miércoles, 30 de diciembre de 2020

Señorita Bisturí (XLVII )

 Cuando llegaba al final del suburbio, bajo los destellos del gas, noté un brazo que se deslizaba suavemente bajo el mío, y oí una voz que me decía al oído: “¿Es usted médico, señor?”

Miré, era una muchacha alta, robusta, los ojos muy abiertos, ligeramente maquillada, con el pelo flotando al viento como las cintas de su sombrero.

—No, no soy médico. Déjeme pasar.

—¡Oh, sí! Usted es médico. Bien lo veo. Venga a mi casa. Quedará contento conmigo, vamos.

—Sin duda, iré a verla, pero más tarde, después del médico, qué diablos…

—¡Ah! ¡Ah! —dijo ella, siempre colgada de mi brazo y estallando en risa—, es usted un médico bromista, he conocido a varios así. Venga.

Me gusta apasionadamente el misterio porque tengo siempre la esperanza de esclarecerlo. Por eso me dejaba arrastrar por aquella compañera, o mejor dicho por este enigma inesperado.

Omito la descripción del miserable alojamiento; se la puede encontrar en varios viejos poetas franceses muy conocidos. Solamente, detalle no percibido por Régnier, dos o tres retratos de doctores célebres colgaban de las paredes.

¡Cómo me agasajó! Un buen fuego, vino caliente, tabaco; y mientras me ofrecía estas buenas cosas y encendía ella misma un cigarro, la bufonesca criatura me decía: “Como en su casa, amigo mío, póngase cómodo. Así recordará el hospital y los buenos tiempos de la juventud. ¡Ah, por cierto! ¿Dónde ha conseguido esas canas? Usted no era así no hace mucho tiempo, cuando era interno de L… Recuerdo que usted lo asistía en las operaciones graves. ¡Ese sí que era un hombre al que le gustaba sajar, cortar y raspar! Era usted quien le tendía los instrumentos, las hilas y las esponjas. Y cuando terminaba la operación decía, mirando orgullosamente su reloj: «¡Cinco minutos, señores!» ¡Oh, yo voy a todas partes. Conozco bien a esos Señores.”

Unos instantes después, tuteándome, retomaba su cantinela y me decía: “Tú eres médico, ¿no, gatito mío?”

Este incomprensible estribillo me hizo saltar sobre mis piernas. “¡No!”, grité furioso.

—¿Cirujano entonces?

—¡No! ¡No! A menos que lo sea para cortarte la cabeza! ¡Copón bendito de la Santa Madama!

—Espera —prosiguió ella—, vas a ver.

Y sacó de un armario un fajo de papeles, la colección de retratos de médicos ilustres de este tiempo, litografiados por Maurin, que ha podido verse expuesta durante años en el muelle Voltaire.

—¡Toma! ¿Reconoces a éste?

—Sí, es X. El nombre está debajo, por cierto, pero lo conozco personalmente.

—¡Lo sabía!¡Toma! Éste es Z, el que decía en sus clases, hablando de X: “¡Ese monstruo que lleva en su mirada la negrura de su alma!” Todo porque el otro tenía distinta opinión en cualquier asunto. ¡Cómo se reían de eso en la Escuela en aquel tiempo! ¿Te acuerdas? Toma, éste es K, el que denunciaba al gobierno a los insurgentes que cuidaba en su hospital. Era el tiempo de las revueltas. ¿Cómo es posible que un hombre tan guapo tenga tan poco corazón? Y ahora W, un famoso médico inglés, lo cacé en su viaje a París. Parece una señorita, ¿verdad?

Y cuando toqué un paquete atado que había también en la mesita: “Espera —me dijo—, ese es el de los internos, y este paquete el de los externos.”

Y desplegó en abanico un montón de fotografías que representaban fisonomías mucho más jóvenes.

—Cuando volvamos a vernos me darás tu retrato, ¿verdad, querido?

—Pero —le dije, siguiendo a mi vez, también yo, en mi idea fija—, ¿por qué me crees médico?

—¡Eres tan gentil y tan bueno con las mujeres!

—¡Singular lógica! —me dije a mí mismo.

—¡Oh! Casi nunca me equivoco, he conocido a muchos. Me gustan tanto esos señores que, aunque no esté enferma, voy a veces a verlos, solo por verlos. Algunos me dicen fríamente: “¡Usted no está enferma en absoluto!” Pero hay otros que me comprenden, porque les pongo caritas.

—¿Y cuando no te comprenden…?

—¡A ver!, como los he molestado inútilmente les dejo diez francos sobre la chimenea. ¡Son tan buenos y tan agradables esos hombres! He descubierto en la Piedad a un joven interno, lindo como un ángel, ¡y tan educado!, ¡y tan trabajador el pobre muchacho! Sus compañeros me han dicho que no tenía un céntimo, porque sus padres son pobres y no pueden enviarle nada. Eso me dio confianza. Después de todo, soy una mujer bastante guapa, aunque no demasiado joven. Le dije: “Ven a verme, ven a verme a menudo. Y conmigo, sin problemas; no necesito dinero”. Comprenderás que se lo di a entender de muchas maneras, no se lo dije crudamente, ¡tenía tanto miedo de humillar al pobre muchacho! ¿Y podrás creer que tengo un deseo loco que no me atrevo a decirle? Quisiera que viniera a verme con su maletín y su bata, ¡y hasta con un poco de sangre por encima!

Dijo esto con un aire muy cándido, como un hombre sensible diría a una actriz que ama: “Quiero verte vestida con el mismo traje que llevaba aquel famoso personaje que tú interpretabas.”

Yo, obstinándome, continué: “¿Puedes acordarte de la época y la ocasión en que nació en ti esta pasión tan particular?”

Resultó difícil hacerme comprender, pero al fin lo conseguí. Entonces ella me respondió muy triste y, si recuerdo bien, desviando la mirada: “No sé… No me acuerdo.”

¡Qué rarezas nos encontramos en una gran ciudad, cuando sabemos pasear y mirar! La vida está llena de monstruos inocentes. ¡Señor, Dios mío, tú, el Creador, tú, el Maestro; tú que haces la Ley y la Libertad; tú, el soberano que deja hacer, tú, el juez que perdona; tú, que estás lleno de motivos y de causas, y que quizá, para convertir mi corazón, has puesto en mi espíritu el gusto por el horror, como la curación en la punta de una espada; ¡Señor, ten piedad, ten piedad de los locos y de las locas! ¡Oh, Creador! ¿Pueden existir monstruos ante los ojos de Aquel, el único que sabe por qué existen, cómo se han creado y cómo habrían podido no hacerse


lunes, 28 de diciembre de 2020

Áureo Buendía Campos (1898—1942?), literatura del mestizaje

         De madre torrecampeña, emigrada a Barcelona en tiempos del electo Amadeo de Saboya, y padre aragonés, de La Almunia de Doña Godina, Áureo Buendía nació circunstancialmente en Lisboa (21-abril-1898), donde sus padres formaban parte del servicio doméstico de confianza del diplomático barcelonés Francisco Serrat y Bonastre, circunstancia que favoreció su educación cosmopolita en las mejores instituciones escolares de Tánger, Bucarest, Sofía, Tokio y Praga. Fue a orillas del Moldava donde Áureo Buendía conoció en 1919 a Dora Ostrowski, traductora al alemán de textos de la tradición yiddish. En la primavera de 1920, se establecen en París y trabajan como traductores para el diario Le Matin, hasta que se les pierde la pista en el verano de 1942, en la tristemente célebre redada del velódromo de invierno.

            Áureo Buendía es autor del ensayo De la absenta y otras miradas (1928), donde traza una interesante y documentada cronología de la relación entre paraísos artificiales y creación poética en las tradiciones literarias centroeuropeas, y de unas memorias de juventud escritas originalmente en alemán —Der Sohn das Kochs. Erinnerungen an die Jugend (El hijo de la cocinera. Recuerdos de juventud)—, traducidas al español y publicadas en edición no venal en 1956. Es responsable asimismo de La bohemia en verso, una excelente antología de los poetas parnasianos y simbolistas franceses. Como poeta es autor de Reflejos (1929), libro de estirpe surrealista, y de Canciones del Sena (1940), al que pertenece el poema que sigue.

