jueves, 24 de diciembre de 2009

Ensalada navideña

Debo encontrarle un adjetivo –un isótopo- al libro de Sánchez Ferlosio que he empezado a leer esta noche: un escritor, un intelectual de alto vuelo metido a lingüista, cavilando sobre positivos y superlativos, sinónimos, sufijos, significaciones e isotopías. De momento, conceptualización y estilo científico.
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La Poesía, en el JRJ de La estación total, es conciencia, creación, unidad y plenitud del mundo. Metapoesía. Metafísica. Metanoia. JRJ en el cielo de la Poesía. De la vida. De sí mismo.
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Antes de irse a trabajar, mi mujer entra en la habitación donde trabajo. Me encuentra con la mesa y alrededores repleta de libros, enfrascado en las traducciones de las últimas cartas de Fran Kafka. Qué haces, me pregunta:
—Ya ves, kafkármela —y le sonrío y dejo los diccionarios y los papeles y le doy un sonoro beso de despedida.
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Escribir a ventura seríe grant folía, asegura el fraile benedictino Gonzalo de Berceo refiriéndose a que no se atreve a inventar después que se le ha perdido el manuscrito latino que traducía y adaptaba a la lengua romance. Nuestro primer escritor de nombre conocido respeta el principio libresco de la clerecía, pero le aprieta el cíngulo y le hace un nudo personal. Continúa la tradición –la ingenua intención- de los milagros marianos, pero prescinde del latín para contárselos a sus paisanos y a los romeros que aparecen por su monasterio. Éste es su primer atrevimiento, su primera sensatez literaria: el pueblo es analfabeto, y ni lee ni habla latín, escribámosle, hablémosle, en la lengua que utiliza a diario. Contemporicemos. Ese o parecido argumento debió utilizar nuestro clérigo secular para convencer a su abad del uso de la lengua romance en el cuento de sus milagros y hagiografías. No inventó el asunto de sus obras, pero sí dio comienzo a una lengua literaria. Cambió de lengua para escribir y contribuyó el primero en el prestigio culto de un idioma que ya se venía hablando. No es pequeño el logro de este fraile.
Berceo tiene gracia para decir que inventar lo que no viene en el libro es una locura artística, sin embargo, él mismo introduce en sus narraciones añadidos personales, cae en la grant folía de incorporar elementos que no venían en los libros latinos: tipos, anécdotas, pinceladas costumbristas y paisajísticas, algún dialectalismo terruñero, que hacían más de la tierra, más cercanas, sus sencillas y ejemplares historias.
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Barrio
Ha estado bien el paseo nocturno bajo la lluvia. No me sentía solo a pesar de ser de los pocos y contados que andaba por las calles del barrio a esas horas. Digo bien solo, tan bien, que no iba aquejado de soledad ni de melancolías. Mi intención era tomarme una copa, pero en este barrio los bares cierran a la hora de cenar, y no era ocasión de trasponer más allá de Puerta Gallegos. Desistí de la copa y alargué el paseo bajo el paraguas: la noche cerrada en lluvia y este barrio cerrado con siete llaves... de vez en cuando la ráfaga de unos neumáticos, el claxon de una despedida a la puerta de casa, las risotadas de unos adolescentes en botellón, los pasitos apresurados de una joven solitaria para esquivar al hombre del paraguas en el primer portal... el chapoteo de las gotas en las marquesinas de los autobuses, en el asfalto, en los árboles, sobre tus pasos mismos, que podías haber dejado a la aventura, pero que no tuviste más remedio que dirigir a Vicente Aleixandre 15, para que tus viejos durmieran tranquilos.
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lunes, 21 de diciembre de 2009

Hilos y estratos de la historia

Me desperté temprano –era el aire batiendo en el toldo del patio- y me levanté. Con gusto hubiera seguido en la cama, calentito junto a mi mujer, pero tenía faena: componer el emparrado. Cosas de hortelano. A las ocho ya me había tomado dos cafés donde Los Mellizos y entraba con el coche en el almacén de materiales de construcción. Pelaba el frío. El encargado sacó los tubos y los cortó con la radial. Con las manos heladas y torpes coloqué y apreté la broca, perforé los tubos y los cargué en el coche. Asomaban por la ventanilla delantera y por la parte de atrás, que llevaba la puerta abierta, atada con una cuerda, así que conduje con precaución. Cuando llegué a la huerta, las gallinas salieron de su lugar y corrieron a su cómica manera a darme la bienvenida. Les correspondí con los restos de lechuga que llevaba y enseguida puse manos a la labor. La helada de la noche había logrado una buena capa de escarcha en los charcos y en el agua acumulada en la carretilla que dejé ayer a la entrada con lanchas de pizarra para un futuro empedrado. Al frío de la hora se le había aliado un recio viento siberiano con cuchillas que varias veces me voló la gorra al suelo...

Componer un emparrado tiene su conque, sobre todo si quiere uno dotarlo de una estructura sólida y segura, no basada en el alambre y en maderas podridas, como la que empecé a desmantelar. En mi corta experiencia de hortelano he podido comprobar que nada hay más seductor para algunos hortelanos que el alambre. O, más bien, el alambrillo, un alambrillo cualquiera. Otro día hablaré de los arriatados con goma de cámara de camión y de los de rafia negra. Y de toda la ferralla y la basura plástica que un hortelano descuidado es capaz de acumular...

Quiero hablar ahora de la tierra. De sus secretos y de sus misterios. Sé que es difícil de explicar. Sé que no tengo título de geólogo ni de historiador. Sé que mis únicas herramientas han sido mis manos y una improvisada barrena con que iba ahondando un agujero junto a una pared de piedra para asentar y asegurar la nueva estructura metálica del emparrado. El boquete, de unos 15 centímetros de diámetro y medio metro de profundidad, me ha permitido conocer los estratos más superficiales del suelo de la huerta. El primero es de humus, tan blando que se puede escarbar sólo con la mano. El segundo es de tierra más compacta, con piedrecillas de cuarzo, y necesita la ayuda de la barrena para perforar. El tercero está compuesto por lo que aquí llaman tierra tosca, una arena granulosa procedente de la descomposición del granito. Más abajo, ahí no llegué, solo queda el batolito, me dije, la gran roca madre de granito en que se asienta toda esta comarca. Antes de llegar al estrato de tosca, en uno de los puñados de tierra que sacaba con la mano venía algo rígido, que primero supuse un trozo de hierro y luego comprobé que era un casquillo de bala, la vaina de latón de una bala de fusil...

Hice alto en la faena. Me senté en una banqueta, encendí un cigarrillo y sopesando el casquillo le di al magín. Recordé cómo de vez en cuando todavía alguien encuentra una granada o una bomba sin explotar de la guerra civil, cómo de niños nos contaban los mayores fatales accidentes con alguno de estos artefactos; y recordé también haber visto más de una vez en huertas y cortijos casquillos vacíos de obús o de cañón que servían de adorno o para meter las tenazas de la candela, como en el cortijo de mi amigo Mateo...

—Esta bala tiene su historia —dije para mí—. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quién la disparó? ¿Contra qué o contra quién? ¿Un cazador acaso? ¿El hortelano del lugar, que la disparó contra un zorro? ¿Contra un lobo quizá, cuando los había por estos contornos? ¿Hay una muerte detrás? ¿Un fusilamiento? ¿Un crimen pasional? ¿El punto final de una rencilla por lindes o por herencias? ¿Un asesinato sin resolver? ¿Un turbio y olvidado ajuste de cuentas? ¿Qué manos y con qué intención metieron la bala en el cargador y apretaron el gatillo? ¿A qué hora del día? ¿En qué época del año? ¿Qué última imagen se llevó la víctima al otro mundo? ¿Habrá restos de ella por aquí?...

Me acordé entonces del pobre García Lorca, del revuelo montado estos días porque sus restos, y los de quienes fueron fusilados junto a él, no han aparecido, ni parecen haber estado nunca, donde se suponía. Excepto una muesca de bala en la roca, nada ha encontrado el equipo de expertos. La ciencia ha demostrado que jamás ha habido restos humanos en la superficie rastreada. Alguien mintió, o se confundió de lugar, o sugirió sin fundamento, llevado por rumores o falsas informaciones. Estos días ha salido además un nuevo libro sobre el último paseo del poeta granadino, que añade nuevas perspectivas y más confusión a los hechos, pues se viene a decir que uno de los “señaladores” del lugar donde fue enterrado García Lorca indicó, por tres veces además, el primero que se le ocurrió. ¿Está Lorca enterrado en El Caracolar, a unos quinientos metros del lugar excavado, o en el cercano barranco de Víznar, junto a tres mil fusilados más? ¿Intervino el aparato franquista y se llevó los restos al ignominioso Valle de los Caídos? Hay otra teoría, peregrina, que se recoge en un reportaje a cuatro páginas de El País, según la cual el autor de La casa de Bernarda Alba sobrevivió a su fusilamiento, “pero perdió la memoria por las heridas y fue acogido por unas monjas”. Al parecer, se trata de una ficción ideada por un novelista, que luego dio paso a un documental televisivo y que más de uno considera cierta desde entonces. Lo del Valle de los Caídos tiene su razón de ser: yo mismo he visto en los archivos de este pueblo las circulares y la documentación para llevar hasta la sierra madrileña los restos de los “vecinos caídos en la Cruzada de Liberación”, así que no resulta descabellada la hipótesis...

