(Este relato se publicó en la primavera de 1984 en el suplemento cultural Cuarto y mitad, editado por el Ayuntamiento de Córdoba.)
Haciendo gala de la más elemental teoría de los reflejos condicionados, ya había aprendido a distinguir con sorprendente rapidez el lacónico y rígido “¡Oh! ¡Ah!” de los matrimonios alemanes de la tercera edad, del no menos expresivo “¡Yes, very nice, very nice!” de los siempre tan suyísimos ingleses (con sus narices despellejadas por el sol) o del plebeyuno regusto a berza comunitaria de las enchantées madames francesas. Pero aquel día no pudo más. Dos parejas de pensionados holandeses habían sacado al cochero, que dormitaba perrunamente en la parte trasera de la manola, de esa lasitud vital producida por la tarea rutinaria, la estoica resignación a la pobreza y la escasa clientela de las temporadas lluviosas:
—¿Quieren carrito? Son dos mil el paseíto.
Ya sobre el pescante, investido de la autoridad de un aburrido y pedestre cicerone, el cochero se dispuso a descubrir a sus clientes europeos la typical Cordue a la velocidad del pasitrote. En las pupilas del caballo se barruntaba la catástrofe:
—Yo, el penetrante —rumiaba en sus adentros—, el que pasa veloz, el que deja atrás al rayo, aquí estoy ahora, aherrojado a un destino incivil, de animal folclórico, objetivo de miles de cámaras que me fijarán para mayor lucimiento ante las amistades de sus dueños allende los Pirineos. Yo aquí, sin pertenecerme ya, atrapado en el empleo fijo, en el horario inexcusable, en la raquítica porción de paja que me sirven en ese destartalado barracón de los arrabales de la ciudad, como vulgar hijo de la mediocridad...
Sí, lo habían conseguido ya, convertirlo en otro útil más de esa tropa jubilada que paga en moneda europea, alquilado del turismo a lo Spain is different, remolcador de extranjeros insaciables de topitípicos que acribillan con sus cámaras el más leve y remoto indicio de tipismo cordobés y saluda en poses electorales a los compañeros que, guardando la disposición por parejas contraída tras dos mil kilómetros de recorrido en autopullman —air conditioned, wc incorporated, 1º prix du tourisme international—, habían preferido formar un abigarrado ciempiés multicolor para adentrarse a pie en el laberinto de la Judería.
Abatido por las cinchas y la carga, nuestro Eolo comenzó su archisabido itinerario, que podría completar con los ojos vendados: “¿Cuántas veces habré golpeado este asfalto enemigo que me desgasta las herraduras antes de tiempo? ¿Cuántos kilómetros sumisamente recorridos bajo la amenaza del látigo? SP llevo en mi placa de matrícula que me permite pasear turistas: DNI caballuno, beneplácito municipal a mi explotación...”
Mientras iba sumido en tan tristes cavilaciones, su memoria, resignada durante tantos años a la costumbre adquirida por la rutina, sufrió una súbita sacudida y su querencia instintiva lo desvió hacia el rastro provocado por las íntimas secreciones de una hembra. En efecto, al pasar cerca del Depósito de Sementales de la ciudad, el olor en celo de una solípeda virgen pura sangre caló hasta los más hondo de sus pituitarias: “Y yo aquí, exilado de mis compañeros elegidos, ejemplares mimados, dedicados a la feliz fecundación de hermosas hembras andaluzas”. Vano intento fue el de su querencia: en lo más débil de sus costillares sintió los certeros latigazos del cochero obligándole a seguir el camino acostumbrado. “¡Qué lejos quedan ya aquellos encuentros en los eriales del Puerto, donde Descarada II, ilustre hembra cartujana, me dedicaba sus rituales caracoleos para que la montara, antes de ganar eterna fama montada por una rubia walkiria sobre el fondo de un anuncio de coñac...”
Pero todo se acabó desde el día en que un tratante calé lo había llevado a la escuela de veterinarios, donde un experto separó sus genitales con un limpio corte para dejarlo en manos de estudiantes afanados en descubrir la potencia genésica del Equus caballus. Pese a ello, no consiguieron desalojar de su cerebro el instintivo impulso de picar hembras, ni el recuerdo de aquellos efluvios que tan generosas erecciones producían en su espléndida verga negra; esas mismas sensaciones que desde hacía unas semanas le invadían en el sórdido barracón compartido con otros hermanos de su clase, cuando recordaba a la nueva hembra que idénticos ardores equinos le provocaba.
Por eso aquel día, a pesar de los latigazos, y exaltado por el espeso olor a vulva encelada, determinó la consumación tantas veces deseada por su reprimido furor equino. Por eso, desobedeciendo los violentos tironeos del bocado, aguantó el dolor que el freno retrancado le producía en su mandíbula inferior, los nuevos latigazos, los insultos y la mirada sorprendida de los viajeros. Todo estaba decidido ya. En aquel mismo instante había empezado a resolver su profunda crisis existencial, la lucha de su personalidad escindida, la pugna entre su destino de instrumento animal para turistas y su primigenio deseo de libertad que lo llamaba a través de aquella hembra.
