Érase una vez la gran asamblea de las Hadas
para proceder al reparto de los dones entre los recién nacidos llegados a la
vida en las últimas 24 horas.
Todas
aquellas antiguas y caprichosas Hermanas del Destino, todas aquellas extrañas
Madres de la alegría y del dolor eran muy diferentes entre sí: unas tenían el
aire sombrío y malhumorado; otras, aspecto alocado y malintencionado; estas, jóvenes
que habían sido siempre jóvenes; aquellas, viejas que habían sido siempre viejas.
Todos
los padres que creen en las Hadas habían acudido, cada uno con su recién nacido
en brazos.
Los
Dones, las Facultades, las buenas Suertes, las Circunstancias invencibles se
acumulaban junto al tribunal como los premios en el estrado para su reparto. La
única particularidad es que los Dones no eran la recompensa por un esfuerzo,
sino al contrario, una gracia a quien no había vivido aún, una gracia que podía
determinar su destino y convertirse tanto
en la fuente de su desgracia como en la de su dicha.
Las
pobres hadas estaban muy atareadas, pues la multitud de los solicitantes era
grande y el mundo intermediario, situado entre el hombre y Dios, está sometido
como nosotros a la terrible ley del Tiempo y de su infinita posteridad: los Días,
las Horas, los Minutos, los Segundos.
Ciertamente,
las hadas estaban tan azoradas como un ministro en día de audiencia, o como
los empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza los
desempeños gratis. Creo incluso que ellas miraban de vez en cuando las agujas
del reloj con tanta impaciencia como jueces humanos que tras toda la mañana de
sesiones no pueden evitar soñar con la cena, con la familia, con sus queridas
pantuflas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y de
casualidad, no nos extrañe que ocurra lo mismo en la justicia humana. En ese
caso, nosotros seríamos jueces injustos.
También
hubo aquel día algunas meteduras de pata que podrían considerarse raras si la
prudencia, más que el capricho, fuese el carácter distintivo, eterno, de las
Hadas.
Así,
el poder de atraer magnéticamente la fortuna fue adjudicado al heredero único
de una familia muy rica, que, sin estar dotado de sentido alguno de la caridad
ni de codicia alguna por los bienes más visibles de la vida, debía encontrarse
más tarde prodigiosamente cargado de millones.
Así,
fueron concedidos el amor por la Belleza y el Poder de la poesía al hijo de un
pobre patán, picapedrero de oficio, que no podía de ninguna manera ayudar a sus
facultades, ni mitigar las necesidades de su deplorable progenitura.
Se
me olvidaba decir que el reparto, en estas ocasiones solemnes, es sin apelación,
y ningún don puede ser rechazado.
Se
levantaban ya todas las Hadas, creyendo cumplida su tarea, pues no quedaba ningún
regalo, ninguna dádiva que arrojar a aquella morralla humana, cuando un buen
hombre, un pobre comerciantillo, creo, se levantó y, agarrando por su vaporoso
vestido multicolor al Hada que tenía más cerca, gritó:
—¡Eh! ¡Señora! ¡Se olvida de nosotros! ¡Todavía
queda mi pequeño! No quiero haber venido para nada.
El
hada podía verse en un aprieto, pues no quedaba nada más. Sin embargo, se acordó
a tiempo de una ley bien conocida aunque raramente aplicada en el mundo
sobrenatural habitado por esas deidades impalpables, amigas del hombre y a
menudo comprometidas a adaptarse a sus pasiones, como las Hadas, los Gnomos,
las Salamandras, las Sílfides, los Silfos, las Nixas, los Ondinos y las Ondinas,
—os hablo de la ley que concede a las Hadas, en un caso parecido a este, es
decir, si se han acabado los lotes, la facultad de conceder uno más,
suplementario y excepcional, siempre que tenga imaginación para crearlo al
instante.
Así
pues, la buena Hada respondió con aplomo digno de su rango
—Concedo a tu hijo … le concedo … ¡el Don de
agradar!
—Pero ¿agradar cómo?, ¿agradar?, ¿agradar por
qué? —preguntó obstinado el tenderillo, que era sin duda uno de esos
razonadores tan comunes incapaz de elevarse hasta la lógica del Absurdo.
—¡Por que sí! ¡Porque sí! —replicó irritada el
Hada, volviéndole la espalda; y alcanzando el cortejo de sus compañeras, les
decía: ¿Qué os parece este francesito vanidoso que quiere comprenderlo todo y
que, habiendo obtenido para su hijo el mejor de los lotes, se atreve todavía a
preguntar y discutir lo indiscutible?