 

 De la musique encore et toujours

                                                            A Paul Verlaine

 

La canción del arroyo en primavera,
el retablo de luces del ocaso,
el camino que se adentra en la niebla,

 la triste soledad del solitario, 

el mar batiendo sereno en tus sueños,
el llanto del amante despechado,

la luz del rocío al sol del invierno,
el vuelo silencioso de la nieve,
la llama del deseo y del amor,

la mirada tranquila del que vuelve,
las sierras azules de nuestra infancia,
la danza del aire en los campos verdes,

el silencio del bosque tras la lluvia,
la sonrisa de un niño, la esperanza,
la mirada creciente de la luna,
el poeta en busca de las palabras.

Nada escapa a la música:
silencios del poeta,
ni lunas en menguante,
ni rotas esperanzas,
ni árboles sedientos.

La música ante todo:
los campos agostados,
las infancias perdidas
y las patrias lejanas.

La rima y su contrario:
encendidas caricias,
aguaceros de barro,
ardiente sol de agosto.


Que sea feliz tu verso:
los amores colmados,
la tormenta en el mar,
los abrazos amigos.

El resto es literatura:
los cruces de caminos,
el limpio amanecer,
la canción del otoño.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Pérdida de aureola (XLVI)

       —¡Eh! ¿Cómo? ¿Tú aquí, mi querido amigo? ¡Tú en un mal lugar! ¡Tú, el bebedor de quintaesencias! ¡Tú, el comedor de ambrosía! La verdad es que me sorprende.

      —Amigo, conoces mi terror por los caballos y los coches. Hace un momento, cuando atravesaba el bulevar con mucha prisa, saltando en el barro, a través de ese caos móvil en que la muerte llega al galope desde todos los lados a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, ha resbalado desde mi cabeza al fango del suelo. No he tenido valor de recogerla. He considerado menos desagradable perder mis insignias que romperme los huesos. Y luego me he dicho, no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, hacer cosas malas y entregarme a la crápula, como los simples mortales. ¡Y aquí me tienes, en todo semejante a ti, como ves!

      —Al menos deberías denunciar la pérdida de esa aureola, o reclamarla en comisaría.

      ¡Por Dios, no! Me encuentro bien aquí. Solo tú me has reconocido. Además, la dignidad me aburre. Y también pienso con alegría que algún mal poeta la recogerá y la ceñirá impúdicamente. ¡Qué gozada hacer feliz a alguien!¡Y sobre todo un alguien feliz que me hará reír! ¡Piensa en X, o en Z! ¿Eh? ¡Va ser divertido eso! 

domingo, 20 de diciembre de 2020

La vida rural y plural de Louise Glück

 


               En marzo de 2020, la editorial Pre-Textos publicaba en su colección «La Cruz del Sur» Una vida de pueblo, el último libro de la poeta estadounidense Louise Glück, galardonada seis meses más tarde con el premio Nobel de Literatura. Sobre el fondo de un inconcreto paisaje rural —aunque pensemos en Estados Unidos, el escenario vital y emocional de estos 41 poemas es un pueblo cualquiera de un país cualquiera; no hay un solo topónimo—, Louise Glück nos ofrece una visión realista y honesta de lo que es vivir en una pequeña comunidad rural. No se busque el tópico menosprecio de corte y alabanza de aldea, porque no lo hay, ni idílica o falseada visión del medio rural y campesino. En realidad, lo mismo da vivir en el pueblo que en la ciudad. Cada paisaje arrastra su consuelo y su castigo, su belleza y su fealdad, su cárcel y su liberación. La felicidad es cuestión de emociones y sentimientos, no de vivir acá o allá.

            El ámbito rural que nos presenta la poeta norteamericana está, lógicamente, mediatizado por la Naturaleza —símbolo de lo permanente frente al mar, caracterizado por la borradura, por la desaparición—, una instancia omnipresente en las vidas de las personas, que impone los ciclos estacionales y meteorológicos, las labores agrícolas, o los periodos de aislamiento o de relación social, pero que no es el factor esencial que justifica el triunfo o el fracaso de sus vidas. La lejanía de la ciudad, la soledad impuesta por las lluvias o por la nieve, el hecho de vivir en una comunidad pequeña, son un obstáculo a nuestra naturaleza relacional, comunicativa, porque somos seres políticos; pero también, y en la misma medida, somos seres emocionales y sentimentales. Y si fallan estos dos últimos pilares, de qué nos vale vivir entre pocos o entre millones. Creo que por ahí van los versos de Louise Glück.

            Por otra parte, el vivir es parte de un proceso que no está completo sin el morir. A semejanza de la Naturaleza, con la sucesión de las estaciones, de las lunas, de los días y las noches, de la vida agrícola, marcada por las distintas faenas según la época del año, el fin, la muerte, de un periodo o de una actividad es otro momento cíclico de esa ronda incesante de la existencia: … nacer, vivir, morir, renacer… Ese es el continuum. Esta concepción cíclica, unida al tema de la brevedad, del rápido transcurrir temporal, la encontramos en varios poemas en que el motivo de quemar las hojas secas al final del verano simboliza el fin de un proceso: las cenizas representan la muerte tras la opulenta y fugaz llamarada de la cosecha: Las hojas secas se prenden rápido. // Y arden rápido; de inmediato // pasan de algo a nada.

            Naturalidad en el tratamiento de los grandes temas universales y eternos de la poesía —el amor (desde el puro sentimiento adolescente, tan parecido a la amistad, hasta el amor vacío tras años de matrimonio), el paso del tiempo (la mujer que en un día primaveral tiende su ropa a secar y cae en la cuenta de lo vieja que es), el paisaje (desprovisto de todo elemento folclórico, obtusamente, ciegamente, nacionalista o lugareño), la soledad, la tristeza o la sensación de pérdida o de derrota, la presencia de la muerte—; cercanía afectiva a los protagonistas poemáticos; cotidianeidad de los hechos y situaciones, ausencia de  alharacas estilísticas, y sin embargo, un  profundo, elaborado y conmovedor lirismo, que reside en la honestidad artística, en la sensación veraz de los espacios y de las voces poéticas, en la presencia de un lenguaje coloquial y de una mirada que no distancia sino acerca.

            El hombre resignado a la vida en el pueblo —A mi entender, te sale mejor quedarte; // así, los sueños no te hieren—, porque la ciudad tampoco es la salvación; la pareja que acaba instalada en el silencio y en la falta de ternura —Cuando éramos jóvenes, era diferente, // mi esposo y yo estábamos enamorados. Lo único que queríamos // era tocarnos—; la mujer, el hombre, qué más da, que llega a su casa al anochecer y en cada rincón, en cada sombra, ve un símbolo de su fracaso, porque nada honorable ni digno hay en su trabajo —meter cuentas de colores en tubos de plástico— o en su vida —[La sombra del escritorio en el suelo] Me dice que, quien sea que viva aquí, está condenado; el chico sincero, inteligente, que con sus preguntas y comentarios pone nervioso al sacerdote cristiano que lo confiesa, porque —quiere saber //  lo que hace Jesús con todo el dinero que recibe por bienes raíces, // no sólo en este pueblo, sino en todo el país—, o se cuestiona el celibato —si ama tanto a las familias // por qué el sacerdote no se casó como sus padres, continuando el linaje de que venía—; la lombriz que aconseja pensar de otra manera, aprender a despojarse del yo, de los sentidos —No es triste no ser humano, // tampoco el vivir enteramente bajo la tierra // es degradante o vacío—; el murciélago que nos propone aprender a ver en la oscuridad deshaciéndonos de nuestro ego y liberándonos de la cárcel del ojo —para abrirle un espacio a la luz, // el místico cierra sus ojos, la iluminación  // que busca destruye // a las criaturas que dependen de las cosas—; o la mujer mayor que reflexiona sobre la relación con su cuerpo: no es la tierra lo que extrañaré, // eres tú lo que extrañaré. Estos son algunos de los personajes que encontramos en los poemas de Louise Glück, y que considero otro acierto del libro: la capacidad, el don, de la poeta para disgregarse en los otros y hacernos escuchar una multiplicidad de voces.

