miércoles, 28 de diciembre de 2022

20 Tarda en morir

Tarda en morir la luz. Se resiste el día a perder los colores: el ocre de los pastos secos, las gamas del azul entre las sierras y el cielo, los verdes de las higueras, los granados y los olivos; las hojas blanquecinas, translúcidas, de las avenas locas.

Un lento apagarse hasta que aparecen las primeras estrellas para darle confianza al día, a la luz que se extingue, como diciéndoles que no se preocupen, que ahora ellas, las estrellas, derramarán su luz sobre los campos, y estos lucirán hermosos durante la noche.

 

sábado, 24 de diciembre de 2022

Pastoral (Esparragal, 24 de diciembre de 1959)

 A mi hermana Ángela

Por la mañana, el niño y su hermana han arrancado algunas matitas de hierba que crecen entre las piedras de la calle para ponerlas como verduras en el huerto y entre las peñas sobre las que se alza el castillo. Con un cascarón de huevo untado de pegamento y cubierto de paja, la madre ha hecho un almiar, sobre el que ha apoyado una escalera hecha con palillos de dientes. Con retales de colores, ha recortado también siluetas de camisas, pantalones, sábanas, y las ha pegado a un hilo como si estuvieran secándose al aire en el tendedero, otras las ha extendido sobre el musgo junto al papel de plata del río en el que nada una familia de patos. Al otro lado del puente, una casa de corcho con el tejado blanco y un pozo junto a la puerta, con su brocal, su polea y su cubeta, y unas cuantas gallinas con sus patas de alambre como picoteando la tierra. Arriba, en la montaña, ovejas, cabras y conejos. Los soldados, enormes, firmes con su lanza, su casco y su escudo, guardando la entrada de un castillo casi oculto por unas ramas de olivo; el pastor dormido de lado junto al fuego, sus compañeros comiendo migas, el ángel alado en el árbol de barro, el panadero en su horno, el carpintero con su sierra, la posada, el establo, el buey tumbado y la mula, el pesebre, la Virgen y San José, los reyes y sus pajes, el pastor con un cordero sobre los hombros, otro con un cesto de frutas a la cabeza, la mujer de túnica azul y toca blanca con una bandeja de dulces apoyada en la cadera, la tejedora con el huso y la devanadera, la borriquilla con dos haces de leña sobre sus lomos.

Ya ha caído la noche. Cuando están cenando llaman a la puerta. La madre sale a abrir y vuelve sonriente. Detrás de ella un grupo de diez o doce muchachos. Llevan chalecos de piel, de lana, de tela negra, sombreros de paja, gorras, cada uno con un instrumento, zambombas de varios tamaños, carracas y panderetas adornadas con cintas de colores. Forman semicírculo y sale al centro Sanchicos, un muchacho de catorce o quince años, que marca el ritmo con los brazos, golpeando el suelo con un pie o con otro, saltando, haciendo giros y contorsiones, sonriente, dando entrada a las voces. Almireces, sonajas, panderetas, una botella de anís. Los de la zambomba llevan colgada de la cintura, o en la mano que abraza el instrumento, una lata o una botella con agua para que la palma de la mano, húmeda y escurridiza en su punto, agarre y se deslice a un tiempo por el carrizo y saque el sonido bronco, poderoso, monocorde.

Ajeno aún al mundo religioso, el niño mira fascinado aquella maravilla. No sabe por qué esa noche cenan los cuatro juntos. Por qué papá y mamá tan sonrientes. Por qué el mantel de tela y dos velas encendidas en la mesa. Por qué tan alegre algarabía a esas horas, aquellas canciones, aquel danzar, aquella música que invitaba al gozo y a la celebración.


miércoles, 21 de diciembre de 2022

19 Cardhu


El sillón junto al fuego.

Unos sorbos de whisky.

Chopin de fondo en la tarde.

Un libro con historias y versos de muy lejanas fechas.

Limpio el anochecer al otro lado de la ventana.

