miércoles, 7 de julio de 2021

Lengua paterna

 

Durante unos años me estuvo llamando así, tuteándome unas veces con el vocativo, otras en tercera persona ‒¿Dónde vas, inglés? ¿Qué hace el inglés?‒; antes me decía “Fleta”, como el tenor lírico, supongo que por mi costumbre de andar silbando a todas horas. Más tarde, cuando las pasaba en mi habitación estudiando, leyendo o escuchando música, dio en llamarme “anacoreta”, palabra que no sacó, estoy seguro, de las novelas del oeste que leía por las tardes, sino que se la debió inspirar la vista que teníamos de las ermitas de la sierra cordobesa desde las ventanas de nuestra casa en la calle Altillo: ¿Qué se cuenta el anacoreta? Y cuando el anacoreta empezó a salir por las noches se convirtió en un ave noturna.

Mi padre apenas fue a la escuela. A los 10 años sus padres le pusieron en la mano una lezna, una bola de cerote y un ovillo de cáñamo y lo colocaron de aprendiz de remendón en Fernán Núñez; luego fue recadero de botica, y una vez acabada la guerra trabajó como peón de albañil hasta que con 19 años se alistó voluntario en el Regimiento de Artillería 42, de Córdoba; al año siguiente, 1945, ingresó en la Guardia Civil, donde alcanzó el grado de subteniente. De sus años adolescentes ha quedado en la familia una frase ‒Esa la vi yo en Fernán Núñez‒, con la que aseguraba haber visto todas las películas antiguas que echaban por televisión, lo que provocaba nuestras risas y comentarios burlones. Fuera de esa temprana y fugaz cinefilia ‒no lo recuerdo entrando en un cine‒ , y de la lectura de novelas del oeste, la instrucción escolar de mi padre se fue completando con los cursos para ascender en el escalafón. Escribía sin faltas de ortografía, manejaba el lenguaje administrativo y componía minuciosos informes, y durante dos temporadas fue contable de una tienda de comestibles en el barrio de la Electromecánicas, pero nunca perdió el pelo de la dehesa, así que a mi hermana y a mí nos costó varios años corregirle el vinitis por “vinisteis” y otras perlas por el estilo. Y sin embargo, no jejeaba ‒no decía jiguera, ni jocico, ni jierro‒, ni seseaba, ni ceceaba.

A menudo y en muy diferentes circunstancias usaba una expresión que reflejaba en gran manera su carácter, su filosofía de la vida: por parejo, locución que sus hijos consideramos patrimonio familiar, y que creo que solamente le hemos oído a él. Cuando esculcábamos en el plato y dejábamos en el borde una triza de pimiento, de cebolla, o unos guisantes, enseguida nos reconvenía: ¡Por parejo, sin apartijos y por parejo! Ese concepto lo aplicaba a cualquier actividad: pintar una pared, las labores de la huerta, embalar los muebles para una mudanza o estudiar una lección. La expresión sigue teniendo para mí una carga semántica de rigor, de exhaustividad, con aires marciales de mecánica repetición y avance, como un batallón que marcha al unísono sobre territorio enemigo.

Otra palabreja característica la decía retrepándose en el sillón y torciendo un poco el gesto ‒ Hoy estoy fulastrón‒, para expresar un cierto malestar de estómago, acompañado de flojera y ganas de poco jaleo a su alrededor, que más de una vez, eso lo supe luego, no era más que una simple resaca. Tenía un oído negado para los nombres en otro idioma y por más que insistiéramos deletreándolos o silabeándolos en la oreja, porque estaba un poco sordo, nunca logramos que dijera uno a derechas, ni siquiera pronunciándolos a la española: orsai (off side), jamestevar, eminguai, gar gable, beatles… Nunca, ni mis hermanas ni yo, lo oímos cantar o tararear ‒supongo que por esa sordera que arrastraba desde joven, también por su carácter reservado‒ una coplilla, un estribillo popular, algún aire de zarzuela, que tanto decía que le gustaba.

En el corpus de la lengua paterna no faltaban frases tomadas de reglamentos, ordenanzas y demás (Las luces del vehículo se encenderán desde el ocaso hasta el orto del sol), refranes transformados (A palabras incoherentes, oídos peripatentes), etimologías de cosecha propia (Siempre decía esparatrapo, porque la capa externa del apósito era de tela: es para trapo), conversión de un nombre propio en nombre común (Toda cámara fotográfica, independientemente de su marca, era una kodak), reducciones vocálicas (Me costó tiempo saber que la sariana que usaba a diario era una “sahariana”) o tecnicismos de su historial médico como taquicardia extrasistólica, litiasis renal o epicóndilo. Y una frase condenatoria de la estupidez dicha o cometida por alguien: Eso es del género tonto.

De la mano de mi padre conocí carpinterías y ferreterías, herrerías, talleres mecánicos, fontanerías, tiendas de electricidad y almacenes de construcción en el Campo de la Verdad y en el Sector Sur, en la avenida Obispo Pérez Muñoz, en el Marrubial, en el barrio de la Magdalena, en Ciudad Jardín y en Cañero, hasta donde me llevaba en busca de las piezas o del material que necesitaba para arreglar la ducha, instalar unos conmutadores o una bombillita que se iluminara cuando llamaban al timbre de la puerta, proveerse de listones para embalajes, fabricar una pieza que se había roto del coche o construir en el patio un cuartillo de desahogo. De aquel peregrinar vinieron también los nombres de las herramientas: llave fija, inglesa, grifa, allen, escofina, escoplo, cepillo, garlopa, gubia, cortafríos, barrena, martillo de bola, de carpintero, berbiquí… Toda una constelación de palabras ‒zapata, alicate, espiocha, almocafre, pletina, mediacaña, virola, tachuela…‒ que llegan desde la niñez y la adolescencia para componer la imagen y la voz de aquel hombre orquesta que era mi padre. Cada vez que uso alguna de las herramientas que me regaló, o me encuentro con una de las palabras que me enseñó, cuando caigo en la cuenta de que estoy haciendo algo por parejo ‒arrancar las malas hierbas de la huerta, leer cronológicamente las obras de un autor que me interesa‒ oigo su voz y veo su mano derecha extendida, paralela la palma a su cuerpo, moverse como si cortara el aire, avanzando sistemática, metódicamente, sonrío y le doy las gracias.


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