viernes, 1 de agosto de 2008

Cuento sin nicotina

Eleazar, un cura comunista –chaqueta gris de espiguilla, jersey de lana gris y pantalón gris- se presenta en casa inesperadamente. Viene en busca de un reportaje aparecido en El País semanal sobre los procesos bioquímicos de la empatía entre las personas y de lo que ocurre en nuestro cerebro cuando hacemos cosas que nos gustan. Eleazar había recién llegado al instituto. Uno de los primeros días, al verlo solo y meditativo en la sala de profesores, le dije, para buscarle conversación e ir trabando conocimiento, algo que a él no le gustó, no recuerdo qué, pero sí las buenas intenciones que llevaban mis palabras. Hoy, en un aperitivo de hermandad profesional, hemos aclarado el malentendido. En muestra de que no guardaba resto de malsentimiento contra mí, ha llamado al timbre de casa. Venía acompañado de Teresa Campoamor, teresiana profesora de francés, que se despidió en la puerta. En casa –mi padre vivía con nosotros- andábamos de zafarrancho: ventanas abiertas, muebles corridos, sillas arrinconadas, cubetas en el suelo, cuadros descolgados. Mi padre dijo que no le gustaban los curas y que lo despachara enseguida. No le hice caso y nos pusimos a buscar, Eleazar y yo, en la bolsa donde acumulábamos el papel para reciclar. No apareció el número de El País semanal; lo habríamos despachado en una saca anterior. Eleazar se despidió amablemente de María y de mí antes de marcharse hacia su casa por una larga y soleada calle en curva hacia la izquierda. En esos momentos, su aspecto ya había cambiado. Le había desaparecido la barba.
Otro sueño desnicotínico. Lo he visto todo durante la siesta.

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