martes, 8 de agosto de 2017

Pendiente de un hilo



En  los rincones más inaccesibles de los techos, en los troncos de los árboles viejos, en los intersticios de las paredes de piedra, tendida entre los flexibles tallos de los juncos, en los setos de los jardines abandonados, entre unos cardos secos, en las cunetas del verano, disimulada entre la hojarasca, o bien visible, perlada por el rocío de la mañana, ella labora incansable su hilo de plata.
     Y mientras labra, recuerda nostálgica, dolida aún -por siempre lo estará, y eso añade más pesadumbre a su aflicción-, sus días de gloria y juventud, cuando la fama de su arte llegó a Éfeso, a Esmirna, a Mileto, y voló al otro lado del mar, hasta Atenas y Corinto, y las mujeres de los jerarcas, y las mismísimas ninfas del Pactolo, acudían a su taller para verla manejar el telar y crear bellísimas figuras con los mil matices de colores del arcoiris.
     ¿Egolatría? ¿Desatinado narcisismo? ¿Insensata soberbia? ¿El discípulo que supera al maestro? No, algo de ingenua arrogancia pudo haber en su conducta, pero los hechos probaron la verdad de sus palabras. ¿Arrepentida? Tampoco. Simplemente asumida con dolor infinito la injusta y desorbitada sentencia, resignada a la ejemplaridad de su caso.
     No fábula milesia, sino lamentable cuento doctrinal es la historia de esta mujer, dechado, modélico relato para la posteridad. Otra manera, en fin, de hablar de lo que somos: sueño y existencia, deseo y realidad.

***

     Huérfana de madre en la niñez, Aracne fue educada por su padre, Idmón, un tintorero de la ciudad de Colofón, que le enseñó todos los saberes del oficio. En la voz de su padre aprendió la joven a tratar con los marineros que transportaban los múrices vivos y frescos desde Tiro -distinguía los que daban la púrpura roja de los que la proporcionaban del color de los jacintos, la púrpura violácea, la más apreciada-, y a entenderse con los traficantes persas de hilos y sedas. Observando a los viejos trabajadores de la factoría adquirió su misma habilidad para separar la glándula purpúrea de los múrices, triturarla, disolverla en agua y cubrirla de sal durante tres días, antes de pasar la mezcla a los calderos para hervirla a fuego lento durante dos semanas; aprendió a lavar la lana con la hierba saponaria, que la desgrasaba y le desprendía el mal olor, a cardar los vellones y meter los paños en las piletas para entintarlos, ordenarlos, perfumarlos con espliego y conservarlos en los almacenes.
     Pero el de tintorero, por muy buena reputación que tuviera su padre, era oficio sucio y sospechoso, que acababa tiñendo la piel y el espíritu de quienes ejercían un arte de impíos y de falsarios, que se atrevían a desafiar a los dioses trastocando los verdaderos colores de las criaturas, como clamaba Basílides Fluareo, viejo y resabiado capataz de Idmón, cada vez que se emborrachaba en alguna de las tabernas del puerto. Y Aracne convenció a su padre, que le compró una espaciosa y soleada casa en la cercana Hipepa, en la falda del escarpado Templo, donde se estableció como tejedora y bordadora.
     Conocedora de las mil y una hilaturas existentes y de los tejidos más delicados, las prendas que salían del taller de Hipepa pronto alcanzaron fama en toda la costa mediterránea, y las esposas, hijas y amantes de los hombres ricos y poderosos iban para comprar vestidos, paños y bordados, y de paso admirar su trabajo en los telares -preparar las vedijas en la rueca y sacar los hilos con el huso, tensar la urdimbre, pasar la puntiaguda lanzadera por la trama, aplicar el peine-, ejecutado con tal rapidez, precisión y maestría, que parecía que Aracne tuviera ocho manos.
     La ignorancia, la envidia y la superchería comenzaron a difundir el rumor nada inocente: la inaudita calidad de los brocados de Aracne, la permanencia de los tintes en sus paños, la extraordinaria viveza de las figuras en sus tapices y bordados, la delicadísima transición de unos colores a otros, no parecían obra de una simple mortal. La imaginación popular añadió el resto: la joven Aracne se lo debía todo a Palas Atenea, la divina protectora del gremio de hilanderas y bordadoras. Aracne lo tomaba al principio como exagerado halago a sus trabajos, pero terminó molestándole que nadie creyera en lo innato de sus habilidades ni en las horas innúmeras de aprendizaje al lado de su padre, junto a los trabajadores de la tintorería, con las hilanderas de la factoría de Colofón, entre las que había dos hábiles esclavas persas compradas por Idmón a un mercader de la remota ciudad de Jotán. No entendía Aracne que todo lo extraordinario fuese obra de los inmortales, que todo lo que nos ocurría, bueno o malo, fuese divino premio o castigo, que los hilos de la vida estuviesen en manos de unos dioses movidos por las mismas pasiones que los hombres. No, no había nada mágico, sobrenatural, en su trabajo, solo horas, horas y horas de aprendizaje, de práctica, de pura técnica y cultivada sensibilidad.
     Por eso estalló el día en que la hija de un alto magistrado de Esmirna llegó a Hipepa a completar su ajuar. Mientras admiraba la finísima labor de un paño en que se había bordado la metamorfosis de Dafne en laurel, la joven casadera preguntó a Aracne si en verdad Atenea había sido su maestra y la había instruido en los arcanos del oficio. Aracne ya no pudo sufrirlo más y negó alterada que su habilidad fuese producto de la intercesión divina, y como la marea fue creciendo su enojo, y profería palabras ofensivas para la diosa, y en lo más crecido de su ira llegó a desafiarla y la retó a una competición en la que quedaría bien probado para siempre que la hija de Idmón la aventajaba con los hilos.
     No tardó Atenea en aparecer por el taller. Lo hizo en la forma de una anciana que le aconsejó a la joven respeto por el conocimiento que dan las canas, modestia para juzgarse a sí misma, que reconociera la superioridad de la diosa y que le pidiera perdón. Aracne insultó a la vieja y la despidió con cajas destempladas. En ese momento, y ante el pasmo de las presentes, la anciana dejó ver quién era en realidad y anunció con toda solemnidad que allí mismo y ya comenzaba la textil competición.