La luna azul de noviembre bañando el pueblo…

Al caer la noche, una luz cálida, invisible, se abre camino dentro de ti.


jueves, 15 de diciembre de 2022

18 Mágica música

Recortadas sus siluetas en el contraluz del anochecer, posando ahí abajo, en el caballete del tejado unos, más arriba aquellos, ala con ala otros, en grupos de cuatro o cinco, ajenos ya al azar del vuelo y las galerías del aire, semejan los tordos vivo pentagrama en los cables de la luz, sobre las tejas rojas y en las antenas de televisión, y quisiera ser uno prodigioso músico, mágica batuta de esas notas-pájaros y acunar con su hermosa melodía la noche que llega.


lunes, 12 de diciembre de 2022

17 Starlight

El cazador Orión, la hermosa Venus y la lejana Andrómeda, Selene en plata creciente, brillando limpias en el azul oscuro de la madrugada… Oh, la belleza de lo que he visto cuando he bajado a prepararme un café y he mirado al cielo, me ha traído los versos de fray Luis de León ‒Cuando contemplo el cielo // de innumerables luces adornado…‒, y la razón que lo asistía al desearnos una vida más plena y auténtica, lejos de las vanas sombras tras que andamos en esta cárcel de la materia, del dinero y de los mundanos bienes, acuciados por la prisa y las estrechas miras, sin ocuparnos en verdad de los emociones y sentimientos más claros y puros, que traen la salud interior, el contento y la paz a nuestro espíritu.


martes, 6 de diciembre de 2022

16 El corazón

 El corazón de las encinas no es madera, sino tiempo.


jueves, 1 de diciembre de 2022

15 En blanco

 Ese caer silencioso de la nieve durante la noche para amanecer un mundo recién creado, intacto, sin huella alguna, salvo las del petirrojo que da saltitos y picotea en busca de alimento.


lunes, 28 de noviembre de 2022

Dolorido sentir

 Impresionante, esa fue la palabra emocionada que me salió espontáneamente cuando llegué a los versos finales de Un año y tres meses, el último libro de Luis García Montero, sobre la enfermedad y muerte de su mujer, Almudena Grandes. Bellísimo cancionero de amor y de dolor, que trasciende lo puramente personal para alzarse en una meditación de alcance universal sobre el amor como centro iluminador de la existencia, y sobre el vacío en que nos sume la desaparición de la persona querida.

La primera parte (12 poemas durante la enfermedad) comienza con una pareja que pasea por la playa al anochecer, inquieta ante el temible diagnóstico ‒Qué difícil andar con pies descalzos / y miedo a lo que corta‒; el poema termina con claras resonancias de Luis de Góngora: Orillas del mar, / dejadnos soñar. Le siguen poemas donde se recrea la cotidianeidad de la pareja que lee de noche en la cama y cuyas lecturas se meten en el sueño del otro: También es el amor una luz negociada … Historias que se enlazan como cuerpos; las estancias en el hospital, la quimioterapia, el cuidado del enfermo y el cuidado del cuidador, el diagnóstico fatal como una escalofriante agua fría con ecos de Jorge Manrique ‒Seguro que está el mar / detrás de su maldito / correr indiferente‒; el extraño orden en la casa, que no responde al desorden propio y auténtico de la vida antes de la enfermedad; el ser consciente de que uno es el que sobrevive ‒Nunca había previsto que me tocase a mí / cerrar la puerta, apagar la luz / cuando el reloj se agote; o la complicidad de ideas, de actitudes, la resistencia, y la calma ante el ya inevitable final: Con pocas fuerzas hoy, / el cielo de Madrid nos mira triste. / Una vez más nos faltan aliados / en las trincheras últimas de nuestros corazones.

