jueves, 16 de marzo de 2023

Ideología y estilo

 Creo que leí la primera referencia a esta novela a primeros de los noventa, quizá en los diarios de Andrés Trapiello, que reivindicaba su valor literario y advertía de la ideología del autor. Lo segundo no es óbice para lo primero, venía a decir, disfrutemos del escritor, obviemos al político, por encima del credo está el estilo, la literatura, y en eso, el autor es un maestro indiscutible, pero pasaron años sin que me interesara por la novela, hasta que hace unos días, en la Cuesta de Moyano, encontré un ejemplar cuya cubierta intacta y brillante al tibio sol de invierno, destacaba entre las demás, con una viñeta en que dos mujeres huyen de los bombardeos en plena ciudad. No lo dudé. Lo saqué del expositor y ni siquiera pregunté el precio. Te ha llegado el turno, es hora de leerte, le dije en voz baja al libro, una vez en mis manos: Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá, en la colección «Las mejores novelas en castellano del siglo XX», auspiciada por el periódico El Mundo.



III conde de Foxá y IV marqués de Armendáriz, Agustín de Foxá (1906‒1959) fue poeta, novelista y dramaturgo, ejerció de periodista y trabajó como diplomático en Bucarest, Roma, Helsinki, Buenos Aires, La Habana y Manila. En Madrid frecuentaba el círculo falangista ‒José Antonio Primo de Rivera, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, José M.ª Alfaro, Pedro Laín Entralgo‒, al tiempo que mantenía relación y amistad con Gómez de la Serna, Edgar Neville, María Zambrano, Bergamín, M.ª Teresa León, Rafael Alberti, Concha Méndez y Manuel Altolaguirre. En ambos ambientes eran conocidas su afilada lengua, sus frases epatantes y su conservadurismo elitista.

Madrid de corte a checa es una novela histórica: transcurre principalmente en Madrid, entre el triunfo republicano en las elecciones de 1931 y los primeros meses de la guerra civil. Dividida en tres partes, la novela recoge tres momentos capitales de ese periodo histórico: la desaparición de la monarquía ante la indiferencia de una aristocracia inoperante, nostálgica de los salones cortesanos, que lleva una vida social improductiva al margen del resto de la sociedad («Flores de lis»); la vida cotidiana con el nuevo gobierno republicano («Himno de Riego»), integrado, en opinión de Foxá, por hombres carentes de glamur cortesano y de nobles cualidades e intenciones; finalmente, «La hoz y el martillo» refleja con sesgada crudeza los primeros momentos de la revolución social tras las elecciones de febrero de 1936 y el golpe de estado rebelde. Sobre este trasfondo histórico, la peripecia amorosa de José Félix, joven falangista, vástago de militar monárquico, y Pilar, hija de un conde.

La novela, de innegable sabor valle-inclaniano, sobre todo en la primera parte, está escrita desde una perspectiva de clase, la de una aristocracia en decadencia, que desprecia, ridiculiza y demoniza los valores republicanos, y a sus valedores, llegando en más de una ocasión al racismo intolerable, a la expresión del asco, de la repulsión física y moral ante el pueblo madrileño que sale a la calle a celebrar la victoria republicana: «Pasaban masas ya revueltas; mujerzuelas feas, jorobadas, con lazos rojos en las greñas, niños anémicos y sucios, gitanos, cojos, negros de los cabarets, rizosos estudiantes mal alimentados, obreros de mirada estúpida, poceros, maestritos amargados y biliosos. Toda la hez de los fracasos, los torpes, los enfermos, los feos; el mundo inferior y terrible, removido por aquellas banderas siniestras» (p. 210).