Soportando el dolor con la entereza de su raza nacida en las mesetas del Najdj, fue aumentando su velocidad. La marcha al paso se convirtió en ligero trote, en trotigalope y, finalmente, en desbocada carrera hacia ella. Ni los desgarrantes latigazos, ni la sangre que se le mezclaba con la baba de sus belfos, ni las violentas imprecaciones del cochero pudieron detenerlo. Ya ondeaban sus rubias crines al viento. Ya una antigua sensación de veloz libertad ensanchaba las fibras de sus músculos y rompía el anquilosamiento de su esqueleto. Ya empezó a sentir el vértigo de la libre carrera, ya iba viendo el mundo como siempre debía haberlo visto, con la velocidad del frenético galope.
Así, con la boca caliente, salido de caña, se adentró en el paseo de la Victoria. Unas fugaces imágenes de inminente ahogado atravesaron su memoria: ya no estaría más en las mañanas festivas de la feria, ya no cargaría más con la manola atestada de volantes, de flecos sobre los pechos y claveles sobre el pelo de las sultanas cordobesas. Ya no quería estar en el egido de la feria, ni ser caballo de arrastre. Ya no sufriría más. Así, comiéndose la avenida de esbeltas palmeras, sin distinguir luces de semáforos ni peatones confiados, giró bruscamente hacia la derecha, pasando por la antigua puerta de los Gallegos. En esa dirección estaba su destino. Embriagado, jaleado por los gritos angustiados de los ocupantes de la manola y de los cordobeses de a pie que tan caballunamente se habían dejado sorprender, enderezó Gondomar arriba.
Un obstáculo, sin embargo, debía superar en primer lugar: derribar al jinete que montaba a la yegua elegida: desmontar a aquel Gran Capitán que primero vencía y luego liquidaba, caballero dueño de las Tendillas, montillano esencial e indomable soldado en Nápoles y Francia, dios solar en la famosa plaza de la ciudad, febo invicto coronado de laurel, bengala de mando en una mano, invencible espada en la otra, aplomado, erguido, intemporal en el adusto bronce.
Avistado ya el enemigo, fijas las pupilas en el centro de la plaza, fue sembrando el pánico entre las gentes que entraban y salían de los comercios o miraban escaparates, entre mendigos vergonzantes, desocupados profesionales y vendedores ambulantes que abigarraban la estrecha calle. Maremágnum de voces despepitadas, manoteos al aire, atropellos y saltos sobre las aceras, revuelos de faldas y piernas en el asfalto, desorbitados farfulleos en holandés... Arrasándolo todo, arrastrándolo todo bajo sus cascos. Unos metros más y allí estaba ella: la gran yegua madre, arquetipo caballar que lo reclamaba, despertándole sus más tiernas efusiones de equina animalidad. Allí estaba ella, con su redondeada grupa, presidiendo el centro olímpico de la ciudad donde triunfan las luces de neón de tiendas, cafeterías y reclamos publicitarios. Centro del laberinto, urbano gineceo de la ciudad: “Apenas tres metros y podré montarla, penetrar su vulva escondida tras la abundante cola, y fecundarla para mayor gloria de mi estirpe.” Con la furia del toro recién salido del chiquero fue suya la plaza. Vista la grupa tras veloz giro —para que todo fuera como debía ser—, inició el salto en el límite de sus fuerzas para llegar al insinuante objetivo y gozar en la estrechez del pedestal de la broncínea yegua.
Allí fue la apoteosis del solípedo urbano. Allí la titánica catástrofe, el happening suicida de su equina pasión, la mortal trompada de su loco atrevimiento. Deliquio amoroso, nirvana del faetonte urbano. Allí toda la brutalidad desbocada contra el contundente bronce del grupo ecuestre. Allí también los cuerpos desparramados y magullados a su alrededor. Mas él, montador frustrado, despanzurrado en el foso protector de la insobornable hembra, tuvo aún energías para lanzar al aire un estremecedor relincho que pocos espectadores de la tragedia podrán borrar de su memoria. Antes de que la sombra de la muerte cerrara sus ojos, la rotunda presencia de dos macizos genitales mateoinurrianos bajo la cola del broncíneo solípedo le habían dado el puntillazo definitivo. Ignorante de su ejemplar suicidio, había hecho honor a la inscripción que reza en uno de los costados del pedestal: “Más quiero la muerte dando tres pasos adelante, que vivir cien años dando uno hacia atrás.”
Al día siguiente, el periódico local daba cuenta del hecho con este titular y breve nota: Estrella su coche de caballos contra el monumento al Gran Capitán. Cinco personas resultaron heridas de menor gravedad y un caballo muerto al colisionar contra el monumento ecuestre de la plaza de las Tendillas. Al parecer, J.H.C., el cochero, conducía en estado de embriaguez.