martes, 23 de julio de 2019

El contexto de las guerras


Mi primera lección sobre la guerra la recibí de mi madre cuando la oí cantar aquellos célebres tanguillos de Cádiz una mañana de Esparragal en que ella andaba de limpieza casera: Napoleón Bonaparte, Pepe Botella, los franceses traicioneros, el 2 de Mayo, Bailén, el nacionalismo, Agustina de Aragón, Daoíz y Velarde, el asedio a la tasita de plata, los carnavales, Lola la Piconera, aquella ilustración de la enciclopedia Álvarez con el laurel victorioso, la bandera patria ondeando airosa con fondo de ruinas de guerra y sol naciente, y un bicornio ensartado por un sable…
—Mamá, ¿qué son tirabuzones?... ¿y gabachos?

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En febrero de 1968 cumplí doce años. Hice el segundo curso de bachillerato en Pozoblanco y en octubre destinaron a mi padre a Córdoba, así que al empezar tercero hubo que recurrir a la matrícula viva e inscribirme en el instituto Séneca, donde acabé el curso en junio del 69 con notas aceptables. Años raros: traslados de un pueblo a otro (pantano del Bembézar, Gibraleón, Córdoba, Pozoblanco), llantos al despedirme de los amigos (Currito, El Pocho, Paco Bautista, Rafalín Ortiz) cambios de profesores, de calles, de paisajes, de palabras —en un sitio nos combinábamos la pelota jugando a fútbol, en otro nos la cambiábamos; aquí jugábamos al salto a piola, en el Campo de la Verdad a Sevilla eléctrica—, inestabilidad emocional, y las hormonas disparadas, enredando, confundiendo, transformando…
Fuera de mí, en España, en el mundo, también había cambios: el mayo de París, la primavera de Praga, la guerra de Vietnam, la guerra fría, el Benelux, la carrera espacial, el programa «Apolo» de la NASA y los lanzamientos retransmitidos desde Cabo Cañaveral, el La, la la de Joan Manuel Serrat y el de Massiel… Iba uno buscando identidad, masturbándose y arrepintiéndose, transformándosele el cuerpo, mirándose el bozo en el espejo, el vello en la barbilla, en las piernas. Tenía tiempo también para leer: una novela del médico surafricano Christian Barnard sobre su primer trasplante de corazón; artículos y reportajes sobre el black power en la revista Reader’s Digest que coleccionaba mi tío Anselmo, el diabólico millonario Gog, de Giovanni Papini, Los curas comunistas, El alma se apaga, El mono desnudo, El miedo a la libertad… los primeros ejemplares de Astérix y novelas del oeste en las siestas calientes del verano. Una de las imágenes nítidas de aquel 1968 pertenece a las olimpiadas de México: los atletas negros Tommie Smith y John Carlos en el podio tras la carrera de 200 metros, en la que resultaron primero y tercero, un brazo al cielo, la mano cerrada en puño con un guante negro, la cabeza hacia abajo en señal de respeto mientras sonaba el himno nacional de Estados Unidos… Ah, qué gozada, qué fuerza, qué justicia la que reclamaban. Otra de las imágenes de aquellas olimpiadas recoge el momento en que Dick Fosbury sorprende al mundo con su salto de espaldas sobre la barra de altura… Qué maravilla. De ambas escenas tenía fotografías que había recortado de revistas y que adornaban uno de mis cuadernos de clase. Otra de las fotografías era precisamente la de la ejecución sumaria del vietcong. Un estremecimiento cada vez que la miraba.

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No tenía uno edad de andar en manifestaciones ni asambleas, pero sacando hilos por aquí y por allí iba formándome una idea de dónde vivía y con quién me identificaba. Era lo mismo que me pasaba en el cine con las películas de indios y vaqueros. Muy pronto comprendí que los indios eran los expulsados y estuve de su parte. Igual me pasó con los negros estadounidenses, y luego con los surafricanos, antes de saber quién era Nelson Mandela, con los estudiantes parisinos y con los de Praga, que se subían a los tanques y preferían las flores a las armas, con los vietnamitas de Ho Chi Minh, con los alemanes que se arriesgaban a pasar al otro lado del muro, con los obreros que una vez me encontré en apretada marcha a la caída de la noche calle Marcelo arriba gritando como una sola voz recia ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! El cacao mental de un adolescente que está solo para reconocerse y ubicarse.
            Luego llegamos a Macondo, tocamos por primera vez el hielo, nos arrebató el mágico olor de Remedios la bella, y vimos llover flores amarillas cuando murió José Arcadio Buendía, conocimos a Ricardo Arana y al teniente Gamboa, descubrimos los cronopios y las famas, mientras esperábamos la muerte del dictador. Cantábamos canciones de Aguaviva, de Jarcha, de Paco Ibáñez en las plazuelas, en el Patio de los Naranjos y en las estancias en penumbra de las tabernas, escuchábamos a Serrat y a Mari Trini, a Moustaki, a Brassens, a Brel y a Leonard Cohen… y empezábamos a conocer historias de la España peregrina y republicana.
A punto de alcanzar la libertad y echarnos a volar.


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