Aquellos fueron unos años mágicos, así fue en verdad como los viví y como los recuerdo.
Esparragal era un lugar con ocho calles y cuarenta o cincuenta familias que vivían de las cabras y de los olivos de sierra. Tenía iglesia y párroco, maestra de niñas y maestro de niños, un bar estanco que hacía de cine de verano en el patio y de invierno en la planta de arriba; la taberna de Carrillo, que servía a veces de fonda para viajantes perdidos, y la de Antonio, frente a la plaza de la iglesia, donde estaba el teléfono público; el horno de Arturo, en la salida hacia Zagrilla; la tienda de Aurora, madre de mi amigo Serranete, y la de Francisca, la del Cortillo. También estaban el abuelo Retaco y su familia, que vivían de los serones, las mantas para la molienda, las pleitas y las sogas de esparto. A falta de conducción de agua, había una fuente con dos caños y un pilón donde abrevaban las bestias al sonido tranquilizador del silbido de su amo, y unos lavaderos detrás de la casa-cuartel, donde vivíamos seis familias de guardias civiles. El pueblo tenía también su rico, Don Casiano, su alcalde pedáneo, Juan Manuel, y sus familias pobres, la de Adelaida y Pupú, o la de María Pitaora.
El tío Antoñín era el hermano pequeño de mi padre. Ese año había venido aprovechando unos días de permiso antes de incorporarse a su primer destino como guardia civil. Con él llegaban las risas a casa, y regalos para nosotros -un saltador con los mangos de madera teñidos de rojo, una moto de hojalata azul con motor de cuerda, una muñeca que cierra y abre los ojos, una pelota para jugar al siempre bota-, incluso algún número de circo, como golpear la nariz contra la mesa, produciendo un gran ruido, pero sin lastimarse, o el de tener un cigarrillo encendido en los labios, meterlo en la boca sin tocarlo con las manos, y sacarlo de nuevo humeando entre sus labios. Era divertido, cariñoso con mi hermana y conmigo, nos contaba chascarrillos y alguna vez deseé que él fuera nuestro padre.
Aquella tarde, después de comer, salí corriendo de nuestro pabellón para anunciárselo a los otros niños del cuartel y a alguno más de fuera -¡Mi tío me va a hacer una cometa!-, entusiasmado, excitado, aun sin saber exactamente qué ni cómo era una cometa, porque no había visto ninguna. Pocos minutos bastaron para formar un coro expectante de nueve o diez chiquillos alrededor de la mesa del comedor donde mi tío había dispuesto el material necesario -papel de seda de colores, un rollo de bramante, un trozo de guita más grueso, pegamento, unas tijeras- y empezó a manipular. Maravillados, atentos, sin perder detalle vimos cómo el tío Antoñín sacó su navaja del bolsillo de pantalón, la hendió a lo largo de la caña de una escoba desechada por mi madre, y sacó dos varillas, una más corta, a las que hizo unas muescas en cada extremo, y que luego ató en forma de cruz cristiana; con otro trozo de cuerda dio varias vueltas sobre las muescas de la varilla larga, hizo un nudo y la tensó hasta el siguiente extremo, repitiendo la operación hasta tener conectados los cuatro extremos con la misma cuerda, resultando así un rombo asimétrico, con los ejes vertical y transversal de caña y los lados de bramante; extendió sobre la mesa el pliego de papel de seda blanco, colocó sobre él la estructura romboide y trazó con el lápiz el perímetro, unos dos centímetros más ancho: fue recortando con las tijeras, plegando los bordes y pegándolos con el bramante en el interior del pliegue, quedando así armado el cuerpo principal -el papel es como la vela de los barcos; ésta es la cabeza y ésta la cola-; cortó cuatro trozos más de bramante, los ató en los tres extremos de la cabeza y en el centro, y los unió todos a la altura del crucero -éstas son las bridas, para controlar la cabeza y equilibrarla cuando esté en el aire-; ya solo quedó recortar rectángulos grandes de papel de seda y enlazarlos cuidadosamente en el trozo de guita, que medía casi dos metros; finalmente ató la colorida cola al extremo de la varilla larga.
¡Vamos a volarla!
Tales palabras fueron el conjuro que nos sacó del silencio, de la especie de hipnosis en que habíamos caído mientras el tío Antoñín iba creando aquel artefacto tan hermoso. Salimos en alegre tropel detrás de él, que llevaba la cometa en una mano y la cola en la otra, alzada sobre su cabeza, para evitar que le diéramos un pisotón. En calidad de ayudante de campo, yo era portador del rollo de cordel.
Cuando todo estuvo listo me explicó cómo hacer el despegue. Él se puso de cara al viento manteniendo con sus dos manos la cometa a la altura de los hombros. Unos metros más adelante yo debería mantener la cuerda en alto y echar a correr para que la cometa tomara bien el aire y se elevara. Al primer intento, la cometa se elevó tres o cuatro metros y empezó a girar vertiginosamente sobre su eje longitudinal hasta que cayó de cabeza en el suelo.
Los innumerables intentos que siguieron no lograron mejor resultado. A la quinta o sexta caída el papel de seda se había rasgado y hubo que parchear con papel de periódico, que tampoco resistía los golpes contra el suelo. Lo demás niños también lo intentaron en vano. Nos dábamos ánimos, jaleábamos a la cometa, dábamos saltos en la carrera por si en uno de ellos remontaba, pero aquella cometa se negaba a elevarse sobre nuestras cabezas.
El tío Antoñín desapareció sin decir palabra. Entre los niños también cundió el desánimo y fueron abandonando de uno en uno con las manos en los bolsillos, aburridos, sin verle la diversión a aquel juego. Yo seguí intentándolo hasta que mi silueta empezó a recortarse sobre el cielo lívido del anochecer.
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