus camaradas republicanos de izquierda, integrantes del Frente Popular,
debemos las vacaciones pagadas, la reducción de la jornada laboral a 40 horas,
los convenios colectivos y la revisiones salariales, la libertad sindical, la
entrada de las mujeres en el gobierno o la nacionalización de los
ferrocarriles, fábricas aeronáuticas y de armamento.
Se nos suele olvidar que esa larga lucha que comienza en
1789 lleva tras sí una extensa nómina de hombres y mujeres que cayeron en el
camino -ejecuciones y terrorismo de estado, cárceles, exilio-, movidos por la construcción de una sociedad más libre,
justa e igualitaria. Se nos olvida que derechos tan indiscutibles hoy como el
sufragio universal, la libertad de pensamiento o la presunción de inocencia no
han existido siempre, ni han venido de la nada.
El de la izquierda nunca ha sido camino fácil, me digo
todas estas mañanas. Y celebro la memoria de estos hombres de izquierda: el
suicida Pétion, el decapitado Desmoulins, el radical Ledru-Rollin, el
incansable Léon Blum. Y celebro también la llegada al apartamento de Paula,
donde me espera, linda, dormida en su silla balancín junto a la ventana, mi
nieta Clara.
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