            Hablaba antes de la falta de una geografía genuinamente americana y de la ausencia de un nacionalismo del espacio físico, lo que confiere universalidad al paisaje —la montaña, la llanura, el río—, en cambio, sí encuentro algo muy estadounidense en estos poemas; lo norteamericano no es la ubicación geográfica, sino el cinematografismo, la expresión de las emociones por medio de historias, la íntima fusión de géneros (lírica y épica), la sensación de estar, no ante una fotografía o un cuadro, sino ante auténticos cortos en que la cámara, la mirada afectuosa de Louise Glück, se acerca a niños, jóvenes, adultos y viejos, cuyos sentimientos y estados de ánimos nos presenta delicadamente, con cálida ironía a veces, sin dramatismo, como podemos comprobar en «Los olivos», donde un  hombre, en los descansos de su trabajo, toma el sol y fuma apoyado en una pared de ladrillos orientada al sur mientras reflexiona sobre Naturaleza —a la que compara con las aceitunas en el árbol: para mí, así es toda la naturaleza, inútil y amarga. // Es como una trampa, y caes en ella por culpa de los olivos, // porque son hermosos—; sobre su matrimonio —Ella ama el pueblo; extraña a su madre cada día. // Extraña su juventud. Cómo nos conocimos y enamoramos. // Cómo nacieron allí nuestros niños. Sabe que nunca regresará, // pero sigue esperando—; y sobre la vida en la ciudad:

 Sé que aquí las cosas son difíciles. Y los propietarios, sé que a veces mienten.

Pero hay verdades que arruinan una diva; del mismo modo

algunas mentiras

son generosas, cálidas y cómodas. Como el sol sobre la pared de ladrillos.

             Este mundo rural, asumido por los sentidos —el olor del tomillo y del romero, el gusto de las comidas caseras, el rumor del viento en los campos de trigo, el primer contacto con otro cuerpo, las estrellas reflejándose en el río—, marcha además a un tempo tranquilo, y, como en la Naturaleza, continuo y cíclico. La vida humana también responde a ese modelo y es comparable por ello a la opulenta cosecha: durante algunas semanas hay demasiado: // antes y después, nada. Entre ese antes y ese después, el mundo efímero y esperanzador de nuestras pasiones.

lunes, 7 de diciembre de 2020

El bicho de Kafka

 

Entre el 17 de noviembre y el 6 de diciembre de 1912 —en estos días se cumplen 108 años—, Franz Kafka escribió su cuento más conocido, protagonizado por un viajante de telas, que comienza así: “Cuando Gregor Samsa se despertó una mañana después de unos sueños intranquilos, se encontró en su cama convertido en un monstruoso bicho”. Desde esta frase inicial, el lector ignora si lo que en adelante lee es el sueño recordado por el personaje una vez despierto, o si está ante una ficción mágica en que un personaje se transforma en animal. Tampoco tendrá clara la imagen del bicho en cuestión, aunque aparecen descripciones parciales del mismo. No es esa concreción anecdótica la que busca Kafka, que juega a decir y a no decir, a sugerir esto y también aquello, a parecer A y a resultar C; o a no resultar. El lector de Kafka tiene que asumir desde el principio esa indefinición, esa duda sobre si lo que ha leído es una historia realista, un divertimento absurdo o una parábola con carga de profundidad. Ni siquiera el título de la obra ha resultado definitivo para los lectores hispanos, acostumbrados desde las primeras traducciones al de La metamorfosis, y que algunas ediciones modernas titulan La transformación, alegando que esa es la correspondencia con la palabra utilizada por Kafka, Verwandlung, y no «metamorfosis», término con claras connotaciones grecolatinas que en alemán recoge el préstamo «Metamorphose».

            Leí por primera vez esta historia de Kafka entre los dieciséis y los diecisiete años, durante el Curso de Orientación Universitaria en el instituto Averroes de Córdoba, en un volumen de Alianza Editorial, supongo que con portada de Daniel Gil: sobre fondo negro, varias líneas en que el título iba metamorfoseando progresivamente de blanco a gris. Por entonces a mí me parecía que el problema de Gregor Samsa era el aislamiento, la falta de comunicación, la dolorosa imposibilidad de mostrarse y explicarse a los otros. Los problemas del protagonista eran, evidentemente, mis problemas: yo mismo estaba viviendo en carne propia esa carencia comunicativa con mi familia, con mis amigos, con mis profesores. Sobre todo con mis amigos, ante los que me mostraba menos expansivo y expresivo de lo que hubiera querido, quizá por mi natural reservado, por mi falta de continuidad en la relación con ellos, debida a los traslados de un pueblo a otro a que nos obligaba la profesión de mi padre, quizá también por la inseguridad propia de la edad, y por un cierto y paralizante sentimiento de inferioridad, a lo que había que añadir la comedura por mi reciente apostasía y la callada, culpable, pesadumbre con que vivía mi onanismo. Yo también era ese bicho repugnante. La incomunicación y la culpa nos convierten en monstruos.

            Siendo ya profesor de Literatura volví varias veces a la historia de Gregor Samsa para explicarla en mis clases. Mi percepción de Kafka, lógicamente, había cambiado. Ya no era el adolescente tímido y acomplejado de los 17 años, había visto en televisión un «Estudio 1» con una impresionante interpretación de Juan Luis Galiardo en El castillo, la película de Orson Welles sobre El proceso, había leído las dos novelas, también América, La condena y otros cuentos, y el primer volumen de las cartas a Felice, y comprobaba que a La metamorfosis, pese a su brevedad, le pasaba lo que al Quijote, que en cada lectura crece y encuentra uno nuevas perspectivas y riquezas.

Como obra literaria, La metamorfosis pertenece a la literatura fantástica, caracterizada por la intervención de lo sobrenatural (transformación de un hombre en animal), y emparentada con una remota tradición teriomórfica que pasa por los relatos mitológicos y las fábulas griegas, las Metamorfosis de Ovidio, los enxiemplos y los apólogos medievales de procedencia oriental, las leyendas y los cuentos populares, el mismo Drácula o el hombre lobo. En la novela aparecen también elementos autobiográficos —la problemática relación del autor con sus padres, el profundo afecto por su hermana pequeña, Ottla, la casa familiar en la calle Niklasstrasse 36, con vistas al Moldava, su trabajo en el Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo—, y podríamos pensar que estamos ante una autoficción, ante un relato simbólico sobre la vida del propio Franz Kafka, aunque debemos advertir que estos engarces con la realidad aparecen en otras historias del escritor checo. Kafka siempre va mucho más allá de sí mismo.

La interpretación de La metamorfosis cambia de un lector a otro —alegoría de la deshumanización del individuo en la sociedad moderna y de la anulación, por animalización, de su identidad; fábula burguesa sobre la imposible rebelión del trabajador ante el férreo sistema empresarial, símbolo existencial de la insignificancia del ser humano frente al infinito universo, encarnación de un culpable complejo de inferioridad ante la figura del padre, parábola del castigo a quien se aparta de la senda marcada por la divinidad, crítica al capitalismo alienante, ejemplificación pedagógica del popularmente denominado bicho raro u oveja negra de la familia, o ficción, como afirmaba Nabokov, en que la figura del escritor lucha por su existencia “en una sociedad repleta de filisteos que lo destruye paso a paso” (wiki)—, admite múltiples ámbitos de análisis (sociología, religión, filosofía, política, psicología, economía…) y su mensaje, sea el que sea, tiene alcance universal, por eso se ha convertido en un clásico moderno.

Durante mi lectura de estos últimos días me preguntaba a quién se refería la transformación. La de Gregor Samsa —un escarabajo, una curiana— es evidente e inmediatamente asumida por el lector, aunque el narrador no dé explicación alguna sobre tal metamorfosis. Conforme avanza la historia vamos comprobando que Gregor Samsa acepta con naturalidad su nuevo estado, no hay lamento ni queja por su nueva situación, solo la expresión de la incomodidad y las dificultades derivadas de su nueva morfología, a la que enseguida se adapta. De la noche a la mañana, el hijo de los Samsa ha cambiado de aspecto, de posibilidades de vida y de movimiento, pero supera la crisis con voluntad: después de muchos intentos es capaz de abandonar la cama, de sostenerse verticalmente, de girar la llave de la puerta, de andar sobre todas sus patitas y recorrer de arriba abajo, incluido el techo, las paredes de su habitación, dejando en ellas el rastro viscoso de su garabateo. Sea como insecto, sea como viajante de telas, Gregor Samsa tiene capacidad de supervivencia, instinto de lucha y afán de superación, se niega a dejarse domeñar por las circunstancias, por eso nos identificamos con él: ¿quién se va a dejar morir de buenas a primeras por un imprevisto?

Nuestro protagonista es además buena persona, buen hijo, buen hermano y trabajador ejemplar: ha asumido el pago de una importante deuda económica contraída por sus padres, mantiene una grata relación con su hermana y desempeña puntual y modélicamente sus obligaciones profesionales. ¿Eso es lo que lo convierte en un bicho raro? ¿Que cumpla debidamente con su familia? ¿Con su empresa? ¿Que no se rebele? ¿Esa es la razón de su castigo, de su transformación?

