martes, 13 de febrero de 2024

Cosas de hermanos (2)

 «En Berja, el alcalde ordenó al comandante del puesto de la guardia civil que entregara las armas a los milicianos y éste los ahuyentó a tiros; el día 22, el teniente jefe de la línea les ordenó que con los de Dalías se concentraran en El Ejido».

Es evidente que estas líneas nos remiten a la provincia de Almería ‒allí nos llevan los topónimos: Berja, Dalías, El Ejido‒, y que aluden a un episodio de la guerra civil. Puede, aunque no cabe ahora adentrarse en investigaciones lexicográficas, que la palabra “milicianos” se haya usado en nuestra lengua en otros momentos históricos, pero el más reciente, el que comúnmente asociamos hoy con ella es el de aquella guerra provocada por un alzamiento militar contra la II República Española. Los milicianos y milicianas la defendieron a muerte, pero los rebeldes lograron la victoria. Tampoco vamos a entretenernos aquí.

La situación no es baladí, y por nada quisiera uno verse en ella. A guerra pasada, las decisiones son fáciles. Yo, que soy de izquierdas y abomino de la monarquía… Pues yo defiendo a Franco y su alzamiento salvador. Qué lógico todo, ¿verdad?

Pero no estábamos allí. No éramos ninguno de los personajes protagonistas del episodio: ni el alcalde de Berja, ni el comandante del puesto, ni los guardias, ni el teniente, ni los milicianos. Somos gentes del presente, de los años 20 del siglo XXI, que leemos sobre un episodio bélico de hace casi noventa años, sobre unos hechos de sobra conocidos porque se repitieron en toda la geografía del país.

El 17 de julio de 1936 comienza en Melilla un golpe de estado militar que rápidamente se extiende a la península y provoca el enfrentamiento armado entre las fuerzas leales a la República y las rebeldes. Hubo que tomar bando: jornaleros, médicos y abogados, periodistas, herreros y zapateros, horteras, mozos de estación y maquinistas, costureras, secretarias, estudiantes, terratenientes, alcaldes, secretarios de ayuntamiento, comerciantes, panaderos, maestras y maestros, frailes, sacerdotes, monjas, oficinistas, militares, políticos, sastres, diplomáticos, bibliotecarias, empresarios, marinos, toreros y deportistas, dependientas, gentes del arte y la farándula, músicos, profesores universitarios, adolescentes y jóvenes sin oficio, albañiles, obreras y obreros, camareros, fotógrafos, carteristas, impresores, telefonistas, reclutas y generales. Antes o después, todos los españoles, mujeres y hombres, tuvieron que elegir.

Y eso hicieron los protagonistas de nuestro párrafo inicial. Tomó su decisión el alcalde, que permaneció leal a las autoridades republicanas y pidió armas para el pueblo. Tomó la suya el comandante del puesto de la guardia civil, que ignoró la orden del alcalde y además mandó recibir a tiros a los hombres que se acercaron al cuartel en busca de armas. Decidieron los guardias, al secundar la orden de su superior. Y cada uno de los milicianos. Tomó también su decisión el teniente al ordenar a las fuerzas de Berja y de Dalías que se concentraran en El Ejido.

Las decisiones tomadas por estos hombres en Berja en aquellos calurosos y convulsos días de julio de 1936 marcarían el resto de sus vidas. Estamos ante unos hechos concretos que ganan rigor histórico, viveza y dramatismo, cuando conocemos el nombre y condición de sus protagonistas. Sabemos del nombre del alcalde, Francisco Sánchez Sánchez, a quien sus convecinos llamaban El Espiritista; miembro de la UGT, fue detenido al finalizar la guerra, sometido a consejo de guerra y fusilado en Berja el 1 de julio de 1939; tenía 50 años. Sabemos también el nombre de los guardias ‒Diego Moya Villegas, Francisco Manzano González, Encarnación Peña Vera, Federico Alonso Hidalgo, Juan Lupiáñez García, Francisco Pérez González, Luis Lupiáñez Estévez‒ que recibieron con hostilidad a los milicianos, y puede rastrearse el curso de sus vidas, su currículum, en ensayos históricos, en sumarios judiciales y en los expedientes individuales obrantes en el archivo histórico de la Guardia Civil; conocemos el nombre del teniente, Antonio Ruiz Román, aunque no el de los milicianos. Y conocemos también el nombre del cabo, José Zarco Castillo, el tío Pepe.

Como ya sabemos, las decisiones tomadas por el tío Pepe aquellos confusos primeros días de guerra lo llevaron a ser detenido el 24 de julio por una patrulla de la Guardia de Asalto llegada en camión desde Almería, enviada por el gobernador civil. Pero nada de esto se contaba en mi casa, no sé si por olvido, por desconocimiento, o porque no interesaban los detalles. Solo el meollo, que el tío Pepe estuvo en un barco prisión y que se libró de ser fusilado. 

Esos detalles ‒el nombre de los guardias a su cargo, el del teniente, el del alcalde, los días exactos, el tiroteo, la fecha de la detención‒ precisan y concretan una historia oída muchas veces, hacen más viva su representación mental. Subrayan también la distancia entre el niño que oía en boca de su madre aquellas historias de la guerra, que abría los ojos de asombro ante la figura legendaria del tío Pepe, al que admiraba por su valentía, de quien recibía en las visitas el afecto de un abrazo o de un beso en la mejilla, pero ante el que sentía un temeroso respeto por aquel andar enhiesto, por aquella forma tajante de hablar, por aquella voz cavernosa que le subía desde el estómago, y entre el hombre de hoy que sabe cuántos como el tío Pepe, en aquellos nefastos días de julio, tomaron la decisión de sumarse a los militares rebeldes para derrocar la República y hacerla desaparecer. 


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