miércoles, 15 de mayo de 2024

La ruta de la seda

Era por estos días mediados de mayo, cuando alguno de los amigos aparecía con la caja de zapatos sutilmente perforada donde habían empezado a eclosionar los huevos y se veían ya los primeros ejemplares, de apenas un centímetro, avanzando por el fondo de la caja. Los demás salíamos pitando para nuestras casas con la esperanza de que la caja que guardamos el verano anterior siguiera en el mismo rincón del armario. Si nuestra madre se había deshecho de ella, y de las sandalias que ya no darían otro verano, siempre había alguno que nos los daba o nos los cambiaba por cromos de la historia del arte, un tebeo o un puñado de hojas de morera frescas.

Recuerdo el asombro de ver nacer una vida, un ser que va creciendo día a día y acaba tejiendo con finísimo hilo de seda el capullo blanco, amarillo, rosado, naranja en que se envuelve a sí misma y, desapareciendo unos días de nuestra vista, aparece de nuevo en otra vida, transformada en otro ser completamente distinto, con alas imago, aunque de efímero vuelo, que a pesar de su transformación guarda el recuerdo biológico, genético, de su ser primero, en el que encarna exactamente al cabo de un año, para así continuar la rueda, el ciclo de su existencia.

Observábamos largos ratos sus idas y venidas, sus matices de color, la paulatina desaparición de los anillos negros que marcaban los distintos segmentos de su cuerpo blando y redondeado, los estigmas, las cagaditas negras y otras secreciones de fluidos, la huella de los minúsculos mordiscos en las hojas de morera.

Nos cautivaba el silencio de aquellas vidas encajadas, su laboriosidad, la inefable magia de la biología, capaz de convertir aquellos hilos en la preciada y colorida seda que yo asociaba con la misteriosa y remota China, con las películas del malvado Fu Manchú, con los exóticos mantones de Manila y los pericones que mi madre guardaba en el baúl.

El cuidado de aquellas criaturas suponía también un ejercicio, un aprendizaje, de responsabilidad: limpiar de vez en cuando la pequeña granja de cartón y procurarles alimento, hojas frescas de morera, que no siempre eran fáciles de conseguir, sobre todo en una ciudad. Aquellos invertebrados nos procuraban también aprendizaje científico, zoológico, y de precisión lingüística: anatomía, Bombyx mori, crisálida, estigmas, larva, pupa, imago, insecto, oruga…

Pero ante todo, lo que aquellos gusanos de seda nos proporcionaban era una maravillosa lección sobre la vida y la muerte, que nada tenía que ver con las explicaciones de los catecismos y predicaciones que recibíamos en la escuela y en la iglesia. Los gusanos de seda nos mostraban de forma palpable, constatable, la continuidad del vivir y, en cierta forma, la negación de la muerte, la negación del tétrico polvo eres y en polvo te convertirás. Vivir es transformarse, no hay muerte sino metamorfosis, continuo paso de un ser a otro. Por ahí va la ruta de la seda.


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