Esta mañana me acerqué al
cañaveral de la huerta de La Gavia para cortar algunas cañas por las que hacer
trepar unas matas de judías verdes que acababa de plantar. Mientras observaba
las más a propósito deseé que soplara la brisa mañanera por si al rozarse con
ellas se escuchaba el triste lamento de la ninfa Siringe, y me acordé de un
soneto de don Luis de Góngora, «Las tablas del bajel despedazadas», del que me
ocuparé más adelante.
Hablaré hoy de transformaciones,
de la conversión de una cosa en otra, de metamorfosis de personas y de
palabras, de aquellos remotos tiempos en que los dioses gobernaban el mundo a
su antojo y los pobres mortales se limitaban a elevar plegarias y ofrecer
hecatombes para que los olímpicos les fueran favorables.
En la ciudad de Nonacris, en la
región de Arcadia, sí, la feliz Arcadia pintada por los artistas como paraíso,
fantástica región de la paz y la abundancia, utópico espacio al que soñaba irse
de pastor Don Quijote en la segunda parte la novela, vivía Siringe, una dríade
que había consagrado su vida a la diosa Artemisa, siempre con el carcaj a la
espalda, dedicada a la caza con su arco de asta. Hermosa, joven aún —las
dríades son ninfas de los bosques cuyas vidas duran tanto como las del árbol o
arbusto al que están unidas por el mito—, la vida de Siringe transcurría libre
y feliz hasta el día en que puso sus ojos en ella el dios Pan.
Hijo del olímpico Hermes y de una
cabra —los inmortales no conocían límites en sus apareamientos—, la leyenda
negra lo hace responsable de la palabra «pánico», que fue lo que debió de
sentir su madre cuando lo dio a luz: cubierto de abundante vello todo el cuerpo,
dos cuernos en la frente, apariencia caprina de cintura para abajo. El padre
Hermes, acostumbrado a todo tipo de apariencias, envolvió a su vástago en una
piel de liebre y se lo llevó al Olimpo, donde el faunillo creció alegrando con
sus trastadas el pecho de los dioses. La leyenda blanca le atribuye la
paternidad del prefijo pan / panta (todo).
Fuese por su aspecto monstruoso, o
por su habilidad para camuflarse y desaparecer en el bosque y producir ruidos
que aterrorizaban a quienes los escuchaban, Pan creció y acabó convertido en un
sátiro de tomo y lomo, en un salido, perseguidor de muchachas y de muchachos,
en un ser lascivo dominado por el lubricio, a quien gustaba echar sus siestas,
como al ganado, tumbado a la sombra de los árboles en la frescura de las
riberas.
El encuentro entre Pan y Siringe
fue casual. Ella bajaba del monte Liceo, a donde había subido a cazar. Él la
requirió enseguida. Siringe conocía el percal. Pan estaba excitado, ardiendo
por la pulsión sexual. No estaba dispuesta a perder su virginidad, consagrada a
Artemisa, y echó a correr despavorida. El fauno la siguió por la espesura del
bosque. El río Ladón corta la carrera de Siringe, que se mete en el agua y se
esconde en un cañaveral. El sátiro ya está a punto de alcanzarla. Ante la
pánica cercanía y la seguridad de perder la flor de su pureza, la dríade
implora a las ninfas del río, que la salvan en el último momento: cuando el
sátiro cree tener entre sus brazos la carne palpitante de Siringe descubre que está
abrazando un haz de cañas.
Mientras busca a un lado y a otro
el rastro perdido, corre una brisa entre las cañas y Pan cree oír en el rumor
la voz de Siringe lamentándose. Inspirado por el numen, el sátiro se apresura a
cortar una de las cañas en varios trozos desiguales, los une con cera, acerca
sus labios y sopla…
Sobre el murmullo de las aguas del
Ledón fluye la pánica melodía…
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Las dulces cadencias de aquella siringa inventada por Pan, llamada
también caramillo, flauta de Pan o zampoña han llegado hasta nuestros días, aunque su eco va apagándose
y ya es cada vez más raro oírlas por las calles anunciando a los afilaores…
Todo esto se me vino esta mañana, cuando fui a cortar unas cañas en La Gavia. Y los versos de don Luis de
Góngora.
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