El hilo de la muerte de Lorca me ha llevado a la historia del piano de tita Luisa que me contó hace tiempo un amigo que vive en Granada. Cuando viene al pueblo, Miguel siempre acaba contándonos alguna historia de su familia, como la del conocido Pepiniqui, el mayor de los Rosales, que hoy rememora Manuel Vicent en su columna de El País. La del piano de tita Luisa tiene que ver con la madre de mi amigo, hija de una familia burguesa en la Granada de primeros de siglo, cuyos hermanos, como ella misma, vivieron toda su vida del capital familiar y nunca se vieron, aunque tuvieron títulos universitarios, en la obligación de trabajar. Una de las tías de la madre de Miguel, tita Luisa, era también tía del poeta Luis Rosales, una hermana de su madre que vivía con ellos y en cuyas habitaciones se refugió durante unos días Federico García Lorca antes de que lo llevaran detenido al Gobierno Civil. La historia de esos días que se cuenta en la familia de Miguel coincide hecho por hecho con la que se lee en el libro de Ian Gibson. Se planteó la posibilidad de que Lorca se pasara una noche a la zona republicana, incluso la de que Lorca fuese llevado al frente, con otro de los Rosales, para eludir su casi segura muerte. Las propuesta no prosperaron y el poeta permaneció con los Rosales hasta que una tarde apareció por la casa un tal Ruiz... Cuenta la tradición familiar que, en medio del peligro que corría su vida, Lorca pasó algún rato, quizá para olvidar su miedo, tocando el piano que había en una de las salas de la casa. Era el piano de tita Luisa. ¿Qué aires sonarían en la casa solariega aquellos días de agosto de 1936? ¿Quizá los del prendimiento y muerte de Antoñito El Camborio? ¿O quizá los del cazador y la paloma de Anda jaleo?

Cuando en la familia Rosales hubo que repartir la herencia de tita Luisa, el piano en que Lorca tocó por última vez fue tasado en 50.000 pesetas, un precio desorbitado, con la esperanza de que no saliera de aquella casa, y no porque el piano fuese una maravilla de instrumento —sólo el mueble tenía algo de valor, por la antigüedad—, sino porque la leyenda Lorca ya había comenzado. ¿Qué sones arrancaría el corazón tembloroso del poeta de aquel piano de tita Luisa?

La madre de Miguel, que había hecho en su juventud algunos cursos de piano, y ya casada con un labrador de Iznalloz, mostró interés por aquel viejo instrumento cuyas teclas habían sentido el alma en vilo del gran poeta. Si el piano se tasó en un precio tan alto fue con la seguridad de que aquella sobrina no iba a volver a verlo. Pero aquí entra en juego Miguel Romero, el padre de mi amigo, un hombre entregado a mantener y hacer prosperar su cortijo olivarero de La Parra, en Iznalloz, un tipo rudo, campesino, que había logrado enamorar a la niña bien, a la burguesita acostumbrada a vivir en los refinamientos y exquisiteces de la ciudad, y quiso tener un detalle de su amor, demostrarle a su mujer que, a pesar de lo recio de su carácter y de ser un hombre criado en el campo, los Romeros de Iznalloz también eran sensibles y delicados, quiso, como decía, hacer una romerada, y se presentó en la casa de los Rosales:

—¿En cuánto habéis tasado el piano?
—Cincuenta mil pesetas —le dijeron, pensando que el Romero campesino desistiría.
—Casualmente las traigo en el bolsillo. Toma, cincuenta mil pesetas, y el piano para mi mujer.

Mi amigo Miguel se crió con ese piano en casa. Hace unos años, en vista de que su hija estudiaba piano, llamó a un lutier que lo examinó y le dijo que no era un buen instrumento, que su hija, por mucho y buen arreglo que le hiciera, preferiría uno moderno, así que desistió y allá anda todavía el piano en casa de sus padres...

Todavía no se lo he dicho a mi amigo, pero la próxima vez que vaya a Granada le pediré que me lleve a casa de sus padres para ver el piano de tita Luisa...

Acabado el cigarrillo, puse la vaina sobre un lancha de pizarra y volví a la faena del emparrado, pero ya no se me iba de la cabeza la historia de los últimos días de Lorca, ni la que pudiera tener aquel casquillo que acababa de encontrar...


martes, 8 de diciembre de 2009

Tópicos profesionales

—Es más flojo que la chaqueta de un guarda —sentenciaba mi madre cuando hablaba del gandul de Fulanito, de un holgazán. Otras veces era la vecina cotorra, que charlaba más que un sacamuelas, o mi padre, a quien recriminaba porque fumaba más que un carretero, o bien un pobre hombre desmedrado, que había pasado en su vida más fatigas y más hambre que un maestro de escuela.

Desde nuestra infancia venimos oyendo dichos sobre las más diversas profesiones: médicos, abogados, boticarios, taberneros, comerciantes, políticos, camioneros, guardias civiles, reyes, obispos y monjas, albañiles, notarios, sastres, jueces, mecánicos, funcionarios... No creo que haya ninguna que se salve. Sin embargo, hasta que no empecé a frecuentar este pueblo, nunca había oído tópicos de esta clase sobre el gremio zapatero, aunque es verdad que de uno que tenía su tabuco y asiento en la calle Altillo del Campo de la Verdad había cogido hilos en casa y en boca de los vecinos y sabía que a veces le daba al mollate y soltaba voces e impertinencias al primero que le llegara con unas tapas para recomponer.

En improvisadas tertulias de sobremesa al amor del brasero o tomando el fresco de la noche en el patio durante el verano, más de una vez nos ha entretenido y hecho reír Juana, mi suegra, contándonos anécdotas de su infancia y mocedad, cuando esta misma casa en que vivimos era la taberna de Lunares, su padre; la taberna tenía también algo de abacería con sus sacos de legumbres, sus latas de conservas, su cuba para el vinagre y sus piezas de bacalao; su algo de ultramarino, con el saco de café, y su poco de mercería, droguería, papelería y cordelería, con sus tintes y sus brochas, sus cuadernos y sus plumines de palillero, con sus madejas de cabos de cáñamo y sus cuerdas trenzadas para los carros y las caballerías. Algunas de estas anécdotas se referían a los menestrales de la lezna y el cerote...

Imagen: http://gremios.ih.csic.es/artesanos/images/stories/Ilustraciones/zapateros_b.jpg

Imaginemos una tarde como esta misma en que escribo, una tarde de hace muchos años, allá por los cuarenta. Una tarde fría y gris de otoño, con el silencio señoreándose por las calles solitarias del pueblo, iluminadas apenas por tristes barras de luz escasa y titubeante. Desde las chimeneas de las casas se elevan apacibles penachos de humo que pronto se disuelven en la penumbra neblinosa. Pronto será noche cerrada. A esta hora acuden los vecinos con su platillo de aluminio a comprar unas sardinas y unos tomates en conserva para la cena. La niña, Juana, ayuda a su padre a despachar. De vez en cuando echa una mirada risueña al rincón en que dos viejos compadres llevan bebiendo desde mediodía.

—Hoy han holgado, otra vez celebran San Crispín —le dice con sorna a una vecina que ha venido a por una pila de petaca, señalando con la cabeza el rincón de los bebedores.

Antolín y Pelele son zapateros; uno tiene su chiscón junto a la taberna, pared con pared; el otro, Antolín, en el barrio de abajo, detrás de la iglesia. Los compadres beben y guardan silencio. De la conversación chispeante de las primeras copas, de la exaltación de la fraternidad del gremio, de las jotas picantonas y de las murgas carnavalescas, Antolín y Pelele pasaron a las fatalidades de la vida y a los días de antaño, cuando eran jóvenes y se iban a comer el mundo. Entre bromas y veras, entre una copa y otra copa, el corazón se les ha ido poniendo turbio de malenconía, el pesar se desanuda en sus gargantas y prorrumpen en beodos sollozos que no disimulan acodados en el mostrador de madera.

