Las pipas bohemias, iluminadas y rebeldes del adolescente Rimbaud en los cafés de Montmartre; el humo de los cronopios y del jazz en la fantástica realidad de Julio Cortázar; la elegancia burguesa, goethiana del puro de Thomas Mann; los cigarrillos desasosegados, exquisitos y saudadosos de Fernando Pessoa; la sempiterna y poética boquilla filosófica de María Zambrano; los cigarros payeses —liados de su propia mano, claro está— de Josep Pla; las cenizas en el traje arrugado y temporal de Antonio Machado; los monólogos de conciencia de las volutas irlandesas de James Joyce; el puro revolucionario de Bertold Brecht; los cigarrillos neuróticos, suicidas, de Virginia Woolf; el humo simbolista en blanco y negro de Charles Baudelaire; la pipa de Pavese, que le enseñó el duro oficio de vivir; la conciencia alemana de la cachimba de Gunter Grass; la confirmación de que humo y vida son lo mismo, el ser y la nada atea y comprometida en las caladas existenciales de Sartre y de Camus; la desnuda soledad de los cigarrillos de Constantino Cavafis en los cafés de Alejandría. Cuánto humo. Cuánta literatura en todos ellos.
Otro de estos grandes hacedores de humo y de buena literatura fue Ettore Schmitz, que ha pasado a la historia de la literatura y del humo con el nombre de Italo Svevo, autor de la estupenda novela La conciencia de Zeno. Nacido en la austro-húngara ciudad de Trieste en 1861, hijo de un próspero comerciante, Italo Svevo trabajó como empleado de banca y luego como director de una fábrica de barnices propiedad de la familia de su mujer, Lidia Veneziani. A los 32 años, Svevo había publicado a su costa dos novelas, Una vida (1893) y Senilidad (1898), que pasaron por completo desapercibidas para críticos y lectores. El escritor guardó entonces un silencio de 25 años durante los cuales estalló la Primera Guerra Mundial, se volcó en sus quehaceres industriales, y leyó a Freud, algunas de cuyas obras tradujo. En 1923, alentado por James Joyce, al que había conocido en Trieste en 1907 como profesor particular de inglés, publicó La conciencia de Zeno, considerada hoy su obra maestra, obra innovadora que hay quien coloca junto a las de Proust, Kafka o del propio Joyce.
La novela cuenta la historia de Zeno Cosini, que, siguiendo el consejo de su psicoanalista, bucea en su pasado para curarse de una enfermedad cuya naturaleza nunca parece tener clara el lector, ni el propio personaje. Dividida en un prefacio, que firma el Doctor S., el psicoanalista, un preámbulo y seis capítulos redactados por el protagonista, la novela va haciendo calas en sus experiencias más importantes: la muerte del padre, su matrimonio, su aventura con una amante, la historia de una asociación comercial con cuya ruina el protagonista se enriquece, y el abandono de su tratamiento psicoanalítico.
Por razones de índole personal que el lector acabará comprendiendo, y sin ánimo de desmerecer el resto de la obra, he dejado para el final el primer capítulo de la novela, titulado «El humo», dedicado por Zeno a hacer un análisis histórico de su propensión al humo.
La historia del Zeno fumador es la de todo empedernido: primeros cigarrillos en la infancia, pequeños hurtos para conseguirlos, bronquitis crónica a los veinte años, y a partir de ahí, humo y nicotina todos los días, todas las horas, y múltiples intentos de abandonar ese vicio en el que Augusta, su mujer, solo ve “una manera un poco extraña y no demasiado aburrida de vivir”. Zeno intenta una y otra vez abandonar el humo —apuestas, aplicaciones eléctricas, sanatorios, sesiones de psicoanálisis—, pero fracasa siempre. Entre otras razones, porque su enfermedad es precisamente la del último cigarrillo, expresión cuyas iniciales U. S. (Ultima sigaretta) anota constantemente en sus cuadernos aprovechando cualquier hecho relevante para él: Tercer día del sexto mes de 1912, a las veinticuatro horas. U.S., escribe una vez, convencido del fetichismo de las fechas que se van doblando. Pero su enfermedad era, no la nicotina, sino el propósito de dejarla, una voluntad demacrada y achacosa, y el único modo de abandonar la nicotina, no era combatirla, sino olvidarla. Por otro lado, el humo no es el mal exclusivo en la atribulada existencia de Zeno, es un síntoma más de una enfermedad psicológica y moral, de una enfermedad de su conciencia. El mal de Zeno es saber que llega a las cosas por casualidad, que no ha sido capaz —ante su padre, ante su mujer, ante su amante, en sus negocios— de coger con firmeza las riendas de sus propias decisiones, de su propia libertad. Eso es lo que le ha hecho vestir el hábito de un hipocondríaco, de un enfermo imaginario, incapaz de enfrentarse libre y decidido a la vida tal como se le viene.
Zeno Cosini alcanzará la salud en su vejez, por sí mismo, sin necesidad de médicos ni farmacopea, cuando cambia de actitud ante la vida y se hace consciente de la libertad y de sus riesgos, cuando destierra de sí mismo la convicción de que es un hombre enfermo. Al contrario que su psicoanalista, Zeno descubre que la vida, porque duela, no es una enfermedad, aunque se parece a ella: “avanza por crisis y lisis y empeora y mejora diariamente. A diferencia de las otras enfermedades, la vida es siempre mortal. No tolera ningún tratamiento.” La vida es una convicción. Y si antes Zeno tenía la convicción de ser un enfermo, ahora tiene la de una salud perfecta, aunque de vez en cuando sufra algún dolorcillo aquí o allí y tenga que recurrir a los emplastos.
Por mi parte seguiré la filosofía terapéutica de Zeno-Svevo. Cuando ponga el punto final a este artículo, fumaré un último cigarrillo y saldré a pasear este largo y hermoso atardecer del verano en busca de aquel hombre sano que dejé de ser hace treinta y cinco años, cuando me casé con Madame Nicotine.