Quizá sea el momento de plantearse otra lectura, otra perspectiva, de centrar el haz de luz no en Gregor Samsa, o por lo menos no sólo en él, sino también en los demás personajes del relato, porque no es el único que sufre una transformación. El apoderado de la empresa, ante la única falta de puntualidad de Gregor en cinco años, cambia rápidamente su juicio, no lo considera ya un hombre tranquilo y sensato, sino un irresponsable sin interés por su trabajo y lo acusa falsamente de bajo rendimiento. La transformación física del hijo trastorna la condición social de los otros miembros de la familia, que han de ponerse a trabajar —el padre como conserje, la madre cosiendo ropa para una tienda de modas, la hermana como dependienta en un comercio—, y provoca un cambio en sus afectos: el padre y la madre, agradecidos al comienzo de la historia por ser el sostén económico familiar, se horrorizan luego y se avergüenzan del hijo, al que terminan odiando y olvidando. Grete, la hermana, sufre una doble transformación. Entre ambos hay un fuerte lazo de fraternidad, que se va desatando conforme avanza la narración. La hermana sufre por la metamorfosis del hermano, se muestra compasiva y comunicativa con él, lo cuida y lo alimenta, pero acaba despojándolo de sus pertenencias, de sus muebles, de su identidad, hasta llegar a la despreocupación y el abandono en la habitación, convertida en sucio trastero de la casa, y a querer deshacerse para siempre de aquel bicho. Ese cambio de actitud, ese corte afectivo precipita el trágico fin de Gregor, consciente de ser una no-presencia para ella. Junto a la transformación moral, en la hermana se va obrando un proceso de cambio físico en sentido contrario al del hermano: la crisálida acaba su metamorfosis y al final de la historia los padres, olvidados por completo de Gregor, encuentran que Grete se ha convertido ya en una hermosa mujer en edad de merecer: “Y para ellos fue una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, llegados al final del trayecto, la hija fue la primera en levantarse y al hacerlo estiró su cuerpo joven”.

Movimiento. Metamorfosis. Evolución. Seres, realidades, en continuo cambio. Otra lección de Kafka.


sábado, 28 de noviembre de 2020

Bioquímica del verso


      Semanas atrás recibí la carta de una lectora que me felicitaba por una de las entradas de este Pisapapeles, del que se confesaba asidua, y al que deseaba larga vida. Afirmaba luego haber sido alumna mía de bachillerato en el instituto y me agradecía lo que había aprendido: “Nunca olvidaré —declaraba— la clase en la que usted nos explicó el complemento directo”. Yo también recordaba aquellas clases y el nombre de la alumna que, al pasar lista el primer día de clase, explicó la causa de su nombre: mi padre tarugo y mi madre de tizná. Contaba luego que vivía en Madrid, que había estudiado Biología en la Autónoma, que se había matriculado en los cursos de doctorado y que estaba pendiente de una beca de investigación.

Pasaba luego al motivo principal de su carta, que nada tenía que ver con la biología molecular, sino con las metáforas y los ritmos, pues me informaba de la afición que desde niña mostró por los versos, inclinación que ha seguido cultivando como escritora y como lectora hasta hoy, y de la publicación de una plaquette con doce textos en los que reflexiona sobre el hecho de la creación lírica. Finalmente me pedía mi dirección postal para hacerme llegar un ejemplar de su primera obra impresa, en agradecimiento a “la claridad sintáctica y al amor por los endecasílabos” que fui capaz de transmitirle.

Sin más preámbulo, y con mi agradecimiento, aquí sigue el primer texto de Bioquímica del ritmo, ópera prima de Luna Veredas Torralvo (Torrecampo, 1996).


La joven poeta

 

 

Hacer palabra el mundo,

ser memoria y sueño,

transformar la vida en mito,

en renaceres y en otoños.

Hacerme palabra yo también.

Celebrar la inmensa canción del mar,

el yo que tú eres,

el tú que yo soy,

el nosotros del amor,

la melodía de los adentros de la soledad,

el último sol de la tarde,

la primera fragancia del azahar,

el herrerillo cantando en el árbol seco.

Las tardes de lluvia y versos,

una niña que sueña el verano,

la bandera de su inocencia,

el brillo, la luz, de sus ojos.

La dulce sombra de las acacias,

el primer baño en el mar,

la raíz de las cerezas

en busca del blanco y de lo rojo,

el sol de invierno

a raudales por las ventanas,

las lluvias mil de abril,

un batir de alas en la niebla,

el demorado abrirse de una rosa,

la nostalgia de ti, amor,

sin conocerte aún.

 

Desterrar sombras.

Construir luz.


sábado, 21 de noviembre de 2020

Malajes

            Hoyuelo en la barbilla en punta, cejas finas en circunflejo, ennegrecido el rostro y el humor, mono azul. Su herrería estaba al fondo del segundo patio de los pabellones y no quería vernos cerca de su fragua. Si la pelota rodaba hacia su rincón se la quedaba y de su boca salían truenos y relámpagos.

           Chispas de sus ojos. 

           Siempre andaba de mal humor con los niños. 

     En las tardenoches negras del invierno el patio se iluminaba con los relampagueos azules de la soldadora. Lo llamábamos el Demonio.

*

            Nunca desde la muerte de su madre había vuelto a sentirse tan triste, tan desilusionada, tan a flor de piel las lágrimas como la primera vez que él llegó bebido a casa y se puso esaborío, y con la excusa más tonta empezaron las voces y los malos modos.

            El camino a la desdicha, al desinterés. La desposesión de su identidad, su exclusiva consagración a la casa, al marido, a los hijos.

            Él reprodujo el modelo. Ella lo asumió.

*

martes, 17 de noviembre de 2020

Mi reino por un adjetivo

En lo que de animal y de instintivo retiene el ser humano, late, entre otros impulsos elementales, el de la continuidad, el de la transmisión de vida a otros seres que garanticen la supervivencia de la especie: nuestro ADN contiene instrucciones para la permanencia biológica.

Además de la posibilidad genética de crear vida, las personas hemos ideado otras maneras de posteridad, otras formas de seguir, de estar presentes entre nuestros semejantes cuando hayamos desaparecido de este mundo. No hablo de herencias en términos jurídicos —dinero, casas, fincas, empresas, cuadros, coches exclusivos—, sino de legados emocionales, ideológicos, culturales; de la huella —material o inmaterial— que recibimos de antecesores más o menos remotos, que no son nuestros padres biológicos. Hablo de testimonios de vida como las figuras —¿mágicas?— de las cuevas de Altamira, del códice en que manos anónimas glosaron expresiones latinas en la lengua romance que hablaban los vecinos de Santo Domingo de Silos y alrededores, del pequeño escriba sentado y de la monumental victoria de Samotracia, de la férrea torre Eiffel y de la misteriosa sonrisa de Mona Lisa, de la noche alucinada de Van Gogh, de la lengua mordaz de Quevedo y de la no menos bífida de don Luis de Góngora, de los oscuros apaños de la vieja Celestina, de las perspectivas y de las circunstancias de José Ortega y Gasset. Hablo de creadores, de quienes a su manera han dejado su impronta en las generaciones que les siguieron, hablo de artistas, filósofos, constructores, científicos, ingenieros; hablo también de adjetivos.


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Fijémonos en un gremio de esos artistas, en el de los escritores o creadores a través de las palabras. ¿Qué busca un escritor? El éxito, sin duda, ver que su obra es bien acogida por sus contemporáneos, que no se la ignora, que no se hunde en el olvido. La escritura es ya una forma de permanencia: Verba volant, scripta manent, como afirma el dicho latino. Cierto que la palabra oral vuela y es capaz de llegar a cualquier rincón, pero no lo es menos que en el trayecto esa palabra suele desvirtuarse; lo escrito, en cambio, permanece fijo en un soporte y raramente se transforma. Legítima aspiración, pues, de un escritor la de querer que su texto permanezca tal como él lo escribió, sin alteraciones ni aditamentos de otra mano.

Ese deseo de permanencia de la escritura va más allá de la estricta fijación del texto creado. El afán del escritor no suele parar en la simple satisfacción de ver su creación en letras de molde. Los autores pretenden, sí, que nadie transforme a su gusto lo escrito, pero aspiran también a que ese texto perdure, a que sea leído en el futuro, algo que solo ocurre con escritores y escritoras excepcionales. Que un escritor sea leído en su tiempo no garantiza que lo vaya a ser por lectores de otra coyuntura histórica. Basta preguntarse a cuántos poetas españoles del XIX lee uno, para comprobar que el gusto lector cambia, como los modos de creación y de recepción de la obra literaria.