—Es hora de echar el cierre, cada mochuelo a su olivo —ordena Lunares, y los compadres, sin rechistar, gachas las cabezas y los hombros, salen de la taberna dando camballadas.

—¡Usa, Pelele!—grita Pelele a la puerta de su casa, subiéndose con los antebrazos la cintura del pantalón. Cuando entra en la casa, cierra la puerta, abre el postigo y asomado a él empieza a cantar y a cantar. Pasará así unas cuantas horas.

Antolín enfila con torpes pies la suave pendiente abajo del callejón Cantero, se apoya con la mano izquierda en las paredes, de vez en cuando se detiene, incapaz de dar un paso, abiertas las piernas encorvadas, balanceándosele el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, hasta que es capaz de extender los brazos hacia adelante y logra seguir otros cuantos pasos. Cuando consigue llegar a su casa, se echa a dormir delante de la candela y allí pasa la noche, sin moverse, como si hubiera caído muerto. La madre, acostumbrada ya, cierra la puerta y se mete en su dormitorio con un rosario en la mano.

No es la primera vez que estos compadres zapateros agarran una moña. Tienen fama de borrachines, pero no son los únicos del gremio, el refranero popular lo atestigua. En la memoria del pueblo todavía perdura la coplilla dedicada a nuestros dos camaradas:

Antolín y Pelele
se acuestan juntos,
porque dicen que les da miedo
de los difuntos.

Lo que me ha hecho escribir sobre estos zapateriles homenajes a Baco, no es ya haberlos descubierto tarde, ni haber escuchado historias más o menos figuradas de remendones de este pueblo, sino comprobar que en otras latitudes, y ya desde antiguo, el gremio que tiene por patrón a San Crispín, goza de la misma fama: la otra noche, leyendo unos cuentos de Chéjov me encontré con estas palabras en boca del coronel Pedro Ivanovich, que entretiene a unas señoritas con el relato de sus aventuras juveniles: “Yo me había atiborrado de vodka y me encontraba borracho como cuarenta mil zapateros”, expresión rusa que equivale a nuestro castizo “borracho como una cuba”.

Pobres zapateros, ni en Rusia se libran de este sambenito.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Intelectuales / Comerciales


Hace apenas media hora que he terminado el segundo volumen de Millenium. ¡Pobre Stieg Larsson! -es lo que se me ha venido a los labios nada más cerrar el libro-, no llegaste a ver cuántos miles de lectores se han enganchado con tu historia de Lisbeth Salander.

Utilizo aquí el enganche, no en su sentido adictivo, sino por la capacidad del novelista en conseguir que los lectores no pierdan de vista el libro hasta no llegar a la última página. Supongo que mi lectura ha sido como la de muchos: a todas horas y en todas las habitaciones de la casa: por las mañanas, antes de levantarme, o por las noches y la madrugada, antes de soñar con los angelitos, después de comer o mientras llegaba la hora de la cena, apurando páginas con fruición en el sofá, en la cama, en el sillón, en el cuarto de baño, o sentado a la arábiga en la alfombra del salón.

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina ha supuesto un respiro complaciente y gozoso en las lecturas que tenía entre manos estos primeros días del otoño: nada menos que Ulises y El despertar de Finnegan, si droga dura la primera, “imposible novela [...] por su indescifrable hermetismo, la obra más oscura y difícil de la literatura inglesa de todos los tiempos”, la segunda, según se lee en la contraportada.

Yo no sé si el novelista sueco había leído al novelista irlandés; si lo hizo, lo olvidó enseguida: la complejidad de la trama sueca nada tiene que ver con la complejidad irlandesa, que exige un lector, sin exagerar mucho, catedrático al menos, más que pertrechado de amplia erudición y de referencias culturales de todo tipo. La literatura tiene estas cosas, estos extremismos, esta coexistencia de los llamados escritores de culto, minoritarios, con los llamados escritores de superventas mundiales.

Esta coincidencia de unos y otros, de minoridad y mayoridad, de autores de reducido círculo y de autores de amplio espectro, se ha dado siempre en literatura, y en el arte en general. Pensemos, por ejemplo, en el cine de Bergman (sueco, por cierto) y en el de Spielberg. Lo curioso de esta dicotomía, desde el punto de vista del prestigio, es que ganan los primeros, a los que se les concede un aura de intelectualidad de la que no gozan los segundos, tildados, con acento despectivo, de comerciales.

La conceptualidad de los unos, significa, por lo general, desconexión con el gran público, con el lector común y corriente, pues la densidad de símbolos y conceptos, o un lenguaje hermético, o una estructura narrativa que no hay por donde pillarla, impiden que el lector goce, disfrute, se solace y divierta con la lectura, cosa que no ocurre con la novela de Larsson.

Voy a seguir con Ulises y con Finnegans Wake, desde luego, aunque no voy a dedicarle toda mi vida, como dijo una vez el propio Joyce del lector que exigen estas obras; pero también le hincaré al diente a las otras dos novelas de Larsson, no todo van a ser intrincadas hermenéuticas, arquitecturas del sema, superposiciones de componentes formales y reintegraciones del discurso expresivo, ni estructuras polimorfas, ni verbocentrismo, ni esquemas homéricos, ni codificaciones culturales, ni abstrusos pasajes sin sentido.

De todo ha de haber en la viña del lector.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

I hope that i don't fall in love with you


Por los altavoces se desgrana melodiosa y desgarrada la voz de Tom Waits. El sol de otoño derrama sus últimos esplendores sobre el pueblo. Va haciendo fresco. En la habitación en penumbra el perro dormita a tus pies...

Reconócelo, la luz del momento, la calle solitaria, el leve temblor en la glicinia y las antenas, la música, la misteriosa voz que sientes en tu pecho, te han puesto un poco filósofo, un poco triste, un poco poeta...

Pero de pronto miras por la ventana y descubres una estrella más allá de los tejados y del horizonte, sola, brillante en el inmenso azul cada vez más oscuro. Y te quedas un rato mirándola, divagando en tus cosas, a solas con tu soledad... hasta que caes en la cuenta: quedan veinte minutos para que se enciendan las luces de la casa... para que ella venga.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Primeros testimonios del humo


Para los europeos, la presentación en sociedad del tabaco tiene lugar en la Historia general y natural de las Indias, islas y tierra-firme del mar océano, publicada en 1535 por el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, primer cronista del Nuevo Mundo.

En el capítulo "De los tabacos ó ahumadas que los indios acostumbran en esta Isla Española é la manera de las camas en que duermen" (Tomo I, Libro V, cap. II, págs. 130-131), el aventurero asturiano, además de lanzar el primer anatema antitabaquista, hace una breve descripción de la planta y de los inhaladores de humos, así como de los tremendos colocones indígenas que comportaba este sagrado ritual, precedido con frecuencia de la ingesta de un brebaje tan emborrachante que a algunos no les daba tiempo a echarse en las hamacas y quedaban sin sentidos en el suelo. El asturiano también da fe de los primeros españoles adictos a la nicotiana con la excusa de que les aliviaba en su mal de búas.

La cita es larga, pero merece la pena:

