martes, 6 de junio de 2023

El más querido de mis sueños (1)

                    Agosto de 1841. Océano Atlántico, en las inmediaciones del gran Golfo de Guinea.


Aparecieron por el sur, cinco días después de que el barco dejara atrás las islas de Cabo Verde, donde habían repuesto las provisiones de agua potable. Llevaba toda la mañana observando aquellos pájaros de grandes alas blancas que aprovechaban el escaso viento, aura apenas, que soplaba desde el amanecer, para planear sin descanso. No los había visto aún posarse en el agua o en las vergas para descansar, siempre en vuelo, ingrávidos, leves, serenos como una cometa llevada y traída por suave brisa, monarcas del océano, señores del elevado reino de lo azul, sobrevolando unas veces en círculos los mástiles, dejándose llevar otras hacia la estela del barco, o hacia la proa con un movimiento imperceptible de sus alas, o cayendo como si fuesen a darse una zambullida en busca de una presa o de un resto de comida arrojado por la borda. Observando el planeo majestuoso de aquellas aves, tenía la sensación de estar oyendo una dulce sinfonía de oboes, o de unos líricos violines cuyas notas escalaban en vertiginoso ascenso desde los intervalos más graves a los más agudos, una arrebatadora y placentera melodía que inundaba su pecho de un vago anhelo de pureza, de plenitud, de elevación espiritual. Lo admiraban la gracia de los giros, la absoluta sensación de libertad, la confianza de aquellas aves en sus alas y en su cuerpo liviano, trazando en el aire el símbolo invisible de su poderío, ligeras, blancas, errantes viajeras, puro dominio del viento, puro vuelo, pura elevación, pura poesía encarnada, como las nubes, ah, como las nubes…

Salió de su embeleso al ver que el capitán subía a cubierta.

¿Qué hago yo aquí?, volvió a preguntarse.

Echar de menos París cada día, en un viaje que no lo iba a persuadir, a hacerle olvidar su decisión de ser, de vivir, como escritor, de salir de aquella casa en la que el general imponía su disciplina como si estuviera en el cuartel o en la Escuela Militar. Había probado ya el veneno de la vida artística, conocía a Balzac y a Gérard de Nerval, a Théophile Gautier, a Sainte-Beuve, a Leconte de Lisle, a Banville; no quería perder de vista el Barrio Latino, ni a sus amigos Louis Menard, Ourliac, Levavasseur, Prarond; no estaba dispuesto en absoluto a hacer carrera en la diplomacia, favorecido por el general y sus amigos, no pensaba cambiar los cafés artísticos ni las redacciones de los periódicos por un despacho de funcionario, ni abandonar las calles, las visitas al Louvre, a los talleres de artistas amigos, ni el placer de los burdeles. Nadie dictaría sus pasos, ni orientaría su porvenir, ni le haría abrazar ideas y actitudes en las que había dejado de creer. Su proyecto de vida no pasaba por la ortodoxia católica, por crear una familia burguesa y perder la vida en un trabajo de esclavo, de hombre sometido al látigo. Rechazaba el mundo disciplinado e hipócrita del general. Él seguiría el camino de los hombres que crean y que cantan, el camino de los poetas. Y ese camino solo podía recorrerlo en París. 

Recordaba la escena que lo había llevado hasta aquel barco, la discusión con el general, aunque tenía que reconocer que fue más bien una provocación. Acababa de pasar unos días en Fontainebleau con su hermanastro Alphonse, dieciséis años mayor, que tampoco entendía su rebeldía, ni sus calaveradas.

Desperdicias tu talento, que has demostrado que tienes con tus estudios de bachillerato y con tus premios, pero has elegido el camino equivocado, el de la desvergüenza y el fango, gastando lo que no tienes en los cafés, en los prostíbulos y en vestir de manera extravagante.

Aquella noche, el general ofrecía una cena de gala por su reciente nombramiento como comandante de la Escuela de Estado Mayor. Antes de la cena, había bebido ya unas cuantas copas de vino, que le calentaron la boca, la rebeldía, y el deseo de escandalizar al general y a sus invitados, compañeros de escalafón, diplomáticos y aristócratas. Sentado ya a la mesa, declaró con cinismo que no soportaba aquellas vidas que transcurrían en las puras apariencias, el espíritu servil que las presidía, la defensa a ultranza de la patria, de Dios y de las buenas costumbres. Le afea el general la conducta y las inadecuadas palabras para sus amigos.

Llevas una vida depravada y ociosa. Nunca estás en casa, tus amistades son personas corruptas, visitas los burdeles y contraes deudas que luego no puedes pagar. No te mereces la madre que tienes. ¡Eres una vergüenza para la familia!

Envalentonado por el efecto causado, pero con calma, respondió mientras se levantaba y se acercaba a él.

Señor, olvida usted mi apellido, Baudelaire, no tiene ninguna autoridad sobre mí. Me ha ofendido gravemente delante de sus amigotes, y eso merece una corrección, así que voy a tener el honor de estrangularlo…

Los acontecimientos se precipitan. Sin esperar a que se reúna el consejo de familia, que administra la herencia del hijastro, el general lo envía a Vaux, cerca de Creil, a casa del teniente coronel Dufour, mientras hace gestiones. Otro compañero de la Escuela le habla de un capitán amigo suyo, Pierre-Louis Saliz, cuyo barco zarpará en la segunda semana de junio desde Burdeos rumbo a Calcuta.

El general escribe una carta a la compañía que explota el barco —Berguin, Lalanne et Vieira—, solicitando pasaje para su hijastro, y otra dirigida al capitán, pidiéndole que trate de convencerlo para que abandone su propósito de dedicarse a la literatura. El precio del pasaje y manutención ascendió a 5.000 francos, más 500 por preparativos e imprevistos. Charles viaja en diligencia hacia Burdeos a finales de mayo y se encuentra con el capitán. Antes de salir, ha entregado sus manuscritos a su amigo Gustave Le Vavasseur.


General Jacques Aupick (1789 - 1857)


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