lunes, 30 de junio de 2025

Nómadas

 Desde los siete a los dieciséis, no viví más de dos años seguidos en el mismo lugar. Once traslados, según consta en el expediente de mi padre, que solicitaba el regreso a la capital el mismo día que llegaba a un nuevo destino, en la provincia o fuera de ella. Entre pueblo y pueblo, unos meses, nunca más de año y medio, en Córdoba, en la calle Altillo.

Así me crié. Entre mudanza y mudanza. Así tuve que aprender a despedirme de mis amigos. A tragarme las lágrimas. A soportar la incertidumbre, el salto al vacío de ser el nuevo en el cuartel, en la escuela, en tu propia casa, a la que llamábamos pabellón. Yo era un muchacho de los pabellones. Hijo de guardia civil. Alguien sin raíces.

Ese trajín e inestabilidad repercutía en mi forma de hablar, en mi vocabulario, o en sus carencias, cuando llegaba a un lugar nuevo, incluso cuando regresaba a Córdoba después de un tiempo fuera, de manera que de una aldea seseante y con fuertes aspiraciones de origen arábigo (Fuentejama por Fuente Alhama, garbansos), pasaba a la Córdoba con un sesear distinto y de abierto vocalismo (¿Vamos al sinε muy cerca de sina esta noche?, decía mi vecino Antoñín), para llegar al ceceo de Huelva (zartén) o a Los Pedroches, donde se distinguía entre casa y caza, todo lo cual se traducía en titubeos sonrojantes a veces como censiyez, paciensia, ceresa, nesecidad o zusezo… A esta inseguridad articulatoria había que añadir la variación léxica, las distintas o nuevas palabras para llamar a las cosas (pleita, jáquima, alcancía), a las comidas (mojete, mostachos, turrolate, allozas), a los juegos (tala, zumillo, látigo, Sevilla eléctrica), a las chucherías (sara, trasto, regaliz) en un sitio u otro.

Iba también de añadidura al lingüístico el desarraigo paisajístico. Según cumplía años de errancia civilera iba sintiendo que no tenía un paisaje que pudiera llamar mío –La Sierra del Alcaide, con sus víboras y sus cuevas para las brujas, con sus almendros en flor y sus olivares en pendiente, con el frío y los sabañones. El corazón salvaje de Sierra Morena en el poblado de la presa del Bembézar. Los bosques de eucaliptos a orillas del Odiel. La dehesa extrema de Los Pedroches. La vista de la sierra de Córdoba desde el pabellón de la calle Altillo–; iba comprobando que no había un único paisaje que pudiera identificar con mi infancia, con mi adolescencia. Y fabulaba que de mayor no tendría un sitio al que volver, un sitio donde ser enterrado junto a los míos. Porque los míos andaban ya desperdigados, lejos de sus raíces –Cuenca, Murcia, La Mancha, Córdoba–, vagando de puesto en puesto, guardia civil caminera, con la familia a cuestas.

No veía el niño o el adolescente que eras entonces ventaja alguna en aquella alternancia y diversidad, en aquella continua provisionalidad, en aquel nomadismo funcionarial de tu padre, en aquel andar de continuo preparando embalajes, viendo las sucesivas casas –pabellones– manteladas y desmanteladas, armando y desarmando camas, mesas, armarios, grapando cables de la luz, montando y desmontando portalámparas, taladrando tabiques, adjudicando habitaciones, colgando y descolgando el crucifijo, las repisas de cristal y el espejo del aseo, enroscando y desenroscando cáncamos para los visillos de las ventanas, seleccionando ropas y zapatos, juguetes, que no subirían al camión de la mudanza, las mantas envolviendo el espejo de la coqueta, protegiendo de roces el tablero de la mesa del comedor o las puertas acristaladas del aparador, el camión en la puerta o en el patio del cuartel, con un coro de niños y mayores curiosos, como si llegara el circo o los feriantes, y tú entrando y saliendo, llevando bultos, cansado, con hambre, con vergüenza delante de todos aquellos desconocidos.

