jueves, 22 de junio de 2023

Jugar / Vivir

Estaba leyendo unos poemas de Salvatore Quasimodo y me encontré el nombre de un juego infantil que ni los diccionarios en línea, ni el “avanzado” en papel que tengo a mano, eran capaces de traducir y explicar: el juego siciliano de la lippa. Pero enseguida salí a navegar y topé con mi infancia.

Siempre había llamado píngola a ese juego ‒no recuerdo de quién me vino el nombre, que no recoge el diccionario académico, como tampoco el de pingané‒, que aprendí con seis o siete años. Un palo ‒de olivo eran aquellos que usábamos en Esparragal‒ de poco más de medio metro y el grosor de cerrar el dedo índice con el pulgar; otro, también de olivo, de cuarta y media ‒con las manos de un niño‒, acabado en punta por los dos extremos: la tala.

Comenzaba el juego colocando los extremos de la tala sobre dos piedras, de manera que dejaran suficiente espacio debajo para meter el palo bateador, lanzar con suavidad la tala al aire y golpearla fuertemente. La distancia se medía con el bate, desde el lugar de lanzamiento hasta donde había caído la tala. No se contaban en metros, sino en varas, por así decir. Tras la salida el juego se ramificaba en diversas variantes.

De los muchos juegos de calle en mi niñez, este fue siempre mi preferido. Qué maravilloso placer ver la tala volando en elipse por los aires. Darle atinada y suavemente en uno de sus extremos en punta, que se elevara girando sobre sí misma, y golpearla hasta más allá, para acrecentar la distancia con tus oponentes. Oh, mañanas de tala. Oh, ratos felices de juego y pasión infantil.

No echo de menos aquellos juegos, aunque agradezco haberlos jugado. Si mis hijos, mis sobrinos o mis nietas siguieran jugando a la tala sí que me preocuparía, porque seguiríamos estancados en 1962. O más atrás aún, en la primera década del siglo XX, a la que remite el poema de Quasimodo.

Vivir es aprender a dejar atrás, a echar un pie detrás de otro, como la niña que recién ha aprendido a andar y mide el mundo por los pasos adelante que da por sí misma, y ya nunca vuelve a andar a gatas.

La infancia como paraíso perdido, como universo feliz de la luz y la inocencia, como auténtica y única patria, vale como motivo lírico, como asunto para una meditación elegíaca sobre el ser y la carrera del tiempo, incluso para darle ambiente realista a una novela, pero pretender que las niñas y los niños de hoy jueguen a los juegos de sus mayores es cosa de anquilosamiento mental: ¿El trompo? ¿La taba? ¿La píngola? ¿La goma? ¿Salto a piola? ¿Los alfileres? ¿Sevilla eléctrica? ¿Las casitas? ¿Carabineros? ¿Rayuela? ¿Los toreros? ¿La comba? ¿Chorizo, contri más largo más liiiso? ¿Hacer presas después de un chaparrón? ¿Al pincho? ¿A los toreros? ¿Al látigo? ¿Al corro? ¿El anillo? ¿El abejorro? ¿El escondite? ¿Balón prisionero? ¿El peloteo? ¿Tula? ¿El pañuelito? ¿El aro? ¿Los sansones?

Esos juegos son ahora piezas de museo antropológico. Se sacan a la luz en ocasiones especiales ‒en las fiestas de los pueblos, en las vacaciones de verano‒, pero habitualmente no se ve a los niños jugarlos en las calles, en los descampados o en los patios de las escuelas. Especies extinguidas, recuerdos tan solo, patrimonio común, memoria de tiempos irrepetibles.

Hacerse mayores es ir dejando esos juegos sin perder la sana pasión por jugar a vivir, que no es precisamente un juego de niños. Los juegos nos transmitían valores y actitudes que luego aplicábamos a nuestra vida, como jugar limpio, no jugársela a nadie, no llevar un doble juego, ni recurrir a los de manos o de compadres. Procurar, en fin, dar juego siempre.


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