En Pernitz había amanecido un día limpio, uno de esos días azules y
brillantes de primavera que a Josef le recordaban su infancia, sus primeras
correrías por las montañas de los alrededores, como aquella vez que llegaron
hasta la cabaña de unos pastores en las faldas del Mendling, cerca de la
cascada de Myrafällen, y a la bajada su hermano Karl le enseñó a silbar
metiéndose los dedos bajo la lengua, o cuando treparon hasta lo más alto del
Risco de los Buitres, desde donde contempló por primera vez el valle del
Piesting en toda su extensión.
Pero pronto aparecieron las nubes. Las trajo un viento frío del norte que
enseguida ocultaron las cumbres heladas del Traflberg. Luego las nubes
avanzaron y derramaron toda su grisura sobre el valle y parecía que estuviera
anocheciendo. Con el viento frío del norte y con los nubarrones plomizos vino
también el aguanieve.
¡Vaya día! Se muere uno en la calle y no hay dios que se entere.
Josef fumaba su pipa mientras miraba por la ventana la calle solitaria y
embarrada.
Su establecimiento estaba junto al hotel Singer. Antes de la guerra, los
granjeros llevaban allí las cántaras de leche y las terneras para trasladarlas a
la estación de Neustadt, desde donde eran embarcadas hasta el matadero y las
lecherías de Viena. Josef había convencido a su hermano Karl para convertir aquel
antiguo almacén en sede de la casa Heitzman & Heitzman, los mejores
servicios de taller mecánico, taxi y coches de línea especiales
Pernitz-Viena-Pernitz, según podía leerse en el rótulo colgado a la puerta del
número 25 de la Haupstrasse de Pernitz y en los carteles que había hecho fijar
por la ciudad y en los alrededores de la estación Franz Josef Banhof de Viena.
El negocio prosperaba y Josef acababa de hacer una nueva inversión, un
precioso Benz de segunda mano para dedicarlo a línea especial y jiras por las
montañas durante el buen tiempo. Orgulloso de aquella hermosa máquina —60
caballos, transmisión a cardán, doble faetón, alumbrado eléctrico—, se había
hecho retratar ante ella y colgado la fotografía en lugar bien visible, tras su
mesa de despacho.
Cuando miraba aquella fotografía, Josef siempre se acordaba de la primera
vez que vio un automóvil detenido a la puerta del hotel y se acercó asombrado y
le pidió permiso al hombre para tocarla y terminó subiéndose a los estribos,
abriendo las portezuelas, moviendo el volante, apretando la bocina y simulando
el rugido del motor y deslizándose como en un tobogán por los guardabarros
delanteros. Aquel día nació su pasión por los automóviles y su esperanza de
conducir uno de ellos cuando fuera mayor.
Siempre que la escuela y las faenas en la granja de sus padres se lo
permitían, se acercaba por el hotel y hablaba con los chóferes, les preguntaba
esto y lo otro, observaba cómo reponían el combustible y el agua en los
radiadores, tensaban las correas o mandaban al herrero fabricar una pieza rota,
y los ayudaba a limpiarlos y a sacar lustre a los cromados. A los 16 años, Josef
ya era mozo ayudante de mecánico en el hotel Singer.
Cuando estalló la Gran Guerra, se alistó voluntario y consiguió del
escribiente del registro que al margen de su condición de campesino anotara sus
conocimientos de mecánica y su preparación para conducir vehículos motorizados,
lo que le valió ser destinado como chófer a las órdenes del teniente Helmut Zweig,
agregado al Archivo de Guerra, con el que recorrió el frente de Galitzia en la
misión de recoger información sobre el ejército ruso.
El reloj de cuco acababa de dar las nueve cuando Josef vio acercarse al
señor Otto Heinze, jefe de la estafeta de Correos, avanzando a precipitadas
zancadas sobre los charcos y encorvado para protegerse del viento y el
aguanieve.
Entró jadeando y sacudiéndose el frío como los perros.
Hemos recibido una llamada telefónica desde el sanatorio Wienerwald. La
enfermera jefe solicita con urgencia un vehículo para trasladar a un enfermo
hasta Viena.
Karl está de servicio en Baden, y no regresará antes de las cinco de la
tarde. El Saurer salió hace una hora. Y en el garaje sólo queda el Benz descubierto.
Es una insensatez, Otto, trasladar en él a un enfermo estando el día como está.
El jefe de Correos insistió.
La hermana Esther lo ha ordenado en un tono que no admitía peros ni
tardanza, Josef. El enfermo debe estar en Viena antes del mediodía.
Josef se puso el abrigo rezongando, se ajustó la gorra de plato, se echó
sobre los hombros el capote impermeable y salió hacia la aldea de Ortmann, unos
dos kilómetros al sureste de Pernitz.
El sanatorio Wienerwald era un enorme edificio de cinco plantas con
terraza en todas las habitaciones, semejante a cualquiera de los grandes
hoteles de la capital. Durante la guerra sirvió como hospital militar, pero
luego volvió a su condición de balneario de lujo y sanatorio para tuberculosos
ricos que venían de toda Europa.