La mudanza era un trastorno completo para la familia. Desde que mi padre anunciaba su nuevo destino hasta que salíamos del lugar en el camión o en un taxi, todos entrábamos en un periodo de excitación, mezcla de incertidumbre y de nostalgia por lo que íbamos a dejar atrás. Yo acompañaba a mi padre a las carpinterías y almacenes en busca de tablas y listones para los embalajes y le ayudaba a desclavar las cajas de tabaco que nos daban en los estancos, que entonces eran de madera y muy pesadas. También me encargaba de recoger las herramientas y alargárselas a mi padre cuando estaba subido a una escalera o de rodillas en el suelo desmontando un enchufe. Mi madre y mi hermana comenzaban primero con la vajilla del aparador, que no se usaba a diario, luego con la ropa y con el menaje de la cocina. Los días previos a la mudanza la casa era un laberinto de cajas, maletas, muebles desmontados cubiertos con mantas y colchas, atados con cuerdas, cajones vacíos, paquetes y bultos de ropa. La noche anterior al traslado, recogidos ya todos los enseres, excepto cuatro platos y una sartén donde mi madre freía unos huevos y unas tajadas de carne o de chorizo, la última cena a la luz pelada de una bombilla y dormir sobre los colchones en el suelo.

Al principio, cuando más pequeños, a mi hermana y a mí nos divertía aquel trajinar, aquel dédalo de bultos y de muebles, aquella curiosidad que despertaba en los demás la llegada o la partida del camión de la mudanza, pero según íbamos cumpliendo años y disfrutando el tener amigos de los que nos teníamos que separar, las mudanzas nos ensombrecían el ánimo.


miércoles, 25 de junio de 2025

La flor del trujimán

La Trifolia triloquens habita las oquedades de las paredes interiores de los pozos y florece cada tres años en lo más crudo del invierno. Su uso está documentado por el copista anónimo de un pequeño cenobio visigodo del siglo VII ubicado en la Sierra de Mogábar: Flos eloquentiae in convento Mogabar a librariis usus est.

A comienzos del siglo IX, en su tractatus sobre las hierbas y plantas de Fash-el-Ballut, Anselmo El Herbolario nos ofrece la receta –1/2 libra de romero en polvo; 1 onza de raíz de chicoria; ½ cuartillo de aguardiente de retama; 1 dedal de aceite de almendras dulces; ½ dracma de enebro; y tres flores secas pulverizadas de Trifolia loquens; todo en un cocimiento con 1 cuartillo de vino blanco– utilizada por los bibliotecarios del convento Mogábar, que proporcionaba durante un ciclo lunar el don de lenguas en hebreo, arameo y griego, tiempo que aprovechaban para pasar al latín textos de viejos pergaminos de asunto vario.


miércoles, 18 de junio de 2025

Pleitos tengas... (2)

Volvamos a septiembre de 1940. Al momento en que Max Brod y Salman Schocken llegan a un acuerdo para que el legado K permanezca durante un tiempo en una caja de seguridad de la biblioteca de Schocken en Jerusalén. Según declara y firma el editor y bibliómano en nota manuscrita, de esa caja hay una sola llave, que Brod guardará en su piso de la calle Hayerdeen.

Pero Schocken miente. Su editorial –Schocken Books– tiene los derechos mundiales sobre las obras de Kafka desde 1934, cómo no echar un vistazo a los manuscritos –¿Habrá una obra maestra inédita?–, y sucumbe a la tentación. Tiene otra llave de la caja de seguridad y va haciendo copia de todo el material. Brod, confiado en la palabra de su compatriota, no descubrirá la trapaza hasta diez años más tarde, con el agravante de que al pedirle a Schocken el material, éste fue dándole largas y dilatando la entrega. Pormenorizando los detalles de esta traición bibliófila, escribió Brod una carta a una de las herederas de Franz Kafka con la que mantenía contacto epistolar, Marianne Steiner, hija de Valerie, la hermana mediana del escritor.

Un año después, Brod escribe de nuevo a Marianne Steiner: ante un empleado de Schocken, ha abierto la caja de seguridad y comprobado que no falta material y que éste se conserva en buen estado. La fecha de esta carta, 2 de abril de 1952, es la misma del documento en que Brod ratifica la donación de su legado y del legado KB a Esther Hoffe. ¿Casualidad? ¿O prevención del escarmentado Max Brod?

Pasan los años y los legados cambian de lugar. Otoño de 1956: nueva crisis bélica en Israel. Brod y Schocken viajan a Zúrich y depositan los manuscritos en cuatro cajas de seguridad –2690, 6222, 6577 y 6588– de la Corporación Bancaria Suiza, hoy UBS. En una de ellas se guarda el legado K, en otra –la 6577– el legado KB; en las dos cajas restantes, el legado B.

