jueves, 24 de marzo de 2022

Si vis pacem, para pacem


Cuando un país entra en guerra, lo hace también su idioma, que de un día para otro ‒de dormir en paz a levantarse en armas‒ ve cómo irrumpe en el habla cotidiana una multitud de términos bélicos. Lamentablemente, el campo semántico de la guerra es demasiado amplio en cualquier lengua del mundo, lo cual tiene que ver, sin duda, con la facilidad del ser humano para encontrar argumentos que justifiquen el asesinato de un semejante.

Viendo el escenario dantesco que hoy son ciudades ucranianas como Mariúpol, Kiev o Járkov ‒donde llega la mano de Putin no crece la hierba‒, el penoso éxodo de millones de personas; y leyendo sobre la posibilidad de que el presidente ruso y sus siloviki acaben ‒como Slobodan Milošević, como Radovan Karadžić, como Ratko Mladić y otros extremistas serbios‒ ante la Corte Penal Internacional acusados por sus atrocidades (crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra), me he detenido en la palabra masacre.

Me ha sorprendido lo tarde que entró en nuestro DRAE. A pesar de que las matanzas masivas son una barbarie endémica en la especie humana desde la noche de los tiempos, el término ‘masacre’ ‒«matanza de personas por lo general indefensas»‒ sólo se incorporó en la vigésima edición del diccionario académico, hecha en 1984, aunque el Diccionario manual a ilustrado de la lengua española, publicado en 1927, recogía el verbo ‘masacrar’, utilizado en Chile como galicismo por ‘asesinar’ o ‘matar’, hasta que la definición se cambia en la citada edición de 1984: ‘cometer una matanza humana o asesinatos colectivos’. Hasta esas fechas, nuestro idioma se valía de sustantivos como matanza, mortandad, aniquilación, exterminio, inmolación, hecatombe, holocausto o genocidio.

Las palabras, no los conceptos, ‘masacre’ y ‘masacrar’, nos llegaron por el camino francés, que ya en el siglo XI contaba con un ‘macecre’, al que siguió un ‘marçacre’, para designar la mortandad de mucha gente, y que en el XVII también utilizaba metafóricamente el verbo ‘masacrar’ para señalar la mala ejecución de una obra ‒estropear una cosa tratándola con brutalidad‒, sentido que aún no recoge nuestro DRAE.

La familia de la palabra ‘masacre’ tiene orígenes inciertos, que se remontan a las obras de los escritores romanos Catón (De agricultura) y Plinio el Viejo (Naturalis historia), cuando explican que el agricultor puede valerse de un «malleo aut mateola» ‒un martillo o una maza‒ para ciertas labores. Esa mateola pudo ser la madre de un presunto matteuca, ‘mazo’ o arma compuesta de un palo y una bola de piedra o de hierro en un extremo, emparentado quizá con el mattiobarbulus, que lanzaba bolas de plomo al enemigo, y sin duda con el francés antiguo masse o ‘mango armado con una masa metálica con púas’. De ahí al ‘macecre’, al ‘marçacre’, al ‘machacre’ franceses, y a nuestra ‘masacre’, sólo hay unos siglos de gramática y evolución fonética.

Pero ninguna evolución mental en algunos congéneres, como demuestra Vladimir Putin, que sigue siendo un matón de barrio, un pendenciero de los callejones de Leningrado, un criminal inmune a la devastación y al dolor que provoca.


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