"Usaban los indios desta isla entre otros sus viçios uno muy malo, que es tomar unas ahumadas, que ellos llaman tabaco, para salir de sentido. Y esto haçian con el humo de çierta hierva que, á lo que yo he podido entender, es de calidad del beleño; pero no de aquella hechura ó forma, segund su vista, porque esta hierva es un tallo ó pimpollo como quatro ó çinco palmos ó menos de alto y con unas hojas anchas é gruesas, é blandas é vellosas, y el verdor tira algo á la color de las hojas de la lengua de buey ó buglosa (que llaman los hervolarios é médicos). Esta hierva que digo, en alguna manera ó género es semejante al beleño, la qual toman de aquesta manera: los caçiques é hombres prinçipales tenían unos palillos huecos del tamaño de un xeme ó menos de la groseza del dedo menor de la mano, y estos cañutos tenian dos cañones respondientes á uno, como aqui está pintado (Lámina 1, fig. 7), é todo en una pieza.
Y los dos ponian en las ventanas de las nariçes é el otro en el humo é hierva que estaba ardiendo ó quemándose; y estaban muy lisos é bien labrados, y quemaban las hojas de aquella hierva arrebujadas ó envueltas de la manera que los pajes cortesanos suelen echar sus ahumadas: é tomaban el aliento é humo para sí una é dos é tres é mas veçes, quanto lo podían porfiar, hasta que quedaban sin sentido grande espacio, tendidos en tierra, beodos ó adormidos de un grave é muy pessado sueño. Los indios que no alcanzaban aquellos palillos, tomaban aquel humo con unos cálamos ó cañuelas de carrizos, é á aquel tal instrumento con que toman el humo, ó á las cañuelas que es dicho llaman los indios tabaco, é no á la hierva ó sueño que les toma (como pensaban algunos). Esta hierva tenian los indios por cosa muy presçiada, y la criaban en sus huertos é labranzas para el efeto que es dicho; dándose á entender que este tomar de aquella hierva é zahumerio no tan solamente les era cosa sana, pero muy sancta cosa. Y assi cómo cae el caçique ó principal en tierra, tomanle sus mugeres (que son muchas) y echanle en su cama ó hamaca, si él se lo mandó antes que cayesse; pero si no lo dixo é proveyó primero, no quiere sino que lo dexen estar assi en el suelo hasta que se le passe aquella embriaguez ó adormecimiento. Yo no puedo penssar qué plaçer se saca de tal acto, si no es la gula del beber que primero haçen que tomen el humo ó tabaco, y algunos beben tanto de çierto vino que ellos haçen, que antes que se zahumen caen borrachos; pero quando se sienten cargados é hartos, acuden á tal perfume. E muchos también, sin que beban demassiado, toman el tabaco, é haçen lo que es dicho hasta dar de espaldas ó de costado en tierra, pero sin vascas, sino como hombre dormido. Sé que algunos chripstianos ya lo usan, en espeçial algunos que están tocados del mal de las búas, porque diçen los tales que en aquel tiempo que están assi transportados no sienten los dolores de su enfermedad, y no me paresçe que es esto otra cosa sino estar muerto en vida el que tal haçe: lo qual tengo por peor que el dolor de que se excusan, pues no sanan por eso.
Al presente muchos negros de los que están en esta cibdad y en la isla toda, han tomado la misma costumbre, é crian en las haçiendas y heredamientos de sus amos esta hierva para lo que es dicho, y toman las mismas ahumadas ó tabacos; porque diçen que, quando dexande trabajar é toman el tabaco, se les quita el cansançio."

Sin duda, el primer testimonio escrito de fumetas indígenas debió escribirlo en su diario el mismísimo Cristóbal Colón, con toda probabilidad entre las anotaciones correspondientes al martes 6 de noviembre de 1492, cuando dos de los hombres que envió tierra adentro para que remontaran el curso del río Mares le vinieron con el cuento de que habían visto a mucha gente, “mugeres y hombres, con un tizón en la mano, yervas para tomar sus sahumerios que acostumbravan.”

Como se sabe, los diarios de Colón acabaron perdiéndose, y sólo tenemos constancia de ellos por el padre Las Casas, que supo trasladarlos y extractarlos con fidelidad, al decir de los expertos. Ignoramos, pues, “todo” lo que el almirante anotó sobre estos tizones encendidos, aunque podemos hacernos una idea si acudimos a la Historia de las Indias, del mismo Bartolomé de Las Casas, donde encontramos más por extenso lo visto por los dos hombres colombinos. En el Libro Primero, capítulo XLVI, el polémico obispo de Chiapas describe un cigarro y una calada, y advierte también sobre el poderosísimo poder adictivo de nuestra dama en cuestión (la cursiva es mía) : "Hallaron estos dos cristianos por el camino mucha gente que atravesaban á sus pueblos, mujeres y hombres, siempre los hombres con un tizón en las manos, y ciertas hierbas para tomar sus sahumerios, que son unas hierbas secas metidas en una cierta oja, seca también, á manera de mosquete hecho de papel, de los que hacen los muchachos la pascua del Espíritu Santo, y encendido por la una parte dél por la otra chupan, ó sorben, ó reciben con el resuello para adentro aquel humo, con el cual se adormecen las carnes y cuasi emborracha, y así, diz que, no sienten el cansancio. Estos mosquetes, ó como los llamaremos, llaman ellos tabacos. Españoles cognoscí yo en esta isla Española, que los acostumbraron á tomar, que, siendo reprendidos por ello, diciéndoles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejarlos de tomar; no se qué sabor ó provecho hallaban en ellos" (págs. 332-333).








sábado, 12 de septiembre de 2009

Mohínos


No se preocupen quienes nacieron o viven en Alcaracejos, que no trataré en esta entrada de gentilicios populares; tampoco de ese vistoso pájaro de larga cola celeste que suele volar apandillado, ni siquiera del mulo de negro hocico. Por motivos que más adelante se verán, me interesa ahora la mohinez en cuanto afecto o estado anímico y en tanto manifestación del destino, que en ambos ámbitos se sumerge esta palabra que le tomamos a los árabes hispanos, quienes transformaron el clásico mahīn (vilipendiado, ofendido) en el muhín padre de nuestro mohíno.
Para quienes gusten de las precisiones temporales y espaciales, mi interés por esta palabra sobrevino hace unas horas, poco después de las seis de esta tarde, a la puerta del hotel Las Gaviotas, en Benalmádena. Después de comprobar en varias recepciones que o no disponían de habitación o el precio sobrepasaba nuestro presupuesto seguimos con el coche por la antigua carretera de la costa y maldito el momento en que vi el reclamo de Las Gaviotas, cuya entrada desde la carretera, un desnivel de cuatro metros en apenas cinco de distancia, imponía pavor, pues con el vehículo inclinado más cerca de la vertical que de la horizontal, parecía que iba a ingresar uno en el mundo avernal, y bien podía sustituirse el nombre del hotel por las famosas palabras que Dante vio inscritas a la entrada del infierno: Perded toda esperanza al traspasarme.
Ella me preguntó cómo iba a salir de allí y le dije que no se preocupara. El recepcionista nos dio nones, me puse de nuevo al volante, avancé unos metros y detuve el coche antes de hacer la maniobra: primero debía girar en ángulo recto hacia la izquierda, con cuidado de no rozar los vehículos aparcados enfrente y a la derecha, ni el murete que quedaba a mi mano izquierda; luego, con el coche hacia arriba en un ángulo de 50 º tenía que ascender una infame rampa –trampa- de cinco metros, con precaución de no invadir la inmediata carretera, no nos llevara por delante otro vehículo. Sentí el aviso en el estómago: No lo saco de aquí, le dije a ella. Vamos, me contestó, sabes lo que tienes que hacer.
Primera, soltar embrague, acelerar y frenar justo en la línea, pero nanay: el motor zumbaba acelerado, el coche cayó un tramo hacia abajo y se caló. En el estómago me saltaban ya cien canguros y el corazón latía en ametralladora.
Al segundo intento el desastre dio la cara, el coche volvió a rodar hacia abajo, se oyeron roces de chapa y crujidos y la rueda delantera quedó atrapada con el murete de mi izquierda. Saltaron las alarmas y los aspavientos de ella, que salió del coche, miró los daños y se llevó las manos a la cabeza. Para ese momento, los inútiles acelerones habían llamado la atención de un grupo a nuestras espaldas, que sin duda empezó a cruzar apuestas. Una mujer que pasaba nos dijo que el otro día le ocurrió lo mismo; otro señor, que había esperado atentamente a que yo acabara la maniobra, siguió su camino, no sin antes mover la cabeza de un lado a otro dando a entender el carroceril destrozo. Sin darle más vueltas, bajé del coche, le dije a ella que lo sacara y subí hasta la carretera para avisarle cuándo.
Con pericia, sin dudar, sin que el coche reculara un centímetro, con un acelerón controlado y sostenido, lo sacó del atolladero y lo dejó con suavidad arriba del todo, listo para seguir la marcha. En ese momento, del grupo que tomaba cervezas al lado y contemplaba el incidente salieron unos aplausos fuertes y sinceros y una voz que gritó divertida, quizá porque ganó la apuesta: ¡Ella! ¡Ha tenido que ser ella! ¡Bravo! ¡Bravo!
Cuando cogimos de nuevo la carretera, todavía sonaban los aplausos y los comentarios elogiosos. Yo ya estaba empapado en sudor, me temblaban las manos, no podía articular palabra, sentía mil alacranes en las sienes y los canguros se habían transformado ahora en tropel de elefantes que subían desde el estómago hacia la boca. Un ligero mareo hizo amago, pero encendí un cigarrillo y me sobrepuse.
Al mareo, pero no a la mohinez, que ya se me vino dentro en todo su ser. No sentía humillación por haber sido ella la que resolviera la situación, ni porque hubiera habido espectadores, sino profunda decepción por mi impericia al volante, y preocupación por el daño en el coche.
Un par de kilómetros más adelante, ya conducía ella, nos detuvimos en un último intento de encontrar habitación. El coche apenas tenía nada, un rozón en la aleta delantera y en el tapacubos de la rueda izquierda, una pieza de plástico a la que se le había salido una pestaña, que volví a su sitio sin dificultad, y un pequeño fruncido en la chapa del guardabarros. Casi nada, después del sofocón. Decidimos volver al pueblo.
Hicimos el viaje de vuelta en silencio, desilusionada ella por no haber encontrado habitación, disgustado yo por lo del coche, y triste por la desilusión de ella, rumiando el fracaso de la tarde, viva imagen del volver con el rabo entre las piernas, considerando lo injusto del destino, que, como en el juego de cartas, nos había tomado por mohínos jugando todos los elementos en nuestra contra, cosa que ya debimos de advertir cuando a la salida del barrio donde vive nuestro hijo nos equivocamos dos veces de carretera –no había ninguna señal visible que indicara nuestra dirección- y hubimos de retroceder sobre nuestros pasos cuando no tirar por la trocha antes de aparecer en la famosa Costa del Sol malagueña.