Cuando detuvo el vehículo en la rotonda de la entrada principal, Josef reconoció
a la mujer que esperaba en la puerta. Era la joven que llevaba unos días
alojada en la granja de los Grossman, una mujer de aspecto judío, de poco más
de veinte años, con el pelo corto y el rostro aniñado en el que se dibujó un
gesto de descorazonador asombro al ver el enorme descapotable.
Serio y sin decir palabra, Josef solo pudo encogerse de hombros y mostrar
las palmas de sus manos, indicando que era todo lo que se podía hacer.
Siguió a la mujer hasta la sala de estar de la planta baja, donde la
hermana Esther aplicaba una compresa húmeda en la frente a un hombre tendido en
un sofá. La hermana se disculpó secamente a la mujer por la falta de una
ambulancia para el traslado y apeló a la imperiosa necesidad de llevar al
enfermo esa misma mañana a la Clínica Universitaria de Viena.
Las dos mujeres ayudaron al hombre a incorporarse del sofá y lo
acomodaron en una silla de ruedas que empujaron hasta la puerta. Fuera, el viento
formaba remolinos con el aguanieve. Los alrededores del sanatorio habían desaparecido
entre la niebla.
El hombre no llegaba a los cuarenta años. Abrigado con dos mantas y
vuelto el cuello del abrigo, sólo se le veía el rostro afilado y los ojos, muy
abiertos, brillantes por la fiebre.
Pobre hombre, en las últimas, pensó Josef antes de coger en brazos aquel
esqueleto de metro ochenta arrebujado en el abrigo y bajar con él los escalones
para dejarlo recostado en el asiento de atrás. Como un niño consumido, como una
pluma. Y sintió compasión por él.
La mujer se colocó junto al enfermo, casi oculto bajo las mantas. El
vehículo salió con suavidad de la rotonda y enfiló el estrecho camino bordeado
de robles. Ortmann quedó atrás, envuelta en niebla y silencio.
70 kilómetros hasta Viena. El primer tramo era suave. La carretera
llaneaba paralela al curso del Piesting, que corría encajonado entre las
cumbres del Traflberg y el Mandling por el norte y las estribaciones del
Neukogel por el sur. En poco más de media hora dejaron atrás los caseríos de
Reichental y de Oed. No se cruzaron con nadie. De vez en cuando, unas vacas
inmóviles como estatuas en los prados, la grupa contra el viento. De las
chimeneas de las granjas salían columnas de humo blanco que enseguida eran
barridas por el viento y se disolvían entre la niebla.
Al pasar la aldea de Wopfing el viento empezó a venirles de cara. La
mujer tocó el hombro de Josef y le pidió que redujera la velocidad.
Aturdido por la fiebre y la morfina, el enfermo soñaba que unos bandidos
disfrazados con las batas blancas de los médicos entraban en su habitación, le
ataban las manos, lo amordazaban y con unos murmullos que imitaban una charla
de cotorras repetían una y otra vez sus observaciones y diagnósticos:
tuberculosis de laringe, infiltración, no maligno, hinchazón en la parte
posterior, no podemos decir nada definitivo. Las palabras revoloteaban como sucias
palomas por la blancura de la habitación, iban y venían, se atenuaban y volvían
de nuevo en un martilleo torturante y acababan transformándose en otras:
demopón, demopón, atropina, anestesín, piramidón. A los pies de la cama, la
hermana Esther removía un cocimiento en una olla borboteante y como si fuera
una bruja en su cocina repetía con voz cavernosa un ensalmo: alcanfor,
alcanfor, inyecciones de alcanfor, demopón, atropina, cirugía, nada definitivo,
nada definitivo.
Pasado Mark Piesting, la carretera empezaba a subir y bajar, rodeaba
laderas, zigzagueaba en el fondo de las cañadas y trepaba en curvas
inverosímiles que parecían acabar en el abismo gris de la niebla. La lluvia era
muy fina, pero llegaba sesgada y la mujer se desplazó a la cabecera del
enfermo, sentándose en el borde del asiento para cortar con su cuerpo el viento
y los minúsculos copos que al instante se le disolvían en el rostro dejando una
sensación de sutilísimos alfilerazos. El Benz avanzaba con lentitud de marcha
fúnebre por la cicatriz embarrada de la carretera. Del motor salía un vapor
espeso como la niebla.
En el semisueño del enfermo surgían nuevas visiones. En su habitación
entraba ahora la luz de Berlín y desde la ventana se abría la perspectiva de
una calle arbolada en el distrito de Steglitz por la que caminaban mujeres que
tenían todas el mismo rostro, el rostro de aquella mujer que de vez en cuando
se volvía hacia él, le acercaba a los labios la botella para los esputos y le
decía con ternura: Ya verás, Franz, todo irá mejor en Viena, todo irá mejor. Y
le componía las mantas ¿Cuánto tiempo podría soportar ella aquella situación?