Llegados a 1961, nuevas turbulencias kafkianas: Max Brod dicta testamento y designa a Esther Hoffe heredera universal de todos sus bienes y albacea de su legado, indicando así mismo el derecho que asiste a las hijas de ésta, Eva y Ruth, de recibir su parte correspondiente. También introduce un elemento contradictorio y confuso al manifestar su voluntad de que el legado KB y el legado B sean cedidos «a la Biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén, a la Biblioteca Municipal de Tel Aviv o a cualquier otro archivo público en Israel o en el extranjero, en caso de que no estén ya bajo la tutela de una o varias de dichas instituciones, a no ser que la señora Ilse Esther Hoffe haya dispuesto de ellos de otra forma durante su vida». Por un lado, dispone que los documentos se entreguen a un archivo público, en Israel o en el extranjero. Por otro, deja abierta la posibilidad de que Esther Hoffe encuentre otro destino a los manuscritos.

Mientras tanto, en Londres ya se han conocido Marianne Steiner y el especialista en Literatura Alemana, Malcolm Pasley, y tras una apelación, las cuatro sobrinas han logrado que Schocken devuelva el legado temporalmente custodiado en su biblioteca y luego en la caja de seguridad de un banco. Finalmente, Pasley traslada en su vehículo particular el legado K desde Zúrich hasta la Bodleian Library de Oxford. En esa situación –el legado K en Oxford, y los legados KB y B repartidos entre cajas de seguridad en Zúrich y en el apartamento de la calle Hayardeen, de Tel Aviv– se llega a 1968.

Desde finales de la década del 50, Max Brod mantiene relación, de padrinazgo literario, con la poeta judía de origen bohemio Netti Boleslav, que llegó a Haifa en la primavera de 1939. En los años 50, Netti Boleslav comenzó a escribir poesía, pero lo hacía en alemán, «la lengua perpetradora», repudiada por la política de hebraización dominante en Israel. Rechazada por la Asociación de Escritores de Israel, Netti Boleslav recurrió a Brod, que la ayudó y promovió, poniéndola en contacto con editoriales alemanas. Uno de sus hijos, Daniel Cohen-Sagy, escribe en el diario Haaretz: «Desde finales de la década de 1950 hasta 1968, una vez a la semana, mi madre, la poeta Netti Boleslav, se dirigía en autobús al número 16 de la calle Hayardeen, en Tel Aviv», donde conversaba sobre poesía y literatura con Brod en su despacho, mientras Esther Hoffe, en la habitación de al lado, no perdía ripio de la conversación. Pese a la vigilancia de Hoffe, en alguna ocasión la poeta y Brod pudieron encontrarse en un café. Éste le hablaba de la amistad íntima con Franz Kafka, y le confesaba algunas reservas sobre su amigo, a quien se había consagrado olvidando en parte su propia carrera de escritor.

El traer aquí la relación con la poeta Netti Boleslav responde a que los recuerdos de su hijo ponen el foco en el exceso de celo que mostraba Esther Hoffe cuando alguien entraba en el despacho de Max Brod, donde éste guardaba parte de los originales de los legados KB y B, que había sacado de Zúrich. No es éste el único testimonio del rigor y el recelo de la secretaria –obsesiva, fanática, codiciosa–, que ganó fama de estricta guardiana, como recuerda Willy Haas. Y aunque permitió que consultaran los papeles algunos investigadores –Malcolm Pasley, para su edición crítica de El proceso; los archiveros Margarita Pazi y Paul Raabe, para confeccionar un inventario; Joachim Unseld, que copió algunas cartas de Max Brod–, lo cierto es que se convirtió en la única persona con acceso total a los manuscritos, lo cual era peligroso por la posibilidad, nada infundada, de que los papeles acabaran vendiéndose en subastas o en ventas privadas y dispersándose.

El 20 de diciembre de 1968, acompañado en el Hospital Beilinson por Esther y Eva Hoffe, muere Max Brod. A su entierro en el cementerio Trumpeldor apenas asistió gente. Ese día marca un hito en la historia –rocambolesca– de la conservación, transmisión y tráfico de los papeles kafkianos.

En 1969, el Tribunal de Distrito da el visto bueno al testamento de Max Brod y ratifica a Esther Hoffe como albacea de los bienes de Brod: seis cajas de seguridad en Tel Aviv, cuatro en Zúrich, y una parte indeterminada que queda en el apartamento de las Hoffe en la calle Spinoza. Una vez en posesión de los legados KB y B, Esther los dona a sus hijas: «Los borradores, las cartas y los dibujos de Kafka que me fueron donados por Max Brod los cedí a mis hijas en porciones iguales. Los libros de Kafka de la biblioteca de Brod permanecen en posesión de mis dos hijas. Cada una de mis hijas y mis nietas tienen derecho a recibir 40 cartas del legado de Brod”. A pesar de estas disposiciones, Hoffe se reservaba el derecho a publicar o vender documentos del legado, que fueron apareciendo en el mercado tras la muerte de Brod: cartas de Kafka a los amigos y la familia, originales de relatos cortos, dibujos.