***

     La labor de Atenea presentaba agrupados en el centro del tapiz a los doce dioses mayores del Olimpo -Zeus, Hera, Poseidón, Afrodita, Ares, Hermes, Apolo, Artemisa, Necesito, Deméter, Bestia y la propia Atenea- en todo su esplendor y majestad. Las cuatro esquinas de la tela las reservó la diosa para hilar otras tantas historias de humanos que pretendieron igualarse a los dioses: allí estaban los fatuos Ródope y Hemo, reyes de Tracia, que se hicieron adorar por sus súbditos con los nombres de Hera y Zeus, y por ello fueron transformados en montañas; allí estaba Gerana, reina de los pigmeos, cuyo engreimiento la llevó a proclamarse más hermosa que Afrodita y acabó convertida en grulla; allí la presumida Antígona, no la famosa madre de Edipo, sino la hermana de Príamo, rey de Troya, la cual decía que su larga cabellera aventajaba en hermosura a la de Hera, que no tuvo otra reacción que convertirle los cabellos en vivas culebras; y allí también las desgraciadas hijas de Cíniras, legendario rey de Chipre: las tres de su primer matrimonio -Orsédice, Laógora y Bresia-, convertidas en prostitutas que se ofrecían a los extranjeros que arribaban a la isla; Esmirna, la de su segunda esposa, hechizada para que sintiera irrefrenable pasión incestuosa por su propio padre, al que una noche emborrachó y metió en el lecho, llegando a consumar el nefando acto, y todo porque esta segunda esposa de Cíniras, la arrogante Cencreide, afirmaba que su hija Esmirna era más bella que la bella Afrodita. Ah, terribles castigos de los dioses.


***

     La vivacidad y delicadeza de las figuras, la riquísima gama de colores, la pulcritud de la labor y la oportunidad de las ejemplares historias labradas por Atenea parecían imposibles de igualar, pero la bellísima labor de Aracne superaba con creces la de la diosa. Consciente de que no solo estaba en juego su prestigio como tejedora, la hija de Idmón tejió en su tela a Zeus convertido en toro para poseer a Europa, en águila para lograr a Asterie, en cisne para seducir a Leda, en sátiro para penetrar a Antíope, en lluvia de oro para adentrarse en Dánae; representó también a Poseidón transformado en novillo para montar a la doncella Arne, en carnero para fecundar a Teófane, en caballo para preñar a Medusa, en delfín para tomar a Melanto. Y así hasta 22 escenas que eran cargos contra los dioses, en opinión de Ovidio, pues recurrían los inmortales al engaño y a la trampa y aparecían en situaciones escandalosas. 
     Ninguna de las mujeres que ha asistido a la competición tiene dudas. Ni siquiera Atenea, que reacciona iracunda, cuelga los telares, rasga con una daga la labor de Aracne en pequeños retales y golpea a la muchacha varias veces en la cabeza con la lanzadera. Desolada, humillada, aterrada por tal violencia, Aracne corre hacia la habitación más interior de la casa, donde se almacenaban protegidos de la luz los paños y las madejas, toma un grueso cordón de seda blanca trenzado con miles de hilos de seda y hace una lazada. Ata el otro extremo a un clavo de la pared, pasa el cordón sobre una viga de madera que cruza de parte a parte la habitación, se sube a un arca donde guardaba las madejas de hilo de oro y de plata, ajusta la lazada a su cuello y salta hacia abajo para acabar con su vida. En ese instante la encuentra Atenea.
     -No te lamentes, Aracne. No morirás aún. Tú y toda tu estirpe colgaréis de por vida de un hilo de seda. Tú arrogancia ha sido tu perdición.
     Y diciendo estas palabras roció el cordón con unas gotas de acónito y en un parpadeo quedó Aracne en araña y desde entonces a acá, y colorín colorado este ovillo se ha ovillado.

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