«En Berja, el alcalde ordenó al comandante del puesto de la guardia
civil que entregara las armas a los milicianos y éste los ahuyentó
a tiros; el día 22, el teniente jefe de la línea les ordenó que
con los de Dalías se concentraran en El Ejido».
Es evidente que estas líneas nos remiten a la provincia de Almería
‒allí nos llevan los topónimos: Berja, Dalías, El Ejido‒, y
que aluden a un episodio de la guerra civil. Puede, aunque no cabe
ahora adentrarse en investigaciones lexicográficas, que la palabra
“milicianos” se haya usado en nuestra lengua en otros momentos
históricos, pero el más reciente, el que comúnmente asociamos hoy
con ella es el de aquella guerra provocada por un alzamiento militar
contra la II República Española. Los milicianos y milicianas la
defendieron a muerte, pero los rebeldes lograron la victoria. Tampoco
vamos a entretenernos aquí.
La situación no es baladí, y por nada quisiera uno verse en ella.
A guerra pasada, las decisiones son fáciles. Yo, que soy de
izquierdas y abomino de la monarquía… Pues yo defiendo a Franco y
su alzamiento salvador. Qué lógico todo, ¿verdad?
Pero no estábamos allí. No éramos ninguno de los personajes
protagonistas del episodio: ni el alcalde de Berja, ni el comandante
del puesto, ni los guardias, ni el teniente, ni los milicianos.
Somos gentes del presente, de los años 20 del siglo XXI, que leemos
sobre un episodio bélico de hace casi noventa años, sobre unos
hechos de sobra conocidos porque se repitieron en toda la geografía
del país.
El 17 de julio de 1936 comienza en Melilla un golpe de estado
militar que rápidamente se extiende a la península y provoca el
enfrentamiento armado entre las fuerzas leales a la República y las
rebeldes. Hubo que tomar bando: jornaleros, médicos y abogados,
periodistas, herreros y zapateros, horteras, mozos de estación y
maquinistas, costureras, secretarias, estudiantes, terratenientes,
alcaldes, secretarios de ayuntamiento, comerciantes, panaderos,
maestras y maestros, frailes, sacerdotes, monjas, oficinistas,
militares, políticos, sastres, diplomáticos, bibliotecarias,
empresarios, marinos, toreros y deportistas, dependientas, gentes del
arte y la farándula, músicos, profesores universitarios,
adolescentes y jóvenes sin oficio, albañiles, obreras y obreros,
camareros, fotógrafos, carteristas, impresores, telefonistas,
reclutas y generales. Antes o después, todos los españoles,
mujeres y hombres, tuvieron que elegir.
Y eso hicieron los protagonistas de nuestro párrafo inicial. Tomó
su decisión el alcalde, que permaneció leal a las autoridades
republicanas y pidió armas para el pueblo. Tomó la suya el
comandante del puesto de la guardia civil, que ignoró la orden del
alcalde y además mandó recibir a tiros a los hombres que se
acercaron al cuartel en busca de armas. Decidieron los guardias, al
secundar la orden de su superior. Y cada uno de los milicianos. Tomó
también su decisión el teniente al ordenar a las fuerzas de Berja y
de Dalías que se concentraran en El Ejido.
Las decisiones tomadas por estos hombres en Berja en aquellos
calurosos y convulsos días de julio de 1936 marcarían el resto de
sus vidas. Estamos ante unos hechos concretos que ganan rigor
histórico, viveza y dramatismo, cuando conocemos el nombre y
condición de sus protagonistas. Sabemos del nombre del alcalde,
Francisco Sánchez Sánchez, a quien sus convecinos llamaban El
Espiritista; miembro de la UGT, fue detenido al finalizar la guerra,
sometido a consejo de guerra y fusilado en Berja el 1 de julio de
1939; tenía 50 años. Sabemos también el nombre de los guardias
‒Diego Moya Villegas, Francisco Manzano González, Encarnación
Peña Vera, Federico Alonso Hidalgo, Juan Lupiáñez García,
Francisco Pérez González, Luis Lupiáñez Estévez‒ que
recibieron con hostilidad a los milicianos, y puede rastrearse el
curso de sus vidas, su currículum, en ensayos históricos, en
sumarios judiciales y en los expedientes individuales obrantes en el
archivo histórico de la Guardia Civil; conocemos el nombre del
teniente, Antonio Ruiz Román, aunque no el de los milicianos. Y
conocemos también el nombre del cabo, José Zarco Castillo, el tío
Pepe.
Como ya sabemos, las decisiones tomadas por el tío Pepe aquellos
confusos primeros días de guerra lo llevaron a ser detenido el 24 de
julio por una patrulla de la Guardia de Asalto llegada en camión
desde Almería, enviada por el gobernador civil. Pero nada de esto se
contaba en mi casa, no sé si por olvido, por desconocimiento, o
porque no interesaban los detalles. Solo el meollo, que el tío Pepe
estuvo en un barco prisión y que se libró de ser fusilado.
Esos detalles ‒el nombre de los guardias a su cargo, el del
teniente, el del alcalde, los días exactos, el tiroteo, la fecha de
la detención‒ precisan y concretan una historia oída muchas
veces, hacen más viva su representación mental. Subrayan también
la distancia entre el niño que oía en boca de su madre aquellas
historias de la guerra, que abría los ojos de asombro ante la figura
legendaria del tío Pepe, al que admiraba por su valentía, de quien
recibía en las visitas el afecto de un abrazo o de un beso en la
mejilla, pero ante el que sentía un temeroso respeto por aquel andar
enhiesto, por aquella forma tajante de hablar, por aquella voz
cavernosa que le subía desde el estómago, y entre el hombre de hoy
que sabe cuántos como el tío Pepe, en aquellos nefastos
días de julio, tomaron la decisión de sumarse a los militares
rebeldes para derrocar la República y hacerla desaparecer.