Anochecer de primeros de verano.
Azul limpio en el cielo, con una franja más clara sobre la línea del horizonte.
Sombría, grisácea ya la sierra a mi izquierda. Oscuras las siluetas de los
olivos y de los almendros que trepan ladera arriba. Acabamos de salir de
Zagrilla Baja, donde mi padre ha echado una partida de billar. Vamos en la Isso
azul, despacio, por la carretera empedrada y estrecha que nos lleva a Esparragal.
Voy en el asiento de atrás, agarrado a la correa del asiento, mirando los
olivares y los montes que quedan a mi derecha.
La veo caer desde muy arriba,
casi a la altura de nuestras cabezas. Una bola de fuego blanco con una larguísima
cola chisporroteante. No es como otras estrellas fugaces. La que estoy viendo
deja una estela blanca, fulgurante. No sé cuánto tiempo transcurre, pero la veo
caer sin prisa, majestuosa, dibujando una suave curva hasta perderse por la
parte de Las Angosturas. Absorto, la cabeza vuelta hacia aquel azul que se va
oscureciendo por momentos, brillándome aún en los ojos abiertos del asombro el
fulgor de la luz, no me doy cuenta de que mi padre ha parado la moto, se ha
bajado de ella y me repite cada vez más nervioso una palabra que nunca he
escuchado:
—¡Apéate! ¡Apéate!
Miro a mi padre, que no me da
tiempo a preguntarle qué quiere decir, y a la tercera me grita ya sin
contemplaciones, pero sigo sin entenderlo, y permanezco en el asiento, turbado
aún por el inesperado y hermoso espectáculo que acabo de ver en el cielo.
—¡Que te bajes, coño!— me agarra
del brazo y me zarandea, y entonces pongo los pies en tierra.
Completamente alborotado, mi
padre equilibra la moto en el caballete y me advierte:
—¡Quédate aquí!— y cruza
corriendo la carretera llevándose la mano a la cintura. Lo veo sacar la pistola
de la funda mientras trepa corriendo por la falda pedregosa del monte.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Guardia Civil!—
y suenan secas, como de juguete, dos detonaciones.
Entre las sombras de los olivos,
un hombre con gorra y chaquetilla campesina se vuelve hacia mi padre y levanta
las manos a la altura de los hombros. Los veo hablar unos minutos. Mi padre
acaba enfundando la pistola y bajando a la carretera, el hombre sigue su
camino.
Cuando llega a donde estoy le pregunto:
un preso se ha escapado y merodea por aquellos lugares, pero no es el hombre al
que le ha dado el alto, lo conoce de Zagrilla Alta, iba a ver si le había
parido una de las cabras que tiene en el aprisco, un poco más arriba. Mientras
arranca la moto y nos ponemos en marcha, le explico lo que he visto, pero él
iba mirando al otro lado, pendiente del hombre, que le pareció sospechoso a
esas horas en mitad de la sierra.
El ronroneo del motor se pierde carretera
adelante. Cuando llegamos a casa ya es noche cerrada.
Nunca, de niño o de mayor, volví
a hablar con mi padre de aquella bola de fuego que surcó el cielo limpio del anochecer
de junio. Quizá porque nunca acerté a explicar las emociones tan dispares que
pude sentir en unos minutos: el desconcierto al oír el apéate, apéate de
mi padre, al principio creí que estaba haciendo un chiste, una broma que no
entendía; el miedo cuando llegó a los gritos; el embeleso, la fascinación, la
magia de aquella luz que pareció lucir solo para mí; la alarma al ver a mi
padre sacar la pistola, los disparos; la incertidumbre sobre aquel hombre que
parecía esconderse; la confusión, en fin, de un niño que ve caer un meteorito
—todavía no había aprendido esa palabra en la escuela—, que oye por primera vez
una palabra —todavía no había hecho la asociación entre apearse y pie—, que ve a
su padre correr tras un sospechoso, darle alto y pegar dos tiros al aire.
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