lunes, 7 de septiembre de 2009

4 de septiembre de 2009


Mi hermana B. ha vuelto a llamarme. Lo hizo ya el día 1 para preguntarme sobre unas pastillas para dejarlo. El humo, claro. Unas pastillas que cuestan casi 90 euros y que yo tomé en una de mis desintoxicaciones, pero que hube de dejar a las cinco semanas porque me iban llevandito a una depresión en toda regla: la tristeza de corazón, el desánimo ante el mínimo quehacer y un fatalismo existencial me habían anidado y comenzaban a dar tan peligrosas volantadas que me asusté y terminé arrojando a la basura aquellas jodidas pastillas.
Más o menos, esto le dije, rematando con que me hacían sentir y pensar como yo no era, quizá porque las dichas pastillas eran un poderoso antipresivo y yo no estaba deprimido, sino solo en un empeño por dejar la nicotina.
Pero en esto de las panaceas y triacas, amén de los principios activos de las sustancias, manda la naturaleza de cada cual, así como las circunstancias y necesidades del momento, y la que no le va bien a uno, al vecino le cae como a las hojuelas la miel, y pues ya las había comprado y manifestaba su deseo de probar con ellas, le dije que adelante, pero que se observara y al menor síntoma extraño corriera al contenedor, sabedor como Sancho, de que nadie escarmienta por cabeza ajena, y también de que tripas llevan pies, que no pies tripas, quiero decir esperanzado en que con su buena voluntad y mejor intención lograría su propósito.
B. llamaba esta tarde para decirme que llevaba tres días, que el primero le quiso doler la cabeza, que más que animada y espitosa se encontraba como triste, que una amiga suya también había empezado… Consciente de mi papel terapeuta la dejé explayarse en pormenores: viene bien hablar y declarar cuantas más veces mejor la idiotez de ser un empedernido del humo y la determinación de abandonarlo.
Antes de despedirnos y después de animarla a que siguiera en su empeño con un par, le dije que desde ese momento la había convertido en mi corresponsal en Córdoba para los adictos a la nicotina y que iría dando aquí noticias de su rehabilitación.
Luego de colgar me preparé un cubalibre y he aplastado hasta cuatro colillas en el cenicero mientras redactaba esta nota. Ahora saldré a pasear con mi perra la noche de luna llena.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Gramática parda

El texto que sigue fue leído como discurso de despedida a una de las promociones del IES "Los Pedroches" de Pozoblanco, en el que enseño Lengua y Literatura Españolas desde 1991. Aparece aquí a petición de un tímido Jesús R., que se ha quedado en el punto casi del anonimato.

Clic en la imagen para agrandar.


viernes, 7 de agosto de 2009

Abreviar / Abrevar


Volver a leer es volver a vivir.

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Triángulo de las Azores: es más rentable montar una guerra que mantener la paz. La guerra es un negocio, como vender ajos o varillas para los paraguas.

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Echa uno de menos la ideología: un país no es solo un mercadillo.

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Uno nació optimista, como otros tiquismiquis o hijosdeputa.

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miércoles, 5 de agosto de 2009

Verfremdungseffekt

De la actuación de El Brujo la otra noche en la plaza de la iglesia de Torrecampo sólo puedo hacer elogios: dominio magistral de la voz -¿en cuántas formas y tonos oímos la seña de identidad del protagonista, la palabra hambre?; alternancia de registros y ritmos en la elocución –desde la monodia pregoneril y la musiquilla de romances y plegarias, al vertiginoso recitado de fragmentos de la vida de Lázaro González Pérez, pasando por salmodias –parodias- latinescas, la lengua coloquial o la imitación de voces populares, como el abuelo de La Solana o las viejas de Sabiñánigo; una rica gestualidad, histriónica en momentos, que enriquece y a veces sustituye a las palabras –cuando barre y medio baila y tararea latines en la casa del cura de Maqueda, cuando explica el ardid de la sutil fuentecilla en la jarra de vino o el cambiazo de longaniza por nabillo; un escenario desnudo y un atrezo pobre, del que se extrae el mayor jugo dramático –trompetilla de pregonero y palo de ciego, taburete, que por la magia del teatro se transforma en la imperial Toledo, un arca que finalmente sale a escena y una bota que no llega a aparecer, no sabemos si por despiste del actor o por inoperancia del regidor, si es que lo había. Hubo también luces que no lucieron en su momento y tres o cuatro transiciones musicales de ambientación histórica. Fue una gozada escuchar y ver al actor en aquel escenario desnudo. Disfruté y reí como hacía tiempo que no lo hacía en un teatro. ¡Viva Lusena!

En el texto del monólogo confluían tres correntías de distinta naturaleza e intención. Por el cauce principal discurrían los tres primeros tratados y el último de la novela anónima aparecida en 1554, adaptada y ligeramente actualizada por Fernando Fernán Gómez, maestro cómico de la legua donde los haya, cauce que, tal Guadiana, aparecía y volvía a aparecer leguas adelante, cuando cesaban las otras dos corrientes textuales, que llamaremos IPG (Improvisaciones Previstas en el Guión) e ISR (Improvisaciones Surgidas durante la Representación). Las interpolaciones tipo IPG estaban integradas por comentarios y chistes sobre un pueblo cuyo nombre no voy a decir, sobre el nivel intelectual del público y sobre supuestas equivocaciones o confusiones del actor. De esta corriente textual formaban parte también las anécdotas relatadas en el descanso-entremés de la función. Por su lado, las interpolaciones tipo ISR consistían mayormente en ironías y recriminaciones sobre las luces que no lucen, sobre el tablaje que se hunde en una parte, la bota que no aparece o el espectador que atiende a una llamada del móvil en plena función.

El efecto conseguido con esta amalgama de corrientes es el que da título germano a esta entrada, Verfremdungseffkt, el efecto de distanciamiento, con el que se busca que el público no llegue a identificarse emocionalmente con el sufrimiento o las alegrías del héroe dramático, no entre en purgación o catarsis y sea consciente en todo momento, de manera reflexiva y crítica, de que está asistiendo a una obra de teatro: ¿A quién se le olvidó con las risas que estaba en la plaza de la iglesia de Torrecampo en una noche estrellada de agosto, y que, mientras recordaba o escuchaba por primera vez las tretas y hambrunas del picarillo, el actor se quejaba por las deficiencias materiales y técnicas, ironizaba sobre la corrupción de los políticos (dicen que la ocasión hace al ladrón), convertía en farsa y risión la avaricia y cruel insolidaridad de la iglesia con los más desvalidos (un niño hambriento) o ponía al desnudo la inoperancia e hipocresía de la nobleza de sangre más roñosa y ruinosa de nuestra historia?

No perdamos de vista que Lázaro de Tormes, bajo los andrajos y la moral del antihéroe, es un héroe, el primero de nuestra historia literaria en señalar las miserias y lacras morales de la sociedad española de su tiempo, en dirigir su j’accuse contra unos valores y unas instituciones asentados en la impostura moral, la mentira, la crueldad, la insolidaridad y el personal afán de lucro.

Bien mirada, la distancia entre los siglos áureos y estos días nuestros no es tanta como debiera, habida cuenta de que se repiten circunstancias, hechos y actitudes: recuerde el lector la situación de millones de niños en el llamado tercer mundo; considere el egoísmo de los ricos estados del bienestar, que procuran mantener alejados, cuando no los explotan sin escrúpulos, cuando no los expulsan sin contemplaciones, a los parias, a los que huyen de la miseria y de la nada de su hogar; abra las páginas de un periódico y se encontrará con los mismos bulderos -los Madoff- de aquellos días imperiales, los mismos políticos conchabados, los mismos jueces prevaricadores, los mismos eclesiásticos avarientos o lujuriosos, incluso las mismas pobres gentes, como Lázaro González Pérez, que han llegado a la cima de su buena ventura –miserable oficio de pregonar vinos- a cambio de una cornamenta consentida y conocida por todos los vecinos de su barrio de San Salvador.