El Estado de Israel había comenzado en 1973 un litigio por la posesión del legado, solicitando del Tribunal de Distrito de Tel Aviv que impidiera a Esther Hoffe la venta de los manuscritos de Kafka. La petición del Estado fue rechazada por sentencia del 13 de enero de 1974, que reconoce el derecho de Ilse Esther Hoffe sobre el patrimonio de Brod y le permitía «hacer con su herencia lo que quisiera durante su vida».

Comienza así un pleito que se alarga hasta el año 2019 y en el que se dirimen los conceptos de propiedad (facultad de poseer algo y disponer de ello dentro de unos límites) y de pertenencia (inclusión en un grupo, institución, comunidad). ¿Era Max Brod el dueño legítimo del legado Kafka-Brod, o tendría que haberlo entregado a la familia, a las cuatro sobrinas herederas de Franz Kafka? ¿Eran legítimos de toda ley el testamento y las donaciones de Max Brod en favor de Esther Hoffe y de sus hijas? ¿Eran Ruth y Eva Hoffe legítimas herederas de los legados K y KB? Por otro lado, ¿en qué literatura encuadramos a Franz Kafka? ¿En la alemana? ¿En la checa? ¿En la israelí?


martes, 17 de junio de 2025

Kafka: el azar y Rocambole

 Cualquiera que se acerque a la vida y la obra de Franz Kafka, pronto comprenderá los tres matices que alimentan semánticamente el adjetivo «kafkiano». No tiene el mismo significado en la frase «la obra kafkiana está escrita en alemán», que en «es un cuento muy kafkiano», o que en «el sistema judicial kafkiano». En el primer caso, el adjetivo se refiere a un texto perteneciente a Franz Kafka; en el segundo se infiere que la obra de alguien que no es Franz Kafka se parece a lo escrito por el autor checo; en el tercer caso, «lo kafkiano» remite a un sistema o institución compleja, intrincada, con su dosis de absurdo, que provoca una sensación de angustia.

En mis lecturas preparatorias para esta miscelánea que es El pisapapeles de Karlsbad he encontrado más de una vez, sobre todo en reportajes, crónicas periodísticas y entradas de blog, la palabra en cuestión, –kafkiano / kafkiana– para referirse al largo y azaroso proceso de conservación y transmisión de los manuscritos kafkianos.

Después de viajar en la maleta de Brod desde Praga hasta Tel Aviv, de pasar unos años en el archivo privado de Salman Schocken en Jerusalén y luego en la caja de seguridad de un banco de Zúrich, el manuscrito de El proceso acabó en la casa de subastas Shoteby’s, de Londres, uno de cuyos empleados viajó con el manuscrito guardado en una bolsa de compras desde Londres a Nueva York, Tokio, Hong Kong y de vuelta a Londres.

Las cartas de Kafka a Milena Jesenská, escritas entre abril de 1920 y el verano de 1923, fueron entregadas por ésta a su amigo Willy Haas en la primavera de 1939, poco antes de la ocupación nazi de Praga. Antes de huir de la ciudad, Haas entregó el paquete de cartas a unos parientes. Apresada por la Gestapo, Milena Jesenská murió el 17 de mayo de 1944 en el campo de concentración de Ravensbrück. Willy Haas pudo regresar a Praga en 1945, una vez terminada la guerra, recuperó las cartas y las publicó en 1952.

Las cartas a Felice Bauer viajaron con ella desde Berlín a Estados Unidos. En 1956, Bauer las vendió a Schocken Books por 8.000 dólares. Las cartas se fotocopiaron y microfilmaron, pero sin identificar las cartas con los sobres, que fueron vendidos aparte. Posteriormente, el lote fue subastado en Shoteby’s en 1987 por 605.000 dólares a un comprador anónimo europeo que hizo la puja por teléfono.

En la actualidad, hay originales de Kafka en el Archivo de Literatura Alemana de Marbach (Alemania), en la Bodleian Library de Oxford (Reino Unido), en el Museo Franz Kafka de Praga (República Checa), en la Biblioteca Nacional de Tel Aviv (Israel), y en paradero desconocido.

