miércoles, 3 de diciembre de 2008

Colocones

Sobre el techo del cobertizo del patio tamborilea con fuerza la lluvia mientras leo unos sonetos de Shakespeare. Cuando cenábamos oí en las noticias de televisión que “el más grande escritor de todos los tiempos” —así lo presentaron, como si hablaran de un saltador de pértiga o de un pionero de la aviación— era un politoxicómano que se ponía hasta el culo de marihuana y otras sustancias alucinógenas: las brillantes descripciones y las acertadas metáforas de sus libros eran el resultado de los subidones que le proporcionaban las drogas. La causa de su abundosa producción literaria era bien fácil de explicar: el consumo continuado de cannabis.

O sea, que Shakespeare era un fumeta de tomo y lomo. La locutora explicó que todo esto lo habían descubierto dos científicos después de analizar unas supuestas pipas shakesperianas mediante un sofisticado método de detección de sustancias prohibidas. Estos mismos científicos aseguran que el soneto 76 es la prueba indiscutible de que Shakespeare le daba al canuto cantidad y de que conocía con creces las alucinaciones de los paraísos artificiales.
A la vista de tal descubrimiento, Thomas de Quincey, Baudelaire y la santa compaña parnasiana, simbolista y maldita, no eran más que unos aprendices. Ahí está un adelantado a todos ellos, decadentistas trasnochados, el drogota de Stratford-on-Avon. En fin, tal como presentaron la noticia, bastó que Shakespeare se metiera en su cuerpo gentil unos cuantas pipas de hachís para que agarrara la pluma y le endilgara a la posteridad El rey Lear.
— No está mal el asunto —dirán los viciosos de turno—. Voy a meterme un poco de farlopa a ver si en un par de ratos dejo listo un novelón sobre la guerra del Golfo que dejará a Tolstoi a la altura de un principiante.

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