Sí, me divertí la otra noche con este Lázaro embrujado; reí a mandíbula batiente y lancé carcajadas a la noche estrellada con la declaración de sus trapacerías y el relato de sus desventuras; disfruté con la voz y el gesto de este gran cómico de la legua, mas nunca al extremo de olvidar que la sombra acusadora del pícaro era tan certera, tan crítica y tan necesaria en el siglo XVI como en el nuestro. He ahí el dichoso Verfremdungseffekt o, dicho de otra manera, la vigencia de los clásicos.


Imagen: solienses.blogspot.com

jueves, 30 de julio de 2009

El lector anónimo

En el hilo de aquella primera vez se ensarta otra imagen. La ha traído esta mañana un texto del escritor estadounidense Raymond Carver en el que recuerda aquel día de su adolescencia, allá por 1956, cuando era el chico de los recados en una farmacia de Yakima y el hombre de la casa en que había hecho una entrega le regaló un ejemplar de la revista Poetry. Mientras leía el relato de Carver, mi memoria iba recomponiendo la escena y los personajes de otra experiencia relacionada con la lectura.

Andaba uno entonces en esa crucial edad de los once años, apavado, confuso con la mutación hormonal, sin saber qué hacer con su cuerpo ni con su tiempo, que se le pasaba la mayor parte en cazar moscas y otros aburrimientos propios de la edad. Vivíamos esa temporada en Córdoba, en la calle Altillo, al otro lado del río, y mi padre, que se había aficionado a cazar pajaritos, me dijo que lo acompañara a ver a un hombre experto en el arte del silvestrismo que le había recomendado un primo suyo.

En pleno bochorno de agosto, cinco de la tarde, salimos de casa hacia la parada de la Bajada del Puente, donde cogimos el Pío, el autobús que iba, pasando por Las Tendillas, hasta la barriada de Cañero, parecida en todo a la nuestra del Campo de la Verdad: en sus calles rectilíneas, en sus fachadas blancas y en sus zócalos amarillos, en su iglesia, su cine y su colegio, en sus mismas gentes humildes. En la parte izquierda del barrio según se entraba desde la carretera de Madrid, en una de las calles paralelas que daban a los descampados de Las Quemadas, en la acera en sombra -¿eran naranjos, moreras, acacias?- llegamos al número que buscábamos.

La puerta no estaba cerrada del todo, un canto rodado en el suelo defendía un resquicio por el que entraba al comedor un poco de luz y una ligera correntía de aire caliente. Sin levantarse del sillón, un joven –calculo ahora que de poco más de veinte años- preguntó qué queríamos, dio un aviso discreto al interior y nos invitó a pasar a la penumbra silenciosa de la casa. Yo me quedé en la calle, observando por la hendidura al hombre, que había vuelto a lo suyo, cómodo en un sillón, las piernas cruzadas y en las manos un enorme tocho –calculo ahora que de no menos de seiscientas páginas-, que llevaba casi mediado y del que no levantó la vista cuando al poco rato salió mi padre y le dijimos adiós.

Me impresionó primero el grosor del libro, como nunca lo había visto en manos de nadie. Y me intrigó luego el asunto, qué historia puede embeber tanto. Ya de regreso andando –cementerio de San Rafael, Lonja y cuartel de la policía armada, paseo de La Ribera, puente romano-, iba dándole vueltas al magín, admirando la valentía de aquel desconocido, cavilando sobre el misterioso poder de la lectura y decidido en adelante a pasar aquellas sofocantes siestas en el piso de la calle Altillo enfrascado en mis lecturas.

Todavía -han pasado ya más de cuarenta años-, cuando en el calor de la siesta echo mano de algún libro, se me viene la imagen de aquel desconocido de la barriada de Cañero que sin mediar palabra entre nosotros supo hacer de un púber atediado un lector, y un hombre, agradecido.


martes, 28 de julio de 2009

La primera vez

Según la definición de leer que da el diccionario que manejo para esta sección –otro día hablaré de él-, “pasar la vista por lo escrito o impreso, haciéndose cargo del valor y significación de los caracteres empleados”, mi primera vez ocurrió una mañana de primavera –las ventanas estaban abiertas y por ellas se colaba la algarabía de los pájaros- en el aula de un colegio de Gibraleón al que asistí un par de semanas antes de las pruebas de ingreso en el bachillerato, después de haber pasado varios meses en una academia donde la ortografía -cómo olvidarlo, primera clase de los lunes por la mañana- se aprendía con los palmetazos , o por el miedo a ellos, de un maestro cuyo nombre y figura olvidé tan pronto como las absurdas reglas que debíamos memorizar. No sé cómo ni por qué, dos o tres semanas antes del examen mi padre averiguó que asistiera a un colegio cercano con un grupo de escolares que se preparaba para la misma prueba.


Una de aquellas pocas mañanas durante las que fui alumno oficial de un colegio público, el maestro nos dejó solos después de recomendarnos que aprovecháramos la hora para la lectura de un texto cualquiera del libro. Yo elegí al azar una lectura en que se daba cuenta de los viajes de Magallanes y de Juan Sebastián Elcano alrededor del mundo, y mientras iba leyendo las peripecias de los navegantes me daba cuenta, no ya de que sabía leer y comprendía todas las palabras y todas la frases, sino de que iba haciendo mías aquellas aventuras, representándomelas y viviéndolas como si yo fuese el protagonista, haciéndome cargo y comprendiendo a la perfección los caracteres empleados. Aquella mañana fui consciente de ser lector, y me alegré del maravilloso trance que acababa de experimentar por primera vez, lo cual no impidió que en junio suspendiera el examen de ingreso. Pero esa es historia para otro lugar.

jueves, 23 de julio de 2009

Sin nombre, sin rostro



No sé si es uno, o unos pocos, o el mismo disfrazado de varios. Es el caso que de vez en cuando le llegan a uno anónimos que aprovechan que el Pisuerga pasa por Valladolid –por ejemplo, asistir como público a la entrega de un premio- para vituperarlo por fumarse un cigarrillo en un espacio al aire libre –no había ninguna indicación prohibitoria; tuve cuidado de no tirar la colilla al empedrado del histórico recinto; había, al menos, otro fumador, una mujer-, o por llevar en la solapa una insignia republicana. Sí, señor, o señora, sin nombre y sin rostro: soy fumador y republicano. ¿Molesta? Pues a joderse tocan. La Constitución ampara mis derechos a fumar en sitios permitidos y a creer en lo que me dé la gana. ¿Algún problema?

Como decía, no sé si es el mismo siempre, o alguno de sus heterónimos, este lenguaraz anónimo que acudió otra vez a Valladolid y a su Pisuerga para enredar mi nombre en una ristra de comentarios sobre la última publicación de otro autor de la comarca, y con maleva intención y manifiesta maledicencia sacó mis apellidos a la pública plaza para dejar unas cuantas lindezas sobre mi persona –un colega me las mostró hace unos días en la pantalla de su ordenador-, que no repetiré aquí por lo peregrinas e infundadas, amén de calumniosas y con el marchamo de mala uva.

Los anónimos tuvieron su momento y su papel, su sentido, en aquellos tiempos medievales en que el escritor se veía a sí mismo como un simple portavoz de los maestros, otro eslabón más en la cadena de transmisión, de tradición, de los conocimientos, doctrinas y sensibilidades de los clásicos, a los que reconocía como auctoritas (de donde procede nuestro vocablo autor). Con frecuencia, este escritor-eslabón, necesario, pero no digno de figurar con su nombre en los anales, asumía su anonimato con un valor religioso añadido: lo importante no era el individuo, sino la obra creada, hija de su ingenio y de su estudio, sí, y de la inspiración divina en primera y última instancia, que consagraba y entregaba sin firma al Creador, como prueba de su quehacer y existencia. El anonimato no era signo de cobardía, sino de humildad y de rechazo ético de las vanidades de este mundo. Chapeau¡ por aquellos pacientes copistas, traductores, comentaristas y exégetas que desde el discreto rincón de sus escritorios fueron lo bastante inteligentes y sensibles para evitar que se perdiera nuestra cultura madre.

Y Chapeau¡ también por todos aquellos sabios anónimos que creían en el valor de lo colectivo, de lo público, y colaboraron en la creación, consolidación y desarrollo de ese bellísimo acervo de la lírica y el folclore popular. Gracias a estos artistas sensibles y generosos hoy podemos disfrutar con las jarchas y las cantigas, con los romances, las coplas castellanas o los cantes flamencos.

