martes, 13 de agosto de 2019

Tiempo de mixturas


Pasada la sorpresa inicial, no ha de extrañarnos este soneto, ni en estos días nuestros del siglo XXI, ni en un poeta del XVII que se empeñó en ponérselo difícil a quien se acercara a sus versos, especialmente a las Soledades, la Fábula de Polifemo y Galatea y el Panegírico al duque de Lerma, obras de intrincado estilo que le valieron el título de Príncipe de las Tinieblas.
La decisión de componer este soneto cuatrilingüe no parece simple ocurrencia, extravagancia culterana o pedante prurito de exhibición de versatilidad y don de lenguas, sino consciente contribución a un viejo debate intelectual que se inicia en los últimos siglos de la Edad Media, cuando los primeros humanistas se cuestionan el uso del latín como exclusiva lengua de cultura y comienzan a escribir también en las llamadas lenguas vernáculas o romances, hijas de la lengua de Virgilio.
En los primeros años del siglo XIV, Dante Alighieri escribió De vulgari eloquentia, un tratado en latín que promovía el uso escrito de la lengua vulgar. Sí, una contradicción justificada—usar el latín para promocionar el italiano—, pues la lengua latina era desde siglos el idioma internacional de la cultura, el vehículo lingüístico que permitía comunicarse a clérigos y humanistas de toda Europa. La paradoja era mayor, o doble, en el caso de los humanistas, no ya porque un humanista abogara por el italiano escribiendo en latín, sino porque uno de los objetivos del humanismo era precisamente rescatar y editar las obras de los autores latinos, y leerlas en su lengua original. Los humanistas aman el latín y todo lo transmitido en esa lengua. Pero aman también su lengua materna y creen en sus posibilidades expresivas. Así lo demuestra el hecho de que en el trecento y en el quatroccento los poetas escribieran en su lengua romance y también en la latina: Dante es un ejemplo, seguido por Petrarca y Boccaccio, el gran triunvirato del humanismo italiano. Con la obra bilingüe de estos tres precursores, se abre el debate: ¿pueden las lenguas vulgares —que pertenecen al vulgo, a la masa inculta—, estar a la altura del latín, en el que se han escrito obras maestras en todos los ámbitos del conocimiento?
El buen humanista, quien ha cultivado la lectura y el estudio de los clásicos grecolatinos y se ha impregnado de sus valores “humanos”, frente al simple clérigo eclesiástico, que abre los libros con las orejeras religiosas y sostiene una visión estrictamente “divina”, teocéntrica del mundo y del hombre, el humanista cabal, digo, no tiene duda: no hay lengua sagrada: Dios no existe porque se hable de él en arameo, en griego o en latín eclesiástico: ¿deja de existir porque lo nombremos en toscano, en francés, en la lengua, como decía el jocundo Berceo, en que suele el pueblo fablar a su veçino? Los idiomas son obra humana, y por ello dignos de reconocimiento.
Esa es la razón de que, junto a la defensa de la dignitas hominis, frente a la concepción teocéntrica medieval, aparezcan durante el Renacimiento elogios y defensas de la dignidad de las lenguas romances, como las Prosas de la lengua vulgar (1525), de Pietro Bembo; el Diálogo de la lengua (1535), de Juan de Valdés, o la Defensa e ilustración de la lengua francesa (1544), del francés Joachim Du Bellay. En esa conjunción de contrarios —lo culto del latín / lo popular de la lengua romance, los valores humanos transmitidos por la lengua latina / la confianza en que las lenguas romances alcanzarían el mismo nivel expresivo—, en ese contexto de homenaje a la lengua madre, pero de fe en sus hijas, las lenguas romances, hay que situar el soneto gongorino, que presenta una curiosa distribución: el latín solo aparece al comienzo, en los cuartetos, como si el poeta reflejara así el proceso de su progresiva desaparición como lengua hablada y su transformación en las lenguas romances, que son las que dominan en los tercetos.
Desde el punto de vista idiomático, el poema es completamente moderno, un homenaje a estos tiempos nuestros de mixtura, de mezcolanza, de mestizaje, de lenguas, de gentes, en contacto —espanglish, llanito, portuñol, franglais, creole, cocoliche, jopará, chicano…—, que oímos o utilizamos a diario, cuando pedimos una baguette en la panadería, unas manzanas golden en la frutería, una pizza con mozzarella y peperoni en el restaurante, cuando decimos que fulanito o menganita nos ha enviado un guasap, cuando cantamos aquella canción de Ricky Martin, Vive la vida loca. She's livin la vida loca; o la de Jennifer López, ¿Y el anillo, pa' cuando? Hey, yeah, woo! It's not like. I need more jewelry, I mean…
Pero basta ya de prolegómenos y vayamos al asunto. Veamos, primero, una versión literal del soneto al castellano:

Las tablas del bajel despedazadas
(señal del naufragio piadosa y cruel)
del templo sagrado con las rotas velas
quedaron en las paredes colgadas.

Del tiempo las injurias perdonadas
y de la fuerza de Orión, lluviosa estrella,
recojo las perdidas ovejas
en las riberas del Betis esparcidas.

Volveré a ser pastor, pues marinero
aquel dios no quiere, el que con sus saetas espolea
del austro los soplos y del océano las aguas;

provocando al triste son, aunque grosero
de esta caña, antes salvaje mujer,
tristeza a las fieras y a las piedras dolor.

            Aunque así se aclara bastante el asunto del soneto, el continuo hipérbaton, más bien sínquisis o cacosíndeton, y las alusiones mitológicas —Orión, Neptuno, Siringe— dificultan la total claridad y transparencia de sentido, por lo que parece oportuna una exégesis en prosa, como en su tiempo hizo Dámaso Alonso con el Polifemo y las Soledades. He aquí nuestra propuesta:
            Las tablas del bajel, junto con las rotas velas, restos del naufragio piadoso (porque el náufrago salvó la vida) y cruel (porque estuvo a punto de perderla) quedaron colgadas en las paredes sagradas de un templo, según manda una vieja tradición marinera.
            Pasados los días lluviosos del invierno —cuando luce la constelación de Orión—, el protagonista cuida su rebaño de ovejas en las orillas del Guadalquivir.
            El dios Poseidón, que domina los vientos y las aguas del océano, no quiere que el protagonista sea marinero, por lo que éste, vuelto a su condición de pastor, toca su flauta de caña —la mujer salvaje es una alusión al mito de Siringe, que ya conocemos—, provocando con su música tristeza en las fieras y dolor a las piedras.

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