sábado, 24 de diciembre de 2022

Pastoral (Esparragal, 24 de diciembre de 1959)

 A mi hermana Ángela

Por la mañana, el niño y su hermana han arrancado algunas matitas de hierba que crecen entre las piedras de la calle para ponerlas como verduras en el huerto y entre las peñas sobre las que se alza el castillo. Con un cascarón de huevo untado de pegamento y cubierto de paja, la madre ha hecho un almiar, sobre el que ha apoyado una escalera hecha con palillos de dientes. Con retales de colores, ha recortado también siluetas de camisas, pantalones, sábanas, y las ha pegado a un hilo como si estuvieran secándose al aire en el tendedero, otras las ha extendido sobre el musgo junto al papel de plata del río en el que nada una familia de patos. Al otro lado del puente, una casa de corcho con el tejado blanco y un pozo junto a la puerta, con su brocal, su polea y su cubeta, y unas cuantas gallinas con sus patas de alambre como picoteando la tierra. Arriba, en la montaña, ovejas, cabras y conejos. Los soldados, enormes, firmes con su lanza, su casco y su escudo, guardando la entrada de un castillo casi oculto por unas ramas de olivo; el pastor dormido de lado junto al fuego, sus compañeros comiendo migas, el ángel alado en el árbol de barro, el panadero en su horno, el carpintero con su sierra, la posada, el establo, el buey tumbado y la mula, el pesebre, la Virgen y San José, los reyes y sus pajes, el pastor con un cordero sobre los hombros, otro con un cesto de frutas a la cabeza, la mujer de túnica azul y toca blanca con una bandeja de dulces apoyada en la cadera, la tejedora con el huso y la devanadera, la borriquilla con dos haces de leña sobre sus lomos.

Ya ha caído la noche. Cuando están cenando llaman a la puerta. La madre sale a abrir y vuelve sonriente. Detrás de ella un grupo de diez o doce muchachos. Llevan chalecos de piel, de lana, de tela negra, sombreros de paja, gorras, cada uno con un instrumento, zambombas de varios tamaños, carracas y panderetas adornadas con cintas de colores. Forman semicírculo y sale al centro Sanchicos, un muchacho de catorce o quince años, que marca el ritmo con los brazos, golpeando el suelo con un pie o con otro, saltando, haciendo giros y contorsiones, sonriente, dando entrada a las voces. Almireces, sonajas, panderetas, una botella de anís. Los de la zambomba llevan colgada de la cintura, o en la mano que abraza el instrumento, una lata o una botella con agua para que la palma de la mano, húmeda y escurridiza en su punto, agarre y se deslice a un tiempo por el carrizo y saque el sonido bronco, poderoso, monocorde.

Ajeno aún al mundo religioso, el niño mira fascinado aquella maravilla. No sabe por qué esa noche cenan los cuatro juntos. Por qué papá y mamá tan sonrientes. Por qué el mantel de tela y dos velas encendidas en la mesa. Por qué tan alegre algarabía a esas horas, aquellas canciones, aquel danzar, aquella música que invitaba al gozo y a la celebración.


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