Y por tercera vez me descubro y alzo mi sombrero a la gloria de anónimos como el autor del Lazarillo, que recurrió al silencio de su nombre -un signo de inteligencia, y al ensayo de Cipolla me remito-, para salvar el pellejo de manos del fundamentalismo cruel de la Inquisición; o del autor de La Celestina, que supo jugar al escondite para evitar el trance de la mazmorra o de la incineración in vita.

Y vuelva el sombrero a su lugar, a la cabeza, porque fuera de estos individuos desconocidos, tan fundamentales en la cultura y en la historia literaria, no le interesan esos tales que se esconden en el anonimato para enredar, lanzar injurias, infundios y ofensas, levantar calumnias, o incluso hacer chantajes o amenazar con esto y con lo otro. Vade retro, ruin anónimo.

La conclusión de estos párrafos bien se habrá visto venir: en adelante no aparecerán en este blog comentarios anónimos, pues ya se encargará el administrador de pasarlos sin contemplaciones por la guillotina del silencio.

jueves, 9 de julio de 2009

Macroeconomía y estupidez


La semana pasada, junto a dos o tres novelas policíacas prescindibles en mis estantes, hice donación a la biblioteca pública de un ensayo, también prescindible, de André Glucksmann sobre la estupidez. Al día siguiente, entre risas, acertados comentarios y unas cervezas de por medio, unos amigos elogiaron (y me prestaron) otro ensayo sobre la estupidez, que leí esa misma noche y que procuraré añadir a mis estantes -no es que la estupidez esté de moda: estúpidos los ha habido, los hay y los habrá siempre-, para hojearlo de vez en cuando y pasar un buen rato el poco tiempo que se tarda en leerlo, pues el libro no llega a las 90 páginas. Me refiero a Allegro ma non troppo, del economista –y humorista- italiano Carlo Maria Cipolla. Componen el breve volumen dos ensayos, un apéndice de gráficas y un prólogo donde el autor, sólo para empezar, deja claros sus conceptos sobre la tragedia y la comedia del vivir, el humorismo, la ironía y el chiste fácil.
Escribo esta entrada en la terraza en sombra del restaurante La Cañada, junto a la carretera de mi pueblo hacia las tierras manchegas. Son las diez y media de la mañana, corre una brisa fresca y las golondrinas revolotean por todos lados, rozando casi la grava de la explanada del aparcamiento; de vez en cuando cruza un gorrión como con prisa, como si a última hora hubiera olvidado un recado al que acude con presura. A mis espaldas, en su jaula blanca, parlotea una cacatúa. Limitado por la Sierra del Mochuelo, que se alarga azulona desde las riberas del San Juan hasta Santa Eufemia, domina el amarillo, el dorado de los rastrojos con los lingotes diseminados de las pacas de mies, salpicado aquí y allá con las manchas verdes de los olivos y de los frutales de las huertas. En esta hora fresca y pajarera de la mañana de julio, pienso en la pimienta y en la estupidez.
El primer ensayo de Cipolla, dedicado al papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media, sorprende ya desde sus primeras páginas, donde nos explica con el desparpajo y la sencillez del experto historiador economista que la caída del Imperio Romano se debió, como también sostiene un sociólogo estadounidense, no a la intervención de la providencia divina para contrarrestar el paganismo y fomentar la doctrina cristiana, ni para librar a Europa del pago de impuestos, ni por el nacimiento del Estado burocrático-asistencial, ni por la decadencia de la agricultura y el desarrollo del latifundismo, ni por la expansión del campesinado, sino por una cuestión sanitaria que repercutió negativamente en las tasas de morbidez y de natalidad: la masiva –excesiva - ingesta de plomo por parte de la aristocracia romana. Con las tuberías de plomo para la conducción del agua, con el uso de jarras y ollas de plomo para sus comidas y bebidas, con el añadido de plomo a los cosméticos, a las medicinas y a otros productos de uso cotidiano, los romanos acabaron víctimas del saturnismo, emplomados, envenenados y estériles.
Por otro lado, del poder de la pimienta en la historia del mundo tampoco somos conscientes hasta que no leemos cómo en los oscuros años de la alta Edad Media un personaje conocido como Pedro el Ermitaño, que tenía debilidad por las comidas picantes, fue capaz de poner en marcha las Cruzadas con el fin de que el decaído y enfermizo Occidente restableciera de nuevo el comercio de especias con Oriente, en particular el de la pimienta, afrodisíaco donde los haya, como todo el mundo sabe. Un proceso éste, las Cruzadas en busca de la pimienta, que no sólo consiguió aumentar las tasas de natalidad, sino que contribuyó a la expansión de la herrería y la metalurgia en la Europa occidental gracias a la obsesión por la castidad, y por los cinturones para ella, de los esforzados caballeros cruzados. Sorprendente, ¿verdad?
En el ensayo sobre la estupidez, a la vez que una taxonomía del género humano en cuatro grandes tipos -Incautos (sus acciones les perjudican a ellos pero benefician a otros), Inteligentes (su acción es benéfica para ellos y para los otros), Malvados (sus acciones los benefician y perjudican a otros) y Estúpidos, cuyas acciones resultan perjudiciales para ellos y para los demás-, encontramos también la enunciación de las cinco leyes fundamentales sobre la estupidez, con el añadido de casos paradigmáticos, para que al lector no le queden dudas, no ya de que en cualquier campo de la actividad humana existe un número ε de estúpidos (si tomamos una facultad universitaria, ese número ε de estúpidos aparece tanto entre los bedeles y estudiantes como entre el personal administrativo y los catedráticos), sino que la estupidez viene de nascencia o que el estúpido es el individuo más peligroso que existe. Con la ayuda, además, de las gráficas que el autor añade en el apéndice para que el lector juegue con las variantes y ponga nombres a los incautos, inteligentes, malvados y estúpidos que su experiencia le ha dado a conocer, termina este singular opúsculo cuya lectura recomiendo.
Antes de que la mañana comience a calentarse, vuelvo a casa buscando las aceras en sombra, relamiéndome de gusto por el tomate -recién cogido de mi huerta- que me voy a aderezar con sal y pimienta, y considerando que en este noble quehacer de la hortelanía tampoco ha de faltar la correspondiente cuota ε, aunque de momento no me haya encontrado con ninguno... Bueno, pensándolo bien, aquel tipo que una vez empezó a ...

martes, 7 de julio de 2009

A la mano cerrada llaman puño (Homenaje a Pedrogrullo)

Quien escribe persigue un estilo, una manera. La novedad, la originalidad, es una exigencia del contar, no del cuento, de la historia en sí. Lo importante del ser humano ya ha sido tratado de antiguo: cambia lo circunstancial –el ambiente, el lenguaje contemporáneo del escritor-, pero no el alma, la esencia de lo que cuenta.
De la miseria y de la grandeza del ser humano está escrito todo (en los clásicos, en los modernos y en los contemporáneos). El meollo, la almendrilla de la literatura es, paradoja, lo externo, lo cambiante, la superficie, las palabras: un escritor no es los temas que trata, sino cómo los escribe.
Con los maestros se aprende a explorar otra manera de decir lo que ellos han escrito, y por mucho que a un escritor le guste otro, no puede, no debe, imitarle la manera: escribir es buscar.

jueves, 2 de julio de 2009

Comentario a un comentario


Páginas atrás, un anónimo dejó un comentario en el que me aconsejaba que dejara de escribir y me pusiera a trabajar en un banco.
Debe de tratarse, me dije en primera instancia, de un pope de la literatura, de alguien acostumbrado a que su palabra vaya a misa y siente cátedra y condicione y oriente y decida el quehacer de los escritores de este país; un sumo sacerdote de la crítica, un infalible papa cuyo juicio y sentencia dictamina quién vale y quién no en esto de la escritura. Pero no creo –deduje- que la cosa vaya por ahí: qué hace una vaca sagrada del negocio editorial, un áulico consejero, un ojeador de primera división, visitando –me pregunté- estas páginas de un escritor rural, que sólo es conocido en su casa y por unos cuantos amigos. No puede ser, concluí.
Se tratará entonces, divagué, de un lector empedernido y sensible, de un enamorado de la literatura, que no ha encontrado en mis escritos la grandeza de Cervantes, de Tolstoi o de Baudelaire. Y qué esperaba.
Podía haber seguido especulando, incluso haberle respondido de inmediato con el fin de sacarle o sonsacarle quién era y por qué me aconsejaba ingresar en el gremio de los bancarios, pero decidí no darle más vueltas al comentario: el mundo de la literatura no es distinto al de la música, la pintura o la albañilería: gustos, para todo. Y para todos. Así que no haré ni una cosa ni la otra: seguiré escribiendo y dando clases, como vengo haciendo desde hace más de veinticinco años.
Y valgan de coda –que no de coña- estos versos de Eugenio de Andrade, que tengo presentes en mi vida desde la primera vez que los leí:

NA ESTRADA DE SAN LORENZO DEL ESCORIAL

Pela estrada de S. Lourenço,
a caminho de Madrid,
a tua boca tão perto da minha
que podía seguir
o minucioso trabalho do crepúsculo,
eu falava-te das pequenas praças de Lagos,
dos muros brancos de Cacela,
porque sou um homem que não abdica da luz,
que não abdica, que não
abdica.

lunes, 15 de junio de 2009

De butticula brevitate

En el Campo de la Verdad el verano empezaba cuando mamá nos traía de la plaza el botijito de La Rambla, un bucarillo precioso, blanco, deslumbrante al sol de junio, áspero al tacto, con polvo aún y quizá unas esquirlas de arcilla seca en su interior, que unas veces salían y otras no. Había que curarlo con agua unos días, hasta que aprendiera a sudar y a dar agua fresca, pero ganaba la impaciencia y después del primer enjuague, el piporro entraba en batalla.