Podemos preguntarnos también cuántos de los miles de libros publicados anualmente en nuestro país pasarán la criba y serán leídos dentro de cien años, o qué autores actuales se habrán consagrado y quiénes habrán desaparecido en el remolino del olvido. Podríamos finalmente preguntarnos cuántos de esos supervivientes al juicio implacable del tiempo lograrían crear su propio adjetivo, como ocurre ahora, cuando calificamos de gongorino o becqueriano el estilo de tal o cual poeta, o decimos de alguien que su vida es muy dickensiana, o que tiene una actitud proustiana, o hablamos de un concepto unamuniano, de una situación propia de un drama lorquiano, de un ensayo claramente marxista o nietzscheano, de una tarde machadiana. Si el porvenir y el diccionario académico le han otorgado un adjetivo, señal de que estamos ante una obra de calidad. El adjetivo es la insignia de la maestría literaria, la puerta a la posteridad. Qué no daría cualquiera de los miles de escritores por conseguir su adjetivo de familia. ¿Actuaría como Fausto?

El logro de un adjetivo para caracterizar el mundo literario de un escritor suele usarse a veces como canon o modelo para los de otros escritores, es señal de vigencia y validez de su discurso literario, un marchamo de calidad que se concede a los menos, a los grandes maestros: Homero, Cervantes —que además de su propio adjetivo (La novela de X es una ficción muy cervantina), ha logrado adjetivos para sus personajes (El carácter quijotesco o sanchopancesco de una persona)—, Shakespeare (la duda hamletiana), Tolstoi…

En el rango más alto de esa posteridad literaria, contados autores han dado lugar a adjetivos relacionados con su nombre y con el espíritu de su obra, pero que tienen su propia acepción, me refiero a adjetivos como homérico, que ha ampliado su semántica para señalar algo épico, grandioso (una aventura de aire homérico), como dantesco, ‘que causa espanto’, (un paisaje dantesco), o kafkiano, ‘absurdo, angustioso’, (una situación kafkiana). Son adjetivos en cierta manera autónomos: no es necesario haber leído a Homero, Kafka o a Dante para saber sus significados, basta acudir al diccionario.

La inmortalidad literaria es un adjetivo, una simple palabra que remite al mundo de un escritor, pero lo ha trascendido y se aplica a un ambiente, a un concepto, un hecho, una circunstancia o una persona de la vida real que se le parece, en cualquier época y lugar.

Hacerse lengua, cristalizar en una palabra, en un adjetivo. El proceso de la lengua se cumple, se cierra el ciclo, cuando un artista de la palabra se hace palabra él mismo, para estar en boca de cualquier hablante, como esta mañana, cuando una periodista hablaba en la radio de la situación dantesca vivida recientemente en algunas residencias de mayores, cuando un amigo, indignado e histriónico, nos divierte con el proceso kafkiano en el que se ha visto inmerso por la titularidad de una pequeña parcela de olivar, o cuando el crítico del suplemento literario del periódico recomienda una obra que contiene “los elementos del drama homérico”.

Se cierra así el ciclo. Al principio era el verbo. Al final resultó el adjetivo. 

martes, 10 de noviembre de 2020

El campo de tiro y el cementerio (XLV)


A la vista del cementerio, Café. «¡Singular cartel —se dice nuestro paseante—, pero bien puesto para dar sed! Seguramente, el dueño de esta taberna sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro. Puede incluso que conozca el refinamiento profundo de los antiguos egipcios, para quienes no había buen festín sin esqueleto, o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.»

            Y entró, bebió un vaso de cerveza frente a las tumbas y se fumó lentamente un cigarro. Luego le pudo la fantasía de bajar al cementerio —la hierba tan alta, tan invitadora—, en el que reinaba un muy rico sol.

            En efecto, la luz y el calor daban fuerte, y parecía que el sol ebrio se dejaba caer a todo lo largo sobre una alfombra de flores magníficas fertilizadas por la destrucción. Un inmenso rumor de vida llenaba el aire —la vida de los infinitamente pequeños— cortado a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un campo de tiro vecino, que estallaban como la explosión de los tapones del champán en el zumbido de una sinfonía en sordina.

            Entonces, bajo el sol que le calentaba la cabeza y en la atmósfera de los ardientes perfumes de la Muerte, oyó una voz que cuchicheaba bajo la tumba en que se había sentado. Y aquella voz decía: “¡Malditos sean vuestros blancos y vuestras escopetas, turbulentos vivos, que tan poco os preocupáis de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas sean vuestras ambiciones, malditos sean vuestros cálculos, mortales impacientes, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario de la Muerte! ¡Si supierais qué fácil es ganar el premio, lo fácil que es alcanzar la meta, y cómo todo es nada, excepto la Muerte, no os fatigaríais tanto, laboriosos vivientes, y no turbaríais tan a menudo el sueño de los que desde hace mucho tiempo han dado en el Blanco, en el único verdadero blanco de la detestable vida!”


domingo, 8 de noviembre de 2020

¿Beneficio?

          En un artículo de Javier Pérez Royo[1] sobre la polarización política en Estados Unidos y la inconsecuente conclusión que de ello ha sacado el presidente del Partido Popular, leo estas palabras —«En el fondo hay una contraposición entre dos concepciones de la democracia. Los republicanos la aceptan “a beneficio de inventario”. La democracia está bien siempre que gobernemos nosotros»—, y me doy cuenta de que no las entiendo cabalmente, porque desconozco el significado de esa locución entrecomillada por el autor, que no es nueva para mí, que hace muchos años que no me encuentro escrita, y que nunca hasta hoy he consultado en el diccionario. El contexto ayuda —¿a regañadientes quiere decir?—, pero no remata la claridad conceptual, así que recurro primero al Diccionario de uso de doña María Moliner.  

            En la entrada «beneficio», la lexicógrafa aragonesa distingue entre el concepto —qué es el beneficio de inventario— y el uso de la locución adverbial. El beneficio de inventario es un concepto jurídico establecido en el derecho civil como la facultad por la que un heredero no está obligado a pagar a los deudores más de lo que importe la herencia recibida, para lo cual se hace inventario de ella, de manera que podríamos decir, por ejemplo, La abogada invocó el beneficio de inventario antes de liquidar las deudas con los acreedores.

            Para la locución «a beneficio de inventario» doña María distingue tres usos: I) Manera de tomar una herencia, utilizando ese beneficio. II) En sentido figurado, y refiriéndose a la manera de acoger una noticia, una promesa, etc., con reserva: Tomaremos sus propósitos de enmienda a beneficio de inventario. III) Tomando la cosa de que se trata solamente en lo que beneficia y despreocupándose de las obligaciones que implica: Toman el cargo a beneficio de inventario.

¿De una herencia y del pago de deudas está hablando el señor Pérez Royo en las palabras citadas? No, no apuntan éstas a un pleito civil, sino a una cuestión ideológica y de ética política.

Desechada la primera posibilidad, ¿en qué sentido hemos de entender la oración “Los republicanos aceptan la democracia a beneficio de inventario”? ¿La aceptan con precaución o cautela para no descubrir lo que realmente piensan? ¿Con discreción, circunspección o comedimiento? ¿Con desacuerdo, con recelo y desconfianza? ¿Simplemente como vehículo para sus propios fines, desentendiéndose de lo que implica una democracia? ¿O acaso “sin seriedad o esfuerzo, de manera frívola o despreocupada”, como explica la RAE que puede entenderse también la expresión que nos ocupa? Creo que el articulista se refiere a la peculiar manera que tienen los republicanos estadounidenses de entender —y asumir— la democracia: es aceptable cuando los lleva al poder, pero no cuando lo hace con los demócratas, de lo cual podría deducirse que aquellos en realidad no creen en la democracia, es decir, en la igualdad de todas las opciones políticas amparadas por una constitución consensuada. Un punto de vista sobre la democracia, por cierto, que también se observa en representantes y votantes de ultraderecha en nuestro país.

Estamos ante una frase de argot, ante un tecnicismo del ámbito jurídico que ha pasado al lenguaje común ampliando su significado desde un simple procedimiento legal hasta la expresión de duda, comedimiento, desacuerdo, desconfianza o frivolidad. Supongo que este crecimiento semántico está basado en la propia experiencia, en la aplicación de ese derecho en determinados casos y en la actitud de los acreedores, que dudarían de poder saldar la totalidad de las deudas de la persona finada con los bienes que ésta dejara a sus herederos, es decir, en la desconfianza ante el cobro de una deuda siempre que haya bienes para saldarla.