Ese clasismo denigrante, esa ultrajante soberbia es uno de los problemas de la novela de Foxá. Tiene derecho todo autor a dejar impronta ideológica en su creación, pero ha de asumir que la obra resultante sea juzgada y denigrada como propaganda o panfleto, y que eso le reste interés y lectores. Tiene su punto Madrid de corte a checa: el retrato de las familias monárquicas que no se pringan en defensa de la monarquía, y adelantan sus vacaciones a Getaria, Biarritz, San Juan de Luz en espera de acontecimientos ‒«Jugaban un poco a los desterrados. Imitaban a los grandes duques rusos y fingían catástrofes» (p. 88)‒; la aparición de artistas e intelectuales, de políticos; la descripción del ambiente en calles y cafés; el relato de la creación del himno de Falange, la actuación de la Quinta columna, la revolución ideológica en el lenguaje ‒nadie se atrevía a decir Vete con Dios... Si Dios quiere… Virgen santa…, hasta se cerraba el puño en las paradas de autobús para que no se confundiera con el saludo fascista‒, pero sale uno con la certeza de que ha leído una buena novela escrita por una mala persona cuando lee ciertos fragmentos: «Las masas armadas invadían la ciudad. Bramaban los camiones con mujeres vestidas con monos, desgreñadas, chillonas, y obreros renegridos, con pantalones azules y alpargatas, despechugados, con guerreras de oficiales, correajes manchados de sangre y cascos. Iban con los despojos del Cuartel de la Montaña… arrebatados, borrachos de sangre… En efecto, eran la autoridad los limpiabotas, los que arreglan las letrinas, los mozos de estación y los carboneros. Siglos y siglos de esclavitud acumulada latían en ellos con una fuerza indomable… Era el día de la gran revancha, de los débiles contra los fuertes, de los enfermos contra los sanos, de los brutos contra los listos… En las checas triunfaban los jorobados, los bizcos, los raquíticos y las mujerzuelas sin amor, de pechos flácidos que jamás tuvieron la hermosura de un cuerpo joven entre los brazos» (p. 22 y ss.).

Esa misma burla y aversión hacia el pueblo madrileño, presentado como una masa de hombres y mujeres deformes en lo físico y en lo moral, de seres inferiores y embrutecidos, la encontramos cuando habla de institucionistas como Giner de los Ríos:

«[Don Gumersindo] había sido gran amigo del maestro, “hermano de la luz del alba”, como le había llamado un poeta ‒escribe Foxá aludiendo con menosprecio, sin nombrarlo, a Antonio Machado‒. Desde hacía años se iba con él todos los sábados al Guadarrama. Porque la sierra era republicana. Allí acudían los hombres pulcros a maldecir la España oficial. Allí extraían todas sus metáforas para una patria joven, fresca, limpia y europea, la España del sol y la alegría, en oposición al Madrid clerical y reaccionario… Y, mientras tanto, el Estado enemigo les daba cargos, dietas, viajes de estudios a Alemania. Pero ellos, incorruptibles, sentábanse bajo una encina casta para meditar sobre España» (p. 142).

Y la volvemos a encontrar en el retrato de políticos e intelectuales republicanos ‒«Hablaba florido, recargado, como un retablo de Churriguera. Ceceaba: duresa de asero» (p. 48), escribe de Niceto Alcalá Zamora. De José Bergamín afirma que es «un católico marxista y, sobre todo, un pequeño miserable»‒, entre los que destaca el de Azaña:

«Azaña estaba pálido. Tenía una cara ancha, exangüe, con tres verrugas en el carrillo, y unos lentes redondos, bajo las cejas alzadas. Vestía de oscuro. Hablaba frío, despectivo, extenso. Construía la frase literariamente salpicándola de cinismo, de ironía, de orgullo, porque quería epatar, desconcertar, herir. Era árido y de metáforas apagadas. Se veía la carga enorme de rencor y desilusión, que era su motor y su fuerza. Era un lírico del odio, un polemista de la venganza… Allí estaban de pie, detrás de él, sus largos años de humillación y de silencio… Era el símbolo de los mediocres en la hora gloriosa de la revancha. Un mundo gris y rencoroso de pedagogos y funcionarios de correos, de abogadetes y y tertulianos mal vestidos, triunfaban con su exaltación» (p. 115).

También se ocupa Foxá de las anotaciones del diario de Azaña : «Apuntaba delicadamente sus excursiones a Turégano y coca; un mirlo en una acequia, las cursilerías de un gobernador; usaba frases despectivas. “Ese tonto de Fernando de los Ríos” o “Mangada está loco”… Las escribía pensando en la posteridad. Eran su mensaje y el motivo de su aventura. En realidad, gobernaba para escribirlas» (p.125). Así se crea uno enemigos de por vida, con la burla y con la hipérbole, con el aguijón epigramático, con el contar unos hechos y otros no, con el maniqueísmo interesado, con la reducción simplista y deformante de la historia.

Queda claro que Foxá miente por omisión, por sesgo ideológico, por odio de clase. No deja indiferente su novela, pues plantea abiertamente el viejo debate de la conjunción de arte e ideología. Es indudable que en toda creación asoma de alguna manera, y con diferentes grados, el yo del autor, lo cual es sano y aconsejable, porque la obra completamente aséptica, descontaminada de la humanidad del autor, acaba resultando una estética vacía y desconectada de la realidad. El problema no está en esa contaminación, sino en el grado en que la ideología aparece en la obra, y en que esta ideología no sea propaganda de una concepción antidemocrática, clasista, perpetuadora de privilegios y desigualdades. 


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