Es uno de los tesoros de mi
biblioteca: un veterano de mil lecturas con cinco cicatrices de graves heridas
mal cosidas en un hospital de campaña: un volumen de 450 páginas de la
colección «Libro clásico» —Dícese del
autor o de la obra que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier
literatura o arte, se lee en la contraportada— de la editorial Bruguera (Barcelona,
Bogotá, Buenos Aires, Caracas, México, oh hermanas Americanas), por el que
pagué 50 pesetas en la primavera de 1973: mi primer curso en el antiguo palacio
—llegué a conocerlo como Hospital de Agudos— del cardenal Pedro de Salazar
Gutiérrez de Toledo, en Córdoba la llana.
En las librerías de viejo
virtuales lo ofrecen hoy, usado, por 1 euro. Ya era un libro barato cuando lo
compré, encuadernado a la americana, como aprendí entonces, es decir, sin
cuadernillos cosidos, sino con las hojas encoladas en el lomo y va que chuta.
En estos libros el tiempo no pasa en balde: la cola pierde elasticidad y
adhesividad, y las hojas acaban desprendiéndose del lomo, así que tiene uno que
recurrir al apósito improvisado para que el libro no se convierta en
imbarajable baraja. Tras las pertinentes curas de urgencia, las 225 hojas están
visiblemente fracturadas en cinco grupos irregulares unidos por tiras encoladas
de papel.
El tiempo también le ha robado
prestancia al papel, y lo que antaño era brillante y juncal hoja blanca, suave
al tacto, es hoy como frágil oblea, quebradiza y áspera a las yemas de los
dedos, aunque haya ganado en matices aromáticos y en lugar de a lejía, si
abrimos el libro con delicadeza en ángulo no mayor de 90 grados y hundimos en
él la nariz nos sorprende un remoto olor a vainilla.
Al deterioro físico, propio de su
edad y circunstancias, acompaña el subrayado a lápiz y las llamadas de diverso
tipo e intención a lo largo de los años: ideas estéticas del autor, domicilios
en París, fechas de publicación de obras, comentarios o reflexiones sobre un
texto, simples equis para indicar preferencia, apuntaciones sobre la métrica,
en fin, ese palimpsesto producto de las múltiples lecturas desde aquella
primavera del 73.
El libro en cuestión es Las flores del mal, de Charles
Baudelaire, que incluye también Los
paraísos artificiales y El spleen de
París, además de una didáctica introducción a las obras, una cronología y
una imprescindible bibliografía. Recuerdo haberlo leído de un tirón, quiero
decir completo en muy pocos días, recién comprado; pero sobre todo recuerdo
haber vuelto muchas veces a él, a sus «Correspondances», a su dedicatoria al
lector —Hypocrite lecteur, mon semblable,
mon frère—, al poema dedicado a una carroña, a su viaje a Citerea, a sus
«Mujeres condenadas», a sus letanías de Satán, a sus escritos sobre el hachís,
sobre el vino, a sus poemas en prosa… Llevamos juntos 46 años. Toda una vida.
Ahora, por delicadeza, para que
descanse después de tantos años, y para evitar el crujido fatal de una nueva
fractura, apenas lo abro ya. Desde hace unos años leo a Baudelaire en la
edición de La Pléiade. Nada que ver con la de Bruguera.
¿Qué nos ha mantenido juntos todo
este tiempo? Lo novedoso de su poesía, desde luego. Baudelaire, como escribió
Luis Cernuda, “es el primer poeta moderno, el primer poeta que tuvo la vida
moderna”. Cuando las máquinas multiplican la producción y las ganancias de la
burguesía, cuando las torres de hornos y fábricas se elevan como faros y los
arrabales de las ciudades se convierten en barrios obreros, sucios, humosos y
malolientes, cuando los transportes terrestres y marítimos se adaptan al vapor,
cuando Karl Marx y Friedrich Engels muestran las bases del materialismo histórico,
cuando la realidad empieza a fijarse en imágenes fotográficas, cuando el nuevo
urbanismo transforma y embellece las grandes ciudades, alzando soberbios
edificios, trazando amplias avenidas y bulevares, cuando el artista deja de ser
un protegido de la nobleza, del mecenas, y se convierte en un asalariado, que
cobra por su trabajo, a tanto el artículo, a tanto el libro, aparece
Baudelaire, un auténtico romántico, para dejar constancia de toda la belleza y
de toda la fealdad que guarda ese nuevo mundo, de todo el bien (éxtasis,
placer, voluptuosidad) y de todo el mal (abismo, pecado, remordimiento) que el
individuo puede experimentar en él.
Nunca he querido ser como
Baudelaire, aunque en momentos puntuales de mi vida me interesé vivamente por
su malditismo, por su imagen de dandy,
sin un duro, y por su frecuentación de los paraísos artificiales. Pero
superados esos momentos de fervor juvenil por la rebeldía, volví a su
literatura, al grandísimo poeta que encuentra la belleza en el otro lado, en lo
prohibido, en lo oscuro, en lo marginado.
Baudelaire abrió el camino de la
poesía moderna. Sin él, los poetas de hoy no escribirían como lo hacen. No
habría habido escuela parnasiana, ni poetas simbolistas, ni Rubén Darío,
Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez o los Machado, habrían escrito como
escribieron. Baudelaire es la puerta que comunica el romanticismo y toda la
tradición poética anterior con la modernidad.
Para celebrar el centésimo
nonagésimo octavo año de su nacimiento, he sacado del estante el viejo ejemplar
de Bruguera, he reconocido el olor de la vainilla y he leído en voz alta unos
versos de su poema «El cisne», dedicado a Víctor Hugo. Después de volverlo a su
lugar he pensado que me gustaría, cuando yo ya no esté aquí, que alguien repitiera
de vez en cuando el gesto, el discreto homenaje, para que durante un rato
vuelva a aletear por la habitación el espíritu del poeta.
Y la parte de mí que hay en ese
libro.