 Los hermanos andábamos búcaro en mano todo el rato, aprendiendo a beber a chorro, vaciándolos y llenándolos en el grifo de la pila, derramándolos, espurreándonos entre risas y carreras por la galería.  Pero a veces, la vida del botijo era fugacísima y no llegaba a la primera siesta. Entonces venían las lágrimas ante los tiestos esparcidos por el suelo, y vagábamos compungidos por la casa, desconsolados ante un verano que nada más comenzar había hecho añicos aquella alegría infantil del agua y las ropas empapadas. 

*

martes, 19 de mayo de 2009

Prosa de una tarde de domingo

... fuera está hermosa la tarde
después de la lluvia y deja un haz
de luz amarilla por la ventana

revolotean los pájaros
en un fondo de nubes blancas
y un soplo fresco mece la copa
del olivo y las glicinias

canta un mirlo por los tejados

en la televisión cuatro alevosos
malvados tienen acorralado al héroe,
un joven informático que ...

dejémoslo ahí ...

miro el reloj, la casa está sola,
enciendo otro cigarro y
vuelvo a mis musarañas ...

pasa lenta la tarde sin ti ...

lunes, 4 de mayo de 2009

Feria de abril en Córdoba


      Un librero amigo me dijo a la mañana siguiente que el señor Gala abandonó pronto el real después de cincuenta firmas y adivinar que pocas más iba a echar en vista del escaso público; el sábado por la tarde, antes de mi debut, oí a otra librera amiga decirle al presidente del gremio y organizador del evento el churro de feria que estaba saliendo y que tenían que hablar del asunto en crítica asamblea.
 Cuando se acercó apresurado a saludar, el presidente masculló de entrada el si lo sé no vengo y el a mí no me pillan en otra, maldijo luego el jardín –el trajín- en que se había metido, se nos quejó por ser la chacha para todo y súbito desapareció con la urgencia de reponer el papel higiénico en los urinarios. Entre una y otra gestión volvió para decirnos que abreviáramos y que a las siete menos diez, estoconazo y puntilla, que venía Rosa Aguilar con Antonio Gala, que traían seguridad, que los guardias… que a desalojar.
 Si no se me había alterado la tensión al conocer que mis libros habían pasado toda la feria metidos en una caja, menos iban a hacerlo ahora las prisas, las figuras y los figurones.
 Minutos después de las seis, se anunció por los altavoces y comenzó lo nuestro: sobrio, aplicado, sabiendo estar y cumplir, el peón de briega, Francisco Onieva, el poeta amigo que se ha prestado a apadrinarme en el coso califal. Breve también la faena de uno en el círculo de amigos presentes (más los ausentes presentes in pectore, que también cuentan para el convocante), algo deslucida, sin ángel, quizá porque no llevaba nada escrito, quizá porque el aire abrileño no acompañaba. 
 Con la guardia comprobando ya la seguridad del recinto y organizando la entrada estelar, abandonamos el real y se nos pasó la tarde en un café hablando a tres tiempos: alguna anécdota de los dieciséis, de nuestras vidas de ahora y de próximos encuentros.
 Como no iba uno a la feria a vender, sino a presentar el libro y a estar un rato con sus amigos, volvió a su pueblo más que satisfecho. Ese es el triunfo que me traigo y el mejor recuerdo.


viernes, 17 de abril de 2009

¡Hija de Mnemósine!


 Conforme va uno cumpliendo años en el oficio, cree menos en la inspiración y más en la disciplina del mester, en el esfuerzo y en la constancia. La dichosa musa, ¿a quién y cuándo se le aparecerá?
 No hay inspiración sin aplicación. Sin investigación ni experimentación. Sin horas de mesa y trabajo en soledad. Ni sin algo más…
 Los escritores somos como los toreros. No digo ahora del escalafón, que lo hay como en todas partes, sino de las faenas: salen inspiradas unas, rebosantes de torería y saber estar (como aquellas que elogiaba el maestro Joaquín Vidal: parar, mandar y templar), goce del torero y gozo del aficionado; otras faenas salen del montón, como la de cualquier compañero del oficio: vistas dos, vistas todas; alguna, incluso, para olvidar: de aliño y con infame bajonazo. Los toreros, como los escritores, tienen sus tardes.


martes, 14 de abril de 2009

5


No ha de escocer la verdad. Ni molestar. Ni ofender. Puede hacer recapacitar, para persistir en ella o modificar el rumbo. O para abandonar, si se es un cobarde.
Pero una cosa es la teoría y harina de otro costal la práctica. Desde que tengo uso de razón he visto muchas veces que entre la verdad y el quedar bien, lo segundo interesa más que lo primero. Mala cosa no habituarse a la sinceridad.
Si la verdad duele es porque no estamos acostumbrados a ella. Prefiero una verdad a mil mentiras llevaderas.

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jueves, 2 de abril de 2009

En el bosque de encinas (Notas de una lectura)


. El domingo último de marzo fui de los que pasaron frío –sólo al principio- en el patio del convento de Pedroche, mientras se le reconocía a Pedro Tébar su hermosa Canción de la madre del agua. La noche anterior había dejado el libro en el capítulo del niño grupero y tenía ganas de acabarlo, así que después del protocolo y de un cigarrillo, de una copa de tinto y unas lonchas de ibérico, dejé el lugar con la intención de pasar una tarde tranquila en casa, terminar el libro y recomendar aquí su lectura, pero los trasgos se pusieron a enredar y hasta ahora no he podido acudir a estas páginas.

. No se cuenta tan bien el ser y el imaginario de una gente sin paciente estudio ni madura sensibilidad.

. Historia y leyenda: literatura fundacional: este viejo país del bosque de encinas convertido en territorio universal, en espacio mítico levantado con el saber y la memoria personal, y con el recuerdo -el acervo- colectivo.
Y con los papeles amarillentos de viejas crónicas lugareñas.

. Un país de leyendas de aparecidos y desaparecidos, de seres que obran prodigios, de miedos y oraciones ancestrales. Un país también donde hubo guerras y llegaron soldados de lejanos lugares que hablaban extrañas lenguas y a los que había que matar porque eran el enemigo.

. Entreverada asoma también la protesta, la denuncia, de un narrador – y supongo de un autor- de izquierdas.

. No el plañideo quejicoso, el “cualquiera tiempo pasado fue mejor” o el “esto ya no es lo que era”. No paraíso perdido, sino encontrado.

. Verdad y belleza en el qué y en el cómo: en el asunto y en las palabras con que se cuenta.

. La canción de PT está llena de vida: en las cocinas de las casas, en las esquinas donde se juntan las comadres, en los callejones que se pierden en lo oscuro, en las plazas donde juegan los niños, junto a los pozos, en las herrerías y en los tabucos de los zapateros, en los caminos y en las cañadas de la sierra.

. Un mundo natural en la plenitud de su ser, de su poder. Una mágica relación: experiencia, superstición, fantasía. Con los árboles y las hierbas, con el lobo y las lechuzas, con las nubes de tormenta y con los cuatro vientos.

. Un realismo mágico que ya existía antes de que García Márquez descubriera Macondo.

. Es una gozada leer un buen libro.

martes, 17 de marzo de 2009

4


M
uchas veces la poesía no está en el vocablo pretendidamente poético, retórico, sino en el pellizco emocional de las palabras más cotidianas.


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Perspectivas: donde el hortelano recoge el fruto de su trabajo y el cura ve la mano de Dios, el poeta encuentra la metáfora.

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Además del yo, el escritor tiene al menos cinco personas más –tú, ella o él, nosotros, vosotras, ellos- donde bucear.

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La literatura no tiene dogmas. Sí tradición, pero no como inviolable norma sagrada.

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