¿Cuánto tiempo podría él soportar que ella soportara aquella situación?
Después de una hora entre las montañas salieron por fin a las
ondulaciones de la campiña que bajaba poco a poco hasta Viena. Sólo se veía con
nitidez lo más cercano, las orillas de la carretera. Los verdes se insinuaban
entre la neblina El aguanieve se convirtió en llovizna, pero arreció el viento
y la mujer se puso ya totalmente de pie entre Josef y el enfermo. Desde los
nubarrones grises se desprendían jirones que bajaban hasta las copas de los
árboles y los tejados de las granjas que iban dejando atrás. Josef calculó que
a esa velocidad aún quedaba más de dos horas para avistar Viena.
Poco a poco iban desapareciendo los efectos de la morfina, pero seguían los
escalofríos de la fiebre. De vez en cuando un remolino de aire y unas gotas
heladas llegaban revocados hasta su cara y ayudaban poco a poco al hombre y a
su lucidez. No eran las mejores circunstancias para volver a Viena. Quizá
debiera haberlo hecho unos meses antes, haber seguido los consejos del tío
Siegfried. Quizá lo de Berlín había sido una locura. Pero había sido su locura,
la única decisión que le quedaba por tomar. No quería ser el campesino que malgasta
su vida junto al guardián, ante la puerta de la ley, sin atreverse a pasarla.
Berlín era su puerta, la medicina contra Praga, la puerta que sólo él podía
franquear. En sus circunstancias, viajar a Berlín sólo podía compararse con la
marcha de Napoleón sobre suelo ruso… Y se fue adormeciendo otra vez
contemplando unos cuervos que por un instante volaron en círculo allá arriba. Los
cuervos, se dijo, son la única certidumbre. Mira los cuervos, trató de decirle
a la mujer, pero un dolor como de astillas y de pequeños cristales en la
garganta le impidió hablar y se le perfiló en los labios una línea de dolor. Pensó
entonces en el canto y en el silencio. Imaginó que se encerraba en una
habitación recóndita y silenciosa, como en el fondo de una madriguera, y
escribía, escribía, escribía. Y cerró los ojos y soñó un dolor que salía de su
garganta. Y sintió sed, una sed bíblica, una sed que sólo podía satisfacer
viendo beber a los demás y se vio sentado frente a su padre, en la terraza de
la escuela de natación en Praga, junto al Moldava, bebiendo a grandes tragos
una jarra de cerveza.
La mujer seguía de pie, entre
Josef y el hombre, como un general entrando victorioso en la ciudad
conquistada. El pelo empapado. La determinación en sus ojos. En su corazón
viajaba también la esperanza. Y la certeza de que a su lado Franz había
conocido la felicidad. Todo cambiará a mejor. A dicha y placer. Si había una
salvación, era a su lado. Y se acordó del verano anterior en Muritz, de la
tarde en que ella limpiaba pescado para la cena en la colonia de niños judíos y
aquel hombre, que la observaba desde el otro lado de la ventana, le dijo qué
manos tan hermosas para una tarea tan sangrienta…
Después de casi cuatro horas interminables entraron en Viena por el sur en
dirección al centro de la ciudad. El enfermo recordó los bulevares de París, donde
contempló un accidente de tráfico. Pero no estaba en París, ni tampoco en Praga,
ni en Berlín. Viena era una ciudad silenciosa aquel día. La fiebre seguía, pero
habían atenuados los efectos de los calmantes.
El vehículo abandonó la Ringstrasse y empezó a subir hacia el Alsergrund,
hasta la Clínica Universitaria, en el número 14 de la Lazarettstrasse.
Nada más detener el vehículo a las puertas de la clínica, cuatro
empleados en bata blanca se hicieron cargo del enfermo, que desapareció en una
silla de ruedas por uno de los pasillos de la planta baja.
En el establecimiento sólo estaba permitida la presencia de familiares
durante las dos horas de visita por la tarde, así que la mujer le pidió a Josef
que la bajara hasta un hotel de Viena. Al cabo de unos minutos el vehículo se
detuvo en la puerta del hotel Bellevue, Josef recibió las diez coronas del
servicio y llevó la maleta hasta el mostrador de la recepción, donde se
despidió de ella.
Hasta muchos años después, Josef no supo los nombres ni el destino de
aquellos dos personajes. Fue en el verano de 1956, cuando apareció por Pernitz
un alemán preguntando por gente que viviera allí en 1924 o que hubiera
trabajado en el sanatorio Wienerwald. El investigador se llamaba Klaus
Wasenbach y seguía las huellas de un escritor de Praga, un tal Franz Kafka, que
había pasado una semana en el Wienerwald, acompañado de su novia, una joven
judía polaca llamada Dora Diamant. Por las cartas de la época y los testimonios
de sus amigos, se sabía de la estancia de ambos en Ortmann y del penoso viaje
de regreso a Viena, a la Clínica Universitaria del doctor Markus Hajek.
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