Desde los siete a los dieciséis, no viví más de dos años seguidos en el mismo lugar. Once traslados, según consta en el expediente de mi padre, que solicitaba el regreso a la capital el mismo día que llegaba a un nuevo destino, en la provincia o fuera de ella. Entre pueblo y pueblo, unos meses, nunca más de año y medio, en Córdoba, en la calle Altillo.
Así me crié. Entre mudanza y mudanza. Así tuve que aprender a despedirme de mis amigos. A tragarme las lágrimas. A soportar la incertidumbre, el salto al vacío de ser el nuevo en el cuartel, en la escuela, en tu propia casa, a la que llamábamos pabellón. Yo era un muchacho de los pabellones. Hijo de guardia civil. Alguien sin raíces.
Ese trajín e inestabilidad repercutía en mi forma de hablar, en mi vocabulario, o en sus carencias, cuando llegaba a un lugar nuevo, incluso cuando regresaba a Córdoba después de un tiempo fuera, de manera que de una aldea seseante y con fuertes aspiraciones de origen arábigo (Fuentejama por Fuente Alhama, garbansos), pasaba a la Córdoba con un sesear distinto y de abierto vocalismo (¿Vamos al sinε –muy cerca de sina– esta noche?, decía mi vecino Antoñín), para llegar al ceceo de Huelva (zartén) o a Los Pedroches, donde se distinguía entre casa y caza, todo lo cual se traducía en titubeos sonrojantes a veces como censiyez, paciensia, ceresa, nesecidad o zusezo… A esta inseguridad articulatoria había que añadir la variación léxica, las distintas o nuevas palabras para llamar a las cosas (pleita, jáquima, alcancía), a las comidas (mojete, mostachos, turrolate, allozas), a los juegos (tala, zumillo, látigo, Sevilla eléctrica), a las chucherías (sara, trasto, regaliz) en un sitio u otro.
Iba también de añadidura al lingüístico el desarraigo paisajístico. Según cumplía años de errancia civilera iba sintiendo que no tenía un paisaje que pudiera llamar mío –La Sierra del Alcaide, con sus víboras y sus cuevas para las brujas, con sus almendros en flor y sus olivares en pendiente, con el frío y los sabañones. El corazón salvaje de Sierra Morena en el poblado de la presa del Bembézar. Los bosques de eucaliptos a orillas del Odiel. La dehesa extrema de Los Pedroches. La vista de la sierra de Córdoba desde el pabellón de la calle Altillo–; iba comprobando que no había un único paisaje que pudiera identificar con mi infancia, con mi adolescencia. Y fabulaba que de mayor no tendría un sitio al que volver, un sitio donde ser enterrado junto a los míos. Porque los míos andaban ya desperdigados, lejos de sus raíces –Cuenca, Murcia, La Mancha, Córdoba–, vagando de puesto en puesto, guardia civil caminera, con la familia a cuestas.
No veía el niño o el adolescente que eras entonces ventaja alguna en aquella alternancia y diversidad, en aquella continua provisionalidad, en aquel nomadismo funcionarial de tu padre, en aquel andar de continuo preparando embalajes, viendo las sucesivas casas –pabellones– manteladas y desmanteladas, armando y desarmando camas, mesas, armarios, grapando cables de la luz, montando y desmontando portalámparas, taladrando tabiques, adjudicando habitaciones, colgando y descolgando el crucifijo, las repisas de cristal y el espejo del aseo, enroscando y desenroscando cáncamos para los visillos de las ventanas, seleccionando ropas y zapatos, juguetes, que no subirían al camión de la mudanza, las mantas envolviendo el espejo de la coqueta, protegiendo de roces el tablero de la mesa del comedor o las puertas acristaladas del aparador, el camión en la puerta o en el patio del cuartel, con un coro de niños y mayores curiosos, como si llegara el circo o los feriantes, y tú entrando y saliendo, llevando bultos, cansado, con hambre, con vergüenza delante de todos aquellos desconocidos.
La mudanza era un trastorno completo para la familia. Desde que mi padre anunciaba su nuevo destino hasta que salíamos del lugar en el camión o en un taxi, todos entrábamos en un periodo de excitación, mezcla de incertidumbre y de nostalgia por lo que íbamos a dejar atrás. Yo acompañaba a mi padre a las carpinterías y almacenes en busca de tablas y listones para los embalajes y le ayudaba a desclavar las cajas de tabaco que nos daban en los estancos, que entonces eran de madera y muy pesadas. También me encargaba de recoger las herramientas y alargárselas a mi padre cuando estaba subido a una escalera o de rodillas en el suelo desmontando un enchufe. Mi madre y mi hermana comenzaban primero con la vajilla del aparador, que no se usaba a diario, luego con la ropa y con el menaje de la cocina. Los días previos a la mudanza la casa era un laberinto de cajas, maletas, muebles desmontados cubiertos con mantas y colchas, atados con cuerdas, cajones vacíos, paquetes y bultos de ropa. La noche anterior al traslado, recogidos ya todos los enseres, excepto cuatro platos y una sartén donde mi madre freía unos huevos y unas tajadas de carne o de chorizo, la última cena a la luz pelada de una bombilla y dormir sobre los colchones en el suelo.
Al principio, cuando más pequeños, a mi hermana y a mí nos divertía aquel trajinar, aquel dédalo de bultos y de muebles, aquella curiosidad que despertaba en los demás la llegada o la partida del camión de la mudanza, pero según íbamos cumpliendo años y disfrutando el tener amigos de los que nos teníamos que separar, las mudanzas nos ensombrecían el ánimo.
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