Con las primeras lecciones sobre la historia nacional nos llegó el nombre de Viriato, un rebelde que al maestro le llenaba el pecho de orgullo por su incordiosa guerra de guerrillas contra el poderoso ejército romano que había ocupado la península. Con el nombre del pastor y caudillo lusitano, llegaron también los nombres extraños de otros pueblos que habitaban la piel de toro (túrdulos, bastetanos, celtíberos, ilergetes, oretanos, cántabros, vascones y galaicos, a quienes habían precedido fenicios, griegos y cartagineses), el mito de la fundación de Cartago (la superficie delimitada por la piel de un buey hecha finas tiras), la vileza de los tres compañeros de Viriato que pagaron su deslealtad ‒¡Roma no paga traidores!‒ viendo sus nombres escritos con letra pequeña en los tratados de los historiadores, las proezas de Indíbil y Mandonio, los elefantes de Aníbal y el sacrificio de Sagunto (Nunca esclavo puede ser el pueblo que sabe morir, era una de las frases para copiar como ejercicio de rotulación en cursivas), la fértil tierra del río Íber, la Hispania citerior y ulterior, abundante en conejos, los sabios emperadores andaluces Adriano, Trajano y Teodosio… ¡Oh maravillosa historia verdadera! ¡Oh viejos pupitres! ¡Ay, niños del franquismo, adoctrinados, manipulados y bien peinados, con miedo al maestro, a las sotanas y a los uniformes! ¡Oh infancia feliz! ¡Oh, niñez indefensa! ¡Oh, paraíso del juego y del misterio! ¡Oh tardes de mapas calcados! ¡Oh, Portugal, tú siempre serás la nariz, la frente y la barbilla de nuestro ibérico rostro!
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