Fuera del ámbito jurídico, donde tenía un sentido unívoco, cerrado, la locución ha seguido viva en otros usos y ha ido creciendo significativamente, aunque me da la impresión de que resulta enigmática para buen número de hablantes. Del natural sentimiento de duda ante lo contingente —lo que puede suceder o no—, la expresión ha pasado a señalar también la ligereza con que a veces se afrontan determinadas circunstancias o conceptos, y vale incluso, como señalaba María Moliner, para designar una actitud falsa, como se deja ver en la frase de Javier Pérez Royo que citamos al comienzo.



[1] Javier Pérez Royo, «¿Dónde se informa Pablo Casado?», eldiario.es, 6 noviembre 2010).

jueves, 5 de noviembre de 2020

Solución / Disolución

        Ayer por la tarde, en los prolegómenos al volumen I de las cartas de Franz Kafka (Galaxia Gutenberg, 2018) encontré por tres veces una expresión que siempre me ha producido antipatía, si es que las palabras pueden provocarnos esa reacción, porque tiende una celada en la que muchos hablantes, y escribientes, caen: solución de continuidad / sin solución de continuidad.

            La dificultad de esta frase reside en que partimos del concepto más generalizado de «solución» como ‘resolución’ —de un problema, una duda o una dificultad—, entendiendo que -si algo se soluciona con continuidad, es decir, si tiene solución de continuidad, es que salta o evita el obstáculo y la cosa sigue adelante, continúa su curso: lo que tiene solución de continuidad es lo que avanza, lo que prosigue en su desarrollo. En consecuencia, de un hecho o un proceso sin solución de continuidad podremos entender que se interrumpe. Ahí está la añagaza, el trampantojo lingüístico que nos hace pensar que cuando algo tiene solución es que se ha logrado eliminar cualquier dificultad que lo empece. Si consultamos el diccionario académico, comprobaremos que la primera acepción del término «solución» es la ‘acción y efecto de disolver’, es decir, que en su etimológico y primer sentido, «solución» es sinónimo de «disolución», como ‘solutio’ y ‘dissolutio’ lo eran en latín, donde ambas palabras apuntaban a los conceptos de separación, desunión, destrucción, ruptura de la unidad entre las distintas partes de un todo. Acostumbrados, además, por el uso más generalizado a que el prefijo dis- indique dificultad (dislexia, dispepsia) o distinga parejas antónimas (gusto-disgusto, conforme-disconforme), se nos pasa que soluble y disoluble son sinónimos.

            Si no anda uno muy errado, el uso en español de ‘solución’ y de ‘disolución’ como palabras equivalentes proviene del mundo científico. En Dicciomed, un prestigioso diccionario médico disponible en la red, encontramos esta definición de ‘herida’: “Lesión que produce una solución o pérdida de continuidad en la piel provocada por un traumatismo”. Por la misma regla, podríamos decir que la fractura de un hueso es una solución de continuidad ósea, o que la muerte es la solución de continuidad de la vida. Queda claro, pues, que ‘solución de continuidad’ significa corte, ruptura, cese. Es evidente que los científicos, para apartarse del popularizado ‘solución’ = ‘resolución de un problema o dificultad’, acudieron a nuestra lengua madre, adoptando para la palabra ‘solución’ el concepto menos usado de ‘disolución’, dando así oportunidad a que una persona desconocedora del latín, y de la ciencia, confundiera el término ‘solución’ como significativamente opuesto a ‘disolución’.

            Visto esto —en latín, los sinónimos ‘solutio’ y ‘dissolutio’ comparten el significado de ruptura, interrupción; en nuestra lengua ocurre lo mismo con ‘solución’ y ‘disolución’— las expresiones solución de continuidad y sin solución de continuidad significan ‘interrupción’ y ‘continuación’ respectivamente. Sí, lo contrario de lo que parecen sugerir. Ante cualquiera de las dos expresiones, tendemos a dejarnos llevar por la generalización y no percibimos la íntima contradicción entre el significado aparente y el real: seguir / no seguir. En sin solución de continuidad se da el caso, además, de una doble negación, que tampoco percibimos —la indicada por la preposición y la contenida en el concepto ‘solución’ (ruptura, cese)—, y que da un sentido afirmativo, continuativo, al texto: ininterrumpidamente.

            ¿He resuelto o dado solución a las dudas que algún lector pudiera albergar respecto al uso de estas locuciones? Por si acaso, volvamos ahora a las que leí en la presentación de las cartas de Kafka para afianzarnos en su uso correcto. En la primera cita —“El texto de las cartas se da, en líneas generales, tal y como lo distribuyó Kafka: con las mismas divisiones de párrafos, y respetando la fórmula de encabezamiento, unas veces en línea aparte, otras sin solución de continuidad respecto a lo que sigue” (XXXIII, el subrayado es nuestro), no dudaremos: el autor afirma que en las cartas de Kafka el cuerpo de la misma va en ocasiones a continuación, inmediatamente después, del encabezamiento. Tampoco en la segunda —“Apenas se hace empleo de corchetes para indicar la existencia de un membrete, la intervención en la carta de una mano ajena a la de Kafka o la solución de continuidad del texto, indicada con los convencionales puntos suspensivos, debido a un pasaje ilegible (puy pocos) o a la ausencia de algún fragmento” (XXIII)—, ni en la tercera —“y sin solución de continuidad, el padre afirma…”—, en que los subrayados pueden sustituirse cabal y respectivamente por ‘interrupción’ y por ‘a continuación’.

            Nunca, que yo recuerde, he utilizado estas locuciones en mis escritos. Me resultan pedantes, innecesarias por artificiosas y confusas. Tampoco creo que comience a usarlas a partir de ahora, aunque tenga bien claro su significado, porque siguen pareciéndome modismos distanciantes, frases que denotan un erudito y prescindible afán de estilo. Pero basta ya de dichos y estilísticas, y demos aquí solución de continuidad a esta entrada.

¿O debería haber dicho que ésta es una entrada sin solución de continuidad?


martes, 3 de noviembre de 2020

La sopa y las nubes (XLIV)

Mi querida locuela me servía la cena y por la ventana abierta del comedor yo contemplaba las móviles arquitecturas que Dios hace con los vapores, las maravillosas construcciones de lo impalpable. Y me decía a través de mi contemplación: “Todas estas fantasmagorías son casi tan hermosas como los ojos de mi bella amada, la locuela monstruosa de los ojos verdes.”

            Y de repente recibí un violento puñetazo en la espalda, y escuché una voz ronca y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi queridita bien amada, que decía: ¿Te vas a comer pronto la sopa, maldito h… de p… comerciante de nubes?


viernes, 30 de octubre de 2020

Pérdidas y hallazgos (3)

 

Max Brod

Antes de que Franz Kafka muriera, Max Brod ya tenía muy claro qué hacer con los escritos de su amigo: lo mismo que había hecho con ellos desde el principio, cuando tenía que arrancárselos prácticamente de las manos y obligarlo a que los enviara a revistas, periódicos y editoriales. Sin Max Brod hoy no leeríamos a Kafka, sencillamente porque no lo conoceríamos, porque habría permanecido inédito. Kafka es Kafka por Max Brod. Tras una amistad íntima de 22 años, Kafka no dudaba de lo que haría Brod, ni Brod de lo que pretendía Kafka. Se conocían demasiado bien: ni Kafka tenía la firme voluntad de que todos sus escritos desaparecieran —¿por qué no los quemó él mismo?—, ni Brod sentía que iba a traicionar a su amigo, a incumplir la voluntad de un muerto. Prueba de ello la encontramos en la carta que Brod le escribió a Samuel Hugo Bergmann, director de la Biblioteca Nacional de Jerusalén, a primeros de julio de 1924: “Acabo de recibir la herencia literaria de Kafka para su revisión. Tres novelas y muchas otras cosas aún no publicadas esperan que alguien las prepare para imprimir. ¡Desgraciadamente, nadie puede hacer esto excepto yo! Además, se debe examinar una gran cantidad de trabajos desorganizados (te interesará saber que entre ellos hay muchos cuadernos para practicar hebreo). Me parece que en términos de valor literario, el patrimonio supera a todo lo que Kafka publicó durante su vida”.

         Lo primero que hizo Brod después de tener en su casa todo el material de su amigo, fue hablar con la familia y firmar un acuerdo por el que él se convertía, sin cobrar honorarios por su trabajo, en editor exclusivo de todos los escritos de Franz Kafka; el contrato fijaba también el porcentaje de beneficios: 55 % para los padres y las hermanas, y el 45 % para Dora Diamant; los primeros ingresos se destinarían a pagar los gastos de estancia y tratamiento en Kierling.

