miércoles, 28 de febrero de 2024

Lo que permanece lo crean los poetas

Vuela el tren sobre los campos de La Mancha mientras leo unos versos de Friedrich Hölderlin. Son poemas de juventud, que emocionan por la pureza de su aliento romántico, por su arrebatado aspirar a un mundo ideal, armonioso, bello.

De vez en cuando miro por la ventanilla y veo unas hermosas nubes de resplandeciente blancura en el horizonte: un paisaje amplio, luminoso, vivo. En armonía con los versos que voy leyendo. Y siento renacer en mí el impulso, el entusiasmo juvenil el empuje de la tormenta—, la conciencia, también, de este mundo sórdido, materialista, frustrante, que duele, del que sólo es posible escapar con la voluntad de ensueño del poeta.


«¿Por qué moderar el fuego de mi alma
que se abrasa bajo el yugo de esta edad de bronce?
¿Por qué, débiles corazones, querer sacarme
mi elemento de fuego, a mí, que sólo puedo vivir en el combate?» 

Así pregunta el joven poeta a sus juiciosos consejeros en un contundente poema que entroniza al héroe que se rebela ante una ética (o religión) opresora y contradictoria:

«La vida no está dedicada a la muerte,
ni al letargo el dios que inflama».

Es consciente el poeta de la dolorosa herida que supone el vivir «hicieron una quemadura en mi corazón, // pero no lo han consumido», pero lo es también de que, perdida la inocencia de la niñez y de la juventud, despojado del paraíso y de la feliz edad de oro, sólo nos queda la lucha, el sueño:

«Mi siglo es para mí un azote.

Yo aspiro a los campos verdes de la vida
y al cielo del entusiasmo».

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