Creo que al recorrido de la mayoría de los manuscritos reunidos por Max Brod en el verano de 1924, tras la muerte de Kafka, y desperdigados ahora, le cuadra mejor el adjetivo «azaroso», hijo del azar y de la casualidad, aunque a uno se le viene el raro y peregrino polisílabo culto «vicisitudinario», que a través de su sustantivo lo transporta a un cine de verano de su infancia, quizás en Gibraleón, a la película de Jean Paul Belmondo y Ursula Andress en que descubrió aquella palabra que hilaba una tras otra adversidades e infortunios del protagonista, Las tribulaciones de un chino en China (la negrita es mía).


La historia de los manuscritos kafkianos no es kafkiana, no provoca angustia ni desazón existencial, sino vivo interés y curiosidad, y admiración por las personas que de una manera u otra han contribuido a conservar y transmitir el legado del autor de La metamorfosis. Despiertan también estas historias al detective que uno lleva dentro, que va encontrando hilos aquí y allá, alegrándose cuando casan, sorprendiéndose ante inesperados giros y descubrimientos, o asumiendo la pérdida irremediable de otros. Peripecias librescas al fin, andanzas y correrías literarias que convierten estos manuscritos kafkianos en auténticos personajes capaces de alimentar las más nobles pasiones, como también las más descaradas mentiras y deslealtades.

Ensartadas, en extraordinaria sucesión, inverosímiles a veces, estas historias más que kafkianas son rocambolescas, nos atrapan en su intriga como aquellas películas francesas de nuestra infancia en el cine de verano, quizá en Gibraleón, quizá ya en Córdoba, con aquel Rocambole de guante blanco que salía triunfante de las situaciones más difíciles. Así los manuscritos y originales de kafkianos, que no han dejado de llegar a nosotros desde aquel lejano 1924, en que la hermosa traición de un amigo impidió su quema y desaparición.


lunes, 9 de junio de 2025

Pleitos tengas...


Página manuscrita de El proceso

 Cuando Max Brod se establece en Israel, la publicación de los escritos inéditos de Kafka está ya muy avanzada: se han editado prácticamente todos sus textos narrativos y una selección de sus diarios y cartas; sólo quedan por aparecer distintas colecciones completas de cartas –a Max Brod, a Felice Bauer, a Grete Bloch, a Milena Jesenská, a sus editores, a sus padres, a su hermana Ottla–, que lo irán haciendo a partir de 1952. El grueso del trabajo como editor de Franz Kafka está cumplido, así que en adelante se dedicará sobre todo a la revisión, ordenación y preparación para la imprenta de su propia obra en el tiempo que le deje su trabajo como asesor del teatro Habima y las conferencias dentro y fuera de Israel.

Recordemos y dejemos claro para de aquí en adelante que la famosa maleta viajera de Brod contenía tres lotes distintos de material: el legado perteneciente a la familia, a las cuatro sobrinas de Kafka supervivientes del holocausto (en adelante legado K); el integrado por manuscritos regalados por Kafka a Max Brod (KB), y el legado de originales, borradores y partituras del propio Brod (B).

Precisemos también que no todo el material acabó depositado en el mismo lugar. Preocupado por la seguridad y las condiciones materiales de conservación, Brod escribió el 5 de mayo de 1940 a Gotthold Weil, director de la Biblioteca Nacional, perteneciente a la Universidad Hebrea de Jerusalén: «¿Sería posible que me guardase usted una maleta de mi propiedad que contiene importantísimos manuscritos? En ella está el legado de Franz Kafka, mis composiciones musicales y mis diarios aún sin publicar […] Me gustaría que usted los pusiera a salvo, si es posible que algo esté seguro hoy en día». Días de guerra aquellos, con el ejército nazi invadiendo Europa occidental. Días de inseguridad. Tenía razón Brod. Mientras negociaba el depósito de los manuscritos kafkianos en la Biblioteca Nacional, el 9 de septiembre la aviación italiana bombardea Tel Aviv y Brod recurre al editor y coleccionista Salman Schocken, en cuya biblioteca personal en la calle Balfour, de Jerusalén, deposita parte de su tesoro, el legado K, en una caja de seguridad a prueba de incendios, de la que solo existe una llave, lo tranquiliza Schocken.