Luego se puso en contacto con varias editoriales. Consciente de la delicada situación económica en Alemania a causa de la superinflación, Brod aventuraba la dificultad de publicar en aquel momento las obras completas de un autor desconocido, leído solamente en reducidos círculos literarios de Praga y Berlín. No obstante, Willy Haas, en nombre de la pequeña editorial de vanguardia Die Schmiede, que tenía firmado contrato para publicar los relatos de Un artista del hambre, muestra interés por seguir publicando a Kafka, y tres días más tarde concreta su oferta por escrito. Igualmente interesados estaban los editores Ernst Rowohlt y Kurt Wolff, la Fischer Verlag, de Berlín, y la vienesa Zsolnay.

Esas cinco propuestas estaban en la mesa de Max Brod para el día 12 de julio, un mes después del entierro de Kafka. A cada oferta, Max Brod presentaba sus condiciones: la edición constaría de varios volúmenes; los manuscritos no saldrían de su casa y no podían ser consultados por los lectores de las editoriales, él facilitaría copia mecanoscrita de los textos; los beneficios empezarían a pagarse por adelantado y en plazos mensuales; el contrato se rescindiría en caso de que la editorial dejara de ingresar una sola mensualidad.

Con fines quizá publicitarios, y para atraer a las editoriales, Brod publicó en la revista berlinesa Weltbühne (17 de julio, 1924) un artículo en el que reproducía “el testamento” de Kafka que ya conocemos, e informaba del material inédito que había hallado:

 

“En su apartamento encontré diez cuadernos en formato cuarto, pero solo las cubiertas; el contenido había sido completamente destruido. Además (según una fuente confiable) quemó varios cuadernos con registros. Solo un paquete de hojas (aproximadamente 100 aforismos sobre temas religiosos), un borrador de contenido autobiográfico, que permanecerá inédito por ahora y otro montón de papeles desorganizados, que estoy revisando actualmente, se encontraron en el apartamento. Mi esperanza es que entre los diarios descubriré historias completas o casi completas. Más allá de eso, me dieron una novela sobre animales y otro cuaderno de bocetos… Las obras que se salvaron a tiempo de la ira del autor son la parte más valiosa de la propiedad y se almacenan en lugares seguros. El fogonero, una historia que ya ha sido publicada, es el primer capítulo de una novela cuya trama está ambientada en América, y de la que también existe el capítulo final, por lo que aparentemente no faltan demasiadas partes significativas… Otras dos, El castillo y El proceso, que es un libro vibrante y fascinante (que representa la cima del arte de Kafka), las guardé hace cuatro años (y hace un año), algo que realmente me reconforta hoy”.

 

         La cita ha sido larga y merece precisiones. Primera, el propio Kafka ya se deshizo en vida de material sin valor literario, y la prueba son esos cuadernos de los que arrancó las hojas, dejándolos meramente en las tapas. Segunda, esa “fuente fiable” que le asegura que Kafka quemó varios cuadernos, es Dora Diamant, que le contó cómo Kafka, estando con ella en Berlín, le mandó quemar unos cuadernos con anotaciones; 25 años después, la propia Dora Diamant recordaba en «Mi vida con Franz Kafka» (Der Monat, I, nº 1-9, junio 1949): “Para liberar su alma de estos fantasmas [todo lo que le había atormentado antes de su llegada a Berlín], quiso quemar todo lo que había escrito. Yo respeté su voluntad y, bajo su mirada, entonces él estaba en cama, enfermo, quemé algunos de sus textos. Lo que él quería escribir verdaderamente sólo podría hacerlo una vez conquistada su libertad”. Tercera, los aforismos aludidos son conocidos como “los aforismos de Zürau”, escritos en ese pueblo de Bohemia a donde Kafka se retiró unos meses de 1917 en la casa de su hermana Ottla, después de que le diagnosticaran la tuberculosis. Cuarta, queda claro que Max Brod se arroga la exclusividad en la edición y organización de los papeles póstumos de Kafka.

         Comienza entonces la aventura de la edición y publicación de las obras completas de Kafka. Max Brod se ha decidido por Die Schemiede, que publica a mediados de agosto Un artista del hambre y a comienzos de 1925 El proceso. Pero las ventas no resultan las previstas: hasta el 31 de marzo de ese año se habían vendido 551 ejemplares de Un artista del hambre. Los primeros ingresos solo alcanzaron para los gastos médicos. Los giros dejan de llegar y Brod rompe con Die Schmiede: “Me vi obligado a tomar esta medida —les escribe el 27 de noviembre de 1925— para asegurar la continuación de los pagos a los herederos de Kafka. No podía dejar a la señorita Diamant, la novia de Kafka, caer en la miseria. El legado de mi amigo me parecía algo demasiado valioso para ello”. Firma entonces con Kurt Wolff, que saca El castillo, en 1926, y América al año siguiente, pero cae en quiebra y vende los restos de su edición a Neuer Geist en 1929. Lo intenta Brod luego con Gustav Kiepenhauer, de Berlín, donde aparece La construcción de la muralla china (1931), pero la situación política impide la continuación del proyecto: el partido nazi llega al poder, se derogan derechos fundamentales y comienzan las leyes antirraciales, se prohíbe la lectura de Kafka, cuyas obras aparecen en la «Lista I de la literatura perjudicial e indeseable» en octubre de 1933, y sus libros son quemados en pública hoguera. Pese a todo, los hermanos Schocken se deciden y firman contrato con Max Brod el 26 de febrero de 1934 para editar las obras completas en 6 volúmenes. Así aparecen Ante la ley (1934), Narraciones y fragmentos en prosa, América, El proceso y El castillo, todas ellas en 1935. Al año siguiente, tras ser declarada empresa judía, la editorial Schocken ha de suspender su actividad; vende entonces sus derechos a la praguense Mercy Sohn, en realidad una tapadera de Schocken. Bajo el sello Mercy Sohn, pero con el diseño de Schocken, aparecen dos volúmenes más: Descripción de una lucha (1936), Diarios y cartas (1937). Finalmente, la biografía de Kafka por Max Brod.

Llegamos así al 28 de febrero de 1939, fecha en que Mercy Sohn transfiere de nuevo sus derechos a los hermanos Schocken, que han logrado huir de la persecución y se han establecido en Nueva York.

         Dos semanas después, en la noche del 14 al 15 de marzo, una pareja sube al tren en la Franz Josef Station de Praga…


jueves, 29 de octubre de 2020

Fe de vidas (Cinco apuntes sobre "Ordesa")


No sé cuánta ficción hay en esta novela de Manuel Vilas, pero sí creo que hay mucha verdad, mucha historia vivida. Y eso se nota cuando al tiempo que se lee se adentra uno en la historia como un personaje más, pues se habla de momentos históricos o de emociones y sentimientos por los que también ha pasado. Me ocurre con algunas novelas de Antonio Muñoz Molina, de Manuel Rivas o de Julio Llamazares. Cualquiera que lea Ordesa también va escribiendo mentalmente la historia de la relación con sus padres. Si, además, hay cercanía generacional con el narrador, la lectura es mucho más intensa y creativa.

 

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            Ordesa personifica la épica de la clase media de nuestro país, desde la España desarrollista de los años sesenta hasta nuestros días, encarnada en la familia del narrador: el padre, viajante de telas en pueblos de Aragón; ama de casa la madre; licenciado él en Filología Hispánica, profesor de instituto una veintena de años, divorciado y padre de dos hijos adolescentes que apenas mantienen relación con él.

 

*

 

            Escrita en forma de diario o de anotaciones más o menos extensas y no necesariamente ligadas por la cronología —hay continuos saltos temporales—, la novela va hilando esa trama compleja de los afectos familiares que incluye el amor, la admiración y el rechazo, la sobreprotección, el descuido, la compasión y el dolor; también el sentimiento de culpa por el tiempo perdido, por no haber aprovechado más los momentos con los padres. En este plano de la intimidad, la lección moral que extrae el protagonista, consecuencia de la actitud que él ha mantenido con los suyos, es demoledora: “Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito”. A él no lo espera nadie.

  

*

La ejemplaridad de la vida del padre remite al viejo concepto intrahistórico de Unamuno: “Conciencia de clase es lo que no debe faltarnos nunca. Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, fundó una familia y murió”. Estamos ante la épica de la España anónima que nace, trabaja y muere, ante unas vidas que no dejan rastro, antiheroicas, marcadas por la derrota en lo personal y en lo social.

