Mi primera lección sobre la guerra
la recibí de mi madre cuando la oí cantar aquellos célebres tanguillos de Cádiz
una mañana de Esparragal en que ella andaba de limpieza casera: Napoleón
Bonaparte, Pepe Botella, los franceses traicioneros, el 2 de Mayo, Bailén, el
nacionalismo, Agustina de Aragón, Daoíz y Velarde, el asedio a la tasita de plata, los carnavales, Lola la Piconera, aquella ilustración de
la enciclopedia Álvarez con el laurel victorioso, la bandera patria ondeando
airosa con fondo de ruinas de guerra y sol naciente, y un bicornio ensartado por
un sable…
—Mamá, ¿qué son tirabuzones?... ¿y
gabachos?
*
En febrero de 1968 cumplí doce
años. Hice el segundo curso de bachillerato en Pozoblanco y en octubre
destinaron a mi padre a Córdoba, así que al empezar tercero hubo que recurrir a
la matrícula viva e inscribirme en el instituto Séneca, donde acabé el curso
en junio del 69 con notas aceptables. Años raros: traslados de un pueblo a otro
(pantano del Bembézar, Gibraleón, Córdoba, Pozoblanco), llantos al despedirme
de los amigos (Currito, El Pocho, Paco Bautista, Rafalín Ortiz) cambios de
profesores, de calles, de paisajes, de palabras —en un sitio nos combinábamos la pelota jugando a fútbol,
en otro nos la cambiábamos; aquí
jugábamos al salto a piola, en el
Campo de la Verdad a Sevilla eléctrica—,
inestabilidad emocional, y las hormonas disparadas, enredando, confundiendo,
transformando…
Fuera de mí, en España, en el
mundo, también había cambios: el mayo de París, la primavera de Praga, la
guerra de Vietnam, la guerra fría, el Benelux, la carrera espacial, el programa
«Apolo» de la NASA y los lanzamientos retransmitidos desde Cabo Cañaveral, el La, la la de Joan Manuel Serrat y el de
Massiel… Iba uno buscando identidad, masturbándose y arrepintiéndose,
transformándosele el cuerpo, mirándose el bozo en el espejo, el vello en la
barbilla, en las piernas. Tenía tiempo también para leer: una novela del médico
surafricano Christian Barnard sobre su primer trasplante de corazón; artículos
y reportajes sobre el black power en
la revista Reader’s Digest que
coleccionaba mi tío Anselmo, el diabólico millonario Gog, de Giovanni Papini, Los
curas comunistas, El alma se apaga,
El mono desnudo, El miedo a la libertad…
los primeros ejemplares de Astérix y novelas del oeste en las siestas calientes
del verano. Una de las imágenes nítidas de aquel 1968 pertenece a las
olimpiadas de México: los atletas negros Tommie Smith y John Carlos en el podio
tras la carrera de 200 metros, en la que resultaron primero y tercero, un brazo
al cielo, la mano cerrada en puño con un guante negro, la cabeza hacia abajo en
señal de respeto mientras sonaba el himno nacional de Estados Unidos… Ah, qué
gozada, qué fuerza, qué justicia la que reclamaban. Otra de las imágenes de
aquellas olimpiadas recoge el momento en que Dick Fosbury sorprende al mundo
con su salto de espaldas sobre la barra de altura… Qué maravilla. De ambas
escenas tenía fotografías que había recortado de revistas y que adornaban uno
de mis cuadernos de clase. Otra de las fotografías era precisamente la de la
ejecución sumaria del vietcong. Un
estremecimiento cada vez que la miraba.
*
No tenía uno edad de andar en
manifestaciones ni asambleas, pero sacando hilos por aquí y por allí iba
formándome una idea de dónde vivía y con quién me identificaba. Era lo mismo
que me pasaba en el cine con las películas de indios y vaqueros. Muy pronto
comprendí que los indios eran los expulsados y estuve de su parte. Igual me
pasó con los negros estadounidenses, y luego con los surafricanos, antes de
saber quién era Nelson Mandela, con los estudiantes parisinos y con los de
Praga, que se subían a los tanques y preferían las flores a las armas, con los
vietnamitas de Ho Chi Minh, con los alemanes que se arriesgaban a pasar al otro
lado del muro, con los obreros que una vez me encontré en apretada marcha a la
caída de la noche calle Marcelo arriba gritando como una sola voz recia
¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! El cacao mental de un adolescente
que está solo para reconocerse y ubicarse.
Luego llegamos
a Macondo, tocamos por primera vez el hielo, nos arrebató el mágico olor de
Remedios la bella, y vimos llover flores amarillas cuando murió José Arcadio
Buendía, conocimos a Ricardo Arana y al teniente Gamboa, descubrimos los
cronopios y las famas, mientras esperábamos la muerte del dictador. Cantábamos
canciones de Aguaviva, de Jarcha, de Paco Ibáñez en las plazuelas, en el Patio
de los Naranjos y en las estancias en penumbra de las tabernas, escuchábamos a
Serrat y a Mari Trini, a Moustaki, a Brassens, a Brel y a Leonard Cohen… y
empezábamos a conocer historias de la España peregrina y republicana.
A punto de alcanzar la libertad y echarnos a
volar.
*
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