En la segunda parte (12 poemas in morte), se evocan los primeros encuentros de la pareja, cuando las ideas estaban claras y alentaba la ilusión, se expresa el continuo pesar de la ausencia ‒Supongo que este modo de sentirse / definitivamente hundido / es una forma mía de estar enamorado / para empezar de nuevo / unas vida distinta / con el amor de siempre‒; el vacío de la casa ‒la falta de costumbre de un silencio / o de un sofá a la deriva / o del ordenador y la butaca / que me miran sin ojos / al pasar por la puerta del despacho, la ausencia de la fe religiosa como consuelo, la lucha contra los molinos de la melancolía cuando el poeta viaja hacia la casa de vacaciones, la terrible mudanza en la vida que acarrea la muerte, el asumir la vida en soledad y quedar solo con los recuerdos.

Finalmente, en el epílogo, se hace balance del duro proceso ‒diagnóstico, septiembre 2020; muerte, noviembre 2021‒ en el conmovedor poema que da título al libro, del que subrayo este hermosísimo alejandrino, luminoso, paradójico, doloroso y feliz a un tiempo: No me quejo de verte morir entre mis brazos.

Destaco también la imagen sincera, cercana, del hombre herido por el trágico e inesperado desastre, que lo instala en un vacío del que sólo puede salir recurriendo a lo mejor de sí mismo, a la poesía, a la sensibilidad y a la ternura, al inmenso amor, vivificante y fecundo para los dos, que supuso la mujer amada.

Y la asunción, como en los cancioneros medievales, de que la muerte iguala a los que se marchan, pero también a los que quedan en el dolor y la ausencia y tienen que sobrevivir. La vida, como asumía Rilke, lleva enquistada en sí la muerte.


viernes, 25 de noviembre de 2022

Ad mulierem

 Existe en el arte de la oratoria un tipo de argumento llamado ad hominen, que consiste en descalificar personalmente al interlocutor con quien se está en controversia, independientemente de las ideas que defienda. Es una especie de golpe bajo, una puñalada trapera o una patada en la boca que se le propina para achantarlo, para confundirlo, para tratar de que pierda los papeles y anular la fuerza de sus palabras. Quien recurre a tal argumento demuestra lo débil e infundado de los suyos. En beneficio de la inteligencia, deme otros argumentos, hay que responder a quienes se valen de este malintencionado proceder.

Estos días de atrás hemos asistido al bochornoso espectáculo de polític@s menospreciando, denigrando, ofendiendo y descalificando como energúmen@s a una ministra, como nunca he oído en sede parlamentaria alguna, con expresiones que producen sonrojo, vergüenza e indignación.

La mayor parte de estas venenosas injurias salidas de voces peperas, voxeras y ciudadanas tiene que ver con la condición de mujer de la ministra, son prueba incontestable de violencia machista verbal, de acoso laboral, de cacería ideológica, pero no he visto ningún telediario que abra con el rechazo tajante de tal actitud, ningún periódico que la condene en grandes titulares, ninguna voz sensata de esas mismas formaciones políticas que llame al respeto y a la educación política. Ni siquiera en sedes de la soberanía popular como el Senado o el Parlamento he visto sanciones por tal violencia verbal.

Quienes llevan adelante este acoso e intento de derribo de la ministra, actúan, metafóricamente, como esas adolescentes que hace unos días aparecieron en todos los medios dándole patadas, puñetazos e insultando a una compañera de instituto. Y quienes grabaron y jalearon a las agresoras, o se pusieron de perfil, sin preocuparse de la víctima, son, manteniendo la metáfora, quienes votan a estos partidos políticos que consideran que todo vale para instalarse y perpetuarse en el poder.

¿En qué quieren convertirnos esta mala gente?


martes, 22 de noviembre de 2022

14 Exterior noche

 Como ejército de inmóviles sombras, nítidas se recortan en la noche azul las oscuras siluetas de las encinas.


miércoles, 16 de noviembre de 2022

martes, 15 de noviembre de 2022

13 Un momento

    Un momento de silencio total. Y de quietud. Ni vuelos. Ni cantos. Ni aire que cunda rumores. La vida detenida.

Bajo el sol inclemente de agosto, los pastos secos y la impresión de abandono acentúan la imagen de desierto.