El 4 de agosto de 1942, con 59 años, muere Elsa Taussig. A pesar de su delicada salud, era una mujer decidida –ella fue la que organizó la huida de Praga–, intelectualmente activa, miembro del Círculo de Praga y reputada traductora al alemán del ruso, francés, italiano, inglés y checo, aunque en los ambientes cultos de Praga fue su marido quien se llevó la gloria del reconocimiento. Tras la muerte de su esposa, el panorama de Brod se ensombreció. A la soledad de la viudez, y sin más familiares en Tel Aviv, se sumaba una cierta frustración por sentirse –y serlo– ninguneado, al tratarse de un escritor que se expresaba en alemán, lengua proscrita por el sionismo nacionalista. Por otro lado, añádase el aislamiento social que suponía en la vida cotidiana el desconocimiento de la lengua hebrea.

Fue precisamente en una escuela de hebreo donde Max Brod conoció a Otto Hoffe, antiguo gerente en Praga de una empresa de papelería y objetos de escritorio. Casado con Ilse Esther Reich, la pareja tenía dos hijas, Eva y Ruth, de ocho y cuatro años al llegar a Palestina. Los Hoffe enseguida acogieron a Brod como uno más de la familia: les leía cuentos en alemán a las niñas, las llevaba a los ensayos del teatro, tocaba el piano para ellas, que lo aceptaron como un segundo padre. Brod convenció a Esther Hoffe para que lo ayudara en la organización y transcripción de los manuscritos que conservaba en su casa y en las cajas de seguridad de la biblioteca de Salman Schocken. Cada mañana, durante 26 años, Esther Hoffe caminaba desde la calle Spinoza hasta el 16 de la calle Hayardeen, subía al piso de la tercera planta, donde disponía de una habitación que le servía de despacho y ayudaba a Brod, que consideraba a Esther Hoffe «mi socia creativa, mi crítica más despiadada, mi ayudante y aliada … un ángel al rescate». La mayoría de investigadores y periodistas dan por hecho que la relación entre Max Brod y Esther Hoffe fue más allá de la habitual entre jefe y secretaria, y que se convirtieron en amantes. Eva Hoffe recuerda al respecto: «Los tres eran más felices cuando estaban juntos […] Salían juntos, viajaban juntos al extranjero, y se apoyaban mucho. Eran un trío. Hay cosas así. Había amor entre mi madre y Max, entre mi padre y mi madre, y entre mi padre y Max […] Mis padres y Max tenían 60 años cuando llegaron a este país. Y aunque hubiera algo, ¿qué más da? No me interesan los tríos románticos. Todos vivían en paz juntos».

En esta larga historia de legados, a Esther Hoffe le tocó el papel de celosa guardiana que impidió durante años el acceso de los investigadores a los originales de Kafka y de Max Brod. Suponemos que si en su momento se hubieran conocido ciertos hechos, la opinión sobre ella no sería tan negativa. En 1945, quizá como pago por su trabajo, Max Brod donó a su secretaria algunos originales del legado Kafka-Brod. Esa donación la ratifica Brod dos años más tarde, el 12 de marzo de 1947, concretando que se trata de «cuatro carpetas de mis recuerdos de Kafka», que incluían también algunos dibujos; junto al documento de donación, una nota aclaraba: «Las cartas que Kafka me dedicó y que me pertenecían, son propiedad de la señora Hoffe».

Páginas manuscritas de Kafka

Transcurridos unos años más, en fecha 2 de abril de 1952, Brod escribe una carta donación a Esther Hoffe –«Querida Esther, en 1945 te regalé todos los manuscritos y cartas de Kafka en mi posesión»– en la que desglosa el material donado, que se encontraba en una caja de seguridad desde 1948: cartas de Kafka a Brod y Elsa Tausig; los manuscritos de El proceso, Descripción de una lucha, Preparativos para una boda en el campo; el mecanoscrito de Carta al padre, tres cuadernos con diarios de los viajes a París, el borrador del primer capítulo de una novela a cuatro manos, entre Brod y Kafka, titulada Richard y Samuel; el «Discurso sobre la lengua yidis», escrito en 1912 como presentación de una obra de teatro interpretada por su amigo, el actor Jizchak Löwy, un cuaderno con ejercicios de hebreo, aforismos sueltos y algunas fotografías. En un margen de la carta aparece la conformidad con la donación –«Por la presente acepto este obsequio»– y la firma de Esther Hoffe. Aclaraba también Brod, que la donación no era de carácter testamentario, efectiva tras su muerte, sino que se trataba de una donación en vida y de efecto inmediato. 

Pero ni Max Brod ni Esther Hoffe podían imaginar la que se avecinaba.

Esther Hoffe y Max Brod