 

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En todo momento, con cualquier excusa —una fotografía familiar, un armario heredado, los programas de televisión, un automóvil, el alcohol, el piso donde vive— insiste el narrador en su conciencia de fracaso, en su lamentable orfandad y soledad, en una visión patética de sí mismo, en un melodramático regodeo nihilista que termina cansando al lector.

 

*


domingo, 25 de octubre de 2020

El galante tirador (XLIII)

          Cuando el coche atravesaba el bosque, lo hizo parar junto a un campo de tiro diciendo que le gustaría disparar algunas balas para matar el Tiempo. Matar a ese monstruo ¿no es la ocupación más normal y legítima de cada uno? Y le ofreció galantemente la mano a su querida, deliciosa y execrable mujer, aquella misteriosa mujer a la que debe tantos placeres, tantos dolores, y acaso una parte de su genio.

     Varias balas dieron lejos del blanco propuesto; una de ellas se hundió en el techo; y como la encantadora criatura se reía como una loca de la torpeza de su marido, éste se volvió con brusquedad hacia ella y le dijo: "Mira aquella figura de allí abajo, a la derecha, con la nariz respingona y la cara tan orgullosa. Pues bien, querido ángel, me imagino que eres tú." Y cerró los ojos y lanzó la descarga. La figura fue limpiamente decapitada.

      Entonces, inclinándose hacia su querida, su deliciosa, su detestable mujer, su inevitable y despiadada Musa, y besándole respetuosamente la mano, añadió: "¡Ah, mi querido ángel, cómo te agradezco mi puntería!"


viernes, 23 de octubre de 2020

Pérdidas y hallazgos kafkianos (2)

 

Postal de Franz Kafka a su hermana Ottla, desde Riva (Italia), 1909

       En las «Notas finales» a la primera edición alemana de El proceso, realizada por la editorial berlinesa Die Schmiede en 1925, justificaba Max Brod, amigo, albacea y ordenador de las obras póstumas de Franz Kafka, la decisión de no haber respetado el deseo de su amigo y haber conservado su obra no publicada hasta entonces. Se remontaba primero a una conversación mantenida hacia 1921, en la que el propio Brod le anunciaba a Kafka que había hecho testamento y le encargaba que guardara determinados escritos y destruyera otros. “Cuando me oyó —continúa Brod—, me enseñó el papel escrito con tinta que apareció más tarde en su mesa y me dijo:

            —Mi testamento será muy simple. Te ruego que lo quemes todo.

            Recuerdo aún cuál fue mi respuesta:

            —Si piensas seriamente que seré capaz de hacerlo, te digo desde ahora que no lo haré.”

            En ese papel, entresacado de otros muchos papeles del escritorio de Kafka en casa de sus padres, doblado y con el nombre del destinatario, Max Brod leyó:

            «Queridísimo Max, mi último ruego: todo lo que se encuentre entre mis pertenencias (en las estanterías de libros, en el armario de la ropa, en el escritorio de casa y el de la oficina, o dondequiera que algo se haya podido ir a esconder, y tú lo descubras), ya sean diarios, manuscritos, cartas ajenas y propias, dibujos, etc., debe quemarse sin excepción y sin ser leído, así como también todo lo escrito y dibujado que poseas tú o posean otros, a quienes tendrás que pedírselo en mi nombre. Las cartas que no te quieran entregar tendrían por lo menos que comprometerse a quemarlas ellos mismos. Tuyo, Franz Kafka».

            Sin forzar la letra, parece claro que Kafka se refiere a todo lo que de su obra estuviera en esbozo, inacabado, en borrador, así como a las cartas que encontrara el amigo. Hasta ese momento, Kafka había publicado los volúmenes Contemplación (1913), La condena (1916), El fogonero (1913), La metamorfosis (1915), Un médico rural (1920), y muchos de los relatos recogidos en estas obras, habían sido publicados previamente en revistas, periódicos, suplementos y almanaques checos y alemanes. La leyenda de un Kafka que no quiere dejar rastro escrito de sí es eso, leyenda: “Debía vencer muchas resistencias —recuerda Brod— antes de decidirse a publicar un libro. Pero eso no lo privaba de experimentar una gran satisfacción al ver sus hermosos libros terminados, e incluso al saber los resultados que obtenían”. En cuanto a la decisión de Brod de no respetar la voluntad crematoria de Kafka, tampoco parece que éste albergara dudas de que su amigo no solo iba a conservar sus papeles, sino que los iba a ordenar y a buscar su publicación, como había hecho siempre. Max Brod era su gran valedor, sin su tenacidad y su diligencia ante directores y editores, el creador de Gregorio Samsa seguramente habría permanecido inédito. 

            Demos ahora un salto hacia adelante. Trasladémonos a la ciudad de Praga en los primeros días de junio de 1924. Franz Kafka acaba de morir en un sanatorio austríaco. Sus restos han sido trasladados en tren hasta la capital bohemia. En el Prager Presse aparece una elegía de Max Brod y una necrológica de Oskar Baum, en el periódico judío Selbstwehr, un texto de Felix Weltsch: En el diario vienés Narody Listy del 5 de junio, Milena Jesenská traza un emotivo y certero retrato del escritor: “Era tímido, temeroso, amable y bondadoso, pero los libros que escribió eran terribles y dolorosos”. El 10 de junio, Hermann y Julie, los padres, publican una esquela en el periódico: “Con la mayor aflicción anunciamos que nuestro hijo, el doctor en Derecho Franz Kafka, falleció el pasado 3 de junio en el sanatorio Kierling de Viena, a los cuarenta y un años de edad. El sepelio tendrá lugar el miércoles 11 de junio, a las cuatro menos cuarto de la tarde, en el cementerio judío de Strasnice.” Ocho días después del entierro, los amigos organizaron un homenaje al escritor en el Kleine Bühbe (Pequeño Teatro, en el que se representaban obras en alemán) con evocaciones, semblanzas y panegíricos; Max Brod leyó la elegía por su amigo y el actor Hans Helmuth Koch leyó dos textos kafkianos, «Un sueño» y «Un mensaje imperial».

                Durante esos días de duelo, Max Brod comenzó su labor de albacea. Consiguió de Dora Diamant, la mujer con la que Kafka había compartido los últimos meses de su vida, un cuaderno con bosquejos de historias y el manuscrito de La construcción; de Milena Jesenská, 15 cuadernos de diarios y el original de El desaparecido; finalmente, de Robert Klopstock, el amigo estudiante de medicina que lo atendió en Kierling, el manuscrito de Josefina la cantante, las llamadas “conversaciones” —notas con breves frases que Kafka escribía cuando ya no podía hablar—, algunos apuntes para relatos y varias cartas. También acudió Brod varias veces al piso de los padres en la casa Oppelt de la Staroměstské Náměstí, la plaza de la ciudad vieja de Praga, y recogió cuanto papel había en aquella habitación de su amigo con vistas a la calle Pařižská.

            Cuenta Max Brod que en esos registros encontró una hoja amarillenta escrita a lápiz en la que pudo leer:

            «Muy querido Max:

            Me temo que esta vez no me recupere. Quizá tenga una neumonía después de un mes de fiebre pulmonar; a pesar de que lo que escribo no lo puedo evitar, aunque puede influir en algo.

            Esta posibilidad me obliga a hacerte saber mi deseo póstumo con respecto a todos mis escritos.

            Conservar únicamente las obras siguientes: La condena, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, Un artista del hambre.

            (Los pocos ejemplares de Contemplación no hace falta destruirlos. Es un trabajo menor, pero que no se imprima). En cuanto a los cinco libros y el relato que pueden conservarse, no significa que quiera que se reimpriman para la posteridad; todo lo contrario, si desaparecieran completamente, se cumpliría mi deseo. Pero ya que existen, si alguno quiere conservarlos que lo haga.

            En cuanto a los demás escritos (todo lo que ha sido publicado en revistas, los manuscritos, todas las cortas), todo lo que logres encontrar o conseguir de aquellos que los tengan (conoces a la mayoría, sobre todo a N. N., N.), todo ello debe quemarse, sin excepción alguna, y con preferencia sin ser leído. (Si quieres echarle un vistazo, me parece bien; pero nadie más que tú debe verlos.) Te ruego hagas esto cuanto antes.

            Franz»

            Qué hacer, se preguntó Max Brod.


Cuaderno de Fran Kafka conservado en la Biblioteca Nacional de Israel