Más aún cuando te encuentras el garabato de una encina muerta. 


martes, 8 de noviembre de 2022

12 Lírico

    Lírico se pone uno cuando sale a caminar por la dehesa antes que asome el sol tras las sierras y apunta en su memoria poéticos sintagmas ‒delicada flor del alba, temblor de rosas, apacible son de esquilas‒, y ya en casa los traslada al papel en busca de unos versos, de un poema que acoja la belleza de estas primeras luces y músicas del día…

Y la fragancia del hinojo al pasar por ciertas vaguadas...


viernes, 4 de noviembre de 2022

11 Primo vere

 Oh, qué belleza de blancos y amarillos, de verdes, azules y rojos; de formas y texturas, de tallos, pétalos y fragancias.

Espinos y amapolas, jaras, avenas y rosas silvestres, lirios, cardos, tomillos y cantuesos, aulagas, retamas, juncos y cañahejas. Álamos, moreras, acacias, encinas.

El bordado de la primavera.

En mágica sinfonía, sobre el rumor del agua río abajo, las arias y romanzas, los duetos de los pájaros en las zarzas y espesuras de la ribera.

Y el zumbido de los insectos que revolotean a mi paso, invitándome a esta espléndida fiesta del renacer.


martes, 1 de noviembre de 2022

10 Tordo en la tarde

Acaba de llegar. Se ha posado en el extremo de la varilla de una antena de televisión. Ahí está. Es el mismo de estos días de atrás. Gira la cabeza a un lado y a otro. Agita sus alas, las plumas de la cola, hunde varias veces el pico en el pecho. Y finalmente se extasía en su perfil. Como posando. Como si supiera que lo observo desde mi ventana y que trazo en estas líneas su lírica silueta negra nítidamente recortada en el cielo gris húmedo del atardecer.

 

jueves, 27 de octubre de 2022

9 Entre el verde nuevo

Entre el verde nuevo de las hojas más altas del naranjo del patio, brilla el cuerpo negro, estilizado, de un mirlo joven.

Con su pico amarillo corta una flor de azahar y vuela hacia una antena cercana, donde ella posa, coqueta, como ausente.

Nerviosamente agita él los tiernos pétalos blancos alrededor del cuello de ella, hasta que al fin suelta la flor y los pájaros comienzan a frotar sus picos.

Al cabo, él entona su garganta. Ella acompaña.

Ahí siguen, en la antena. Emitiendo al mundo en horario de tarde la maravillosa fragancia de su música.

De su amor.


martes, 25 de octubre de 2022

8 Invitación al silencio

El gorrión, inmóvil allá en lo más alto del álamo desnudo.

La corona blanca de la luna sobre los olivos.

Las siluetas de las casas recortándose negras sobre un cielo azulón.

Los almendros. Su flor. Su dulce perfume...

Hasta las campanas de la iglesia tañen a silencio en este anochecer.


viernes, 21 de octubre de 2022

7 Ciclos

 La niebla. El frío. La helada en los tejados, en las piedras, en la hierba de las cunetas, en los sembrados.

Y poco a poco alzándose naranja el sol detrás de las sierras, su cálida lengua licuando la rociada.

Y de nuevo los campos verdes, brillantes, como recién llovidos.


martes, 18 de octubre de 2022

6 Mientras leo

 Mientras leo unos versos de Ezra Pound descubro, como si llevara un rato al acecho, emboscada, el reflejo de una media luna amarilla en el cristal rojo de la mesa.

Levanto sorprendido la cabeza y miro por la ventana, y me voy tras las negras siluetas de los pájaros que revolotean por los tejados y por las copas de los olivos, sobre el fondo de rosas que el sol envía desde su ocaso.

Versos.

Luna.

Luces.

Vuelos.


jueves, 13 de octubre de 2022

5 La tarde

 Silenciosa, envuelta en grises se despide la tarde.

En la habitación en penumbra arde una vela de sutil aroma a azahar.

La llama se eleva inmóvil hacia las sombras: fuego eterno de la verdad, luz consoladora de