A mi hermana Ángela
Por
la mañana, el niño y su hermana han arrancado algunas matitas de
hierba que crecen entre las piedras de la calle para ponerlas como
verduras en el huerto y entre las peñas sobre las que se alza el
castillo. Con un cascarón de huevo untado de pegamento y cubierto de
paja, la madre ha hecho un almiar, sobre el que ha apoyado una
escalera hecha con palillos de dientes. Con retales de colores, ha
recortado también siluetas de camisas, pantalones, sábanas, y las
ha pegado a un hilo como si estuvieran secándose al aire en el
tendedero, otras las ha extendido sobre el musgo junto al papel de
plata del río en el que nada una familia de patos. Al otro lado del
puente, una casa de corcho con el tejado blanco y un pozo junto a la
puerta, con su brocal, su polea y su cubeta, y unas cuantas gallinas
con sus patas de alambre como picoteando la tierra. Arriba, en la
montaña, ovejas, cabras y conejos. Los soldados, enormes, firmes con
su lanza, su casco y su escudo, guardando la entrada de un castillo
casi oculto por unas ramas de olivo; el pastor dormido de lado junto
al fuego, sus compañeros comiendo migas, el ángel alado en el árbol
de barro, el panadero en su horno, el carpintero con su sierra, la
posada, el establo, el buey tumbado y la mula, el pesebre, la Virgen
y San José, los reyes y sus pajes, el pastor con un cordero sobre
los hombros, otro con un cesto de frutas a la cabeza, la mujer de
túnica azul y toca blanca con una bandeja de dulces apoyada en la
cadera, la tejedora con el huso y la devanadera, la borriquilla con
dos haces de leña sobre sus lomos.
Ya
ha caído la noche. Cuando están cenando llaman a la puerta. La
madre sale a abrir y vuelve sonriente. Detrás de ella un grupo de
diez o doce muchachos. Llevan chalecos de piel, de lana, de tela
negra, sombreros de paja, gorras, cada uno con un instrumento,
zambombas de varios tamaños, carracas y panderetas adornadas con
cintas de colores. Forman semicírculo y sale al centro Sanchicos, un
muchacho de catorce o quince años, que marca el ritmo con los
brazos, golpeando el suelo con un pie o con otro, saltando, haciendo
giros y contorsiones, sonriente, dando entrada a las voces.
Almireces, sonajas, panderetas, una botella de anís. Los de la
zambomba llevan colgada de la cintura, o en la mano que abraza el
instrumento, una lata o una botella con agua para que la palma de la
mano, húmeda y escurridiza en su punto, agarre y se deslice a un
tiempo por el carrizo y saque el sonido bronco, poderoso, monocorde.
Ajeno
aún al mundo religioso, el niño mira fascinado aquella maravilla.
No sabe por qué esa noche cenan los cuatro juntos. Por qué papá y
mamá tan sonrientes. Por qué el mantel de tela y dos velas
encendidas en la mesa. Por qué tan alegre algarabía a esas horas,
aquellas canciones, aquel danzar, aquella música que invitaba al
gozo y a la celebración.