A veces la poesía, la belleza de la poesía, está en lo más elemental, en el solo nombrar lo que va saliendo al paso: los rosas y los azules del amanecer, las avenas locas del verano, secas, casi blancas, danzando en el primer frescor de la mañana; la gavilla de jilgueros que te precede en avanzada por un camino que serpentea entre viejas paredes de piedra, las quietas hileras de los tordos en los alambres, lo verde recién naciendo de la tierra, el viento del oeste cuando trae brumas de mar y las bandadas de estorninos danzan fugaces formas ‒sombras‒ en su honor; las mimosas cuando estallan de amarillo, los surcos abiertos para la simiente, los silbos callejeros de las golondrinas, la cabellera en llamas del sol poniente, la brisa fresca en tu rostro cuando paseas la tarde noche de julio, el tacto silencioso de la niebla y el bosque, la sierra en calma a la luz del otoño, el vuelo de las cigüeñas sobre los campos de abril, los ribetes de amapolas en caminos y veredas, la pureza de la luz, de lo blanco en las jaras y en el espino en flor, la fragancia del tomillo, la media luna del invierno con su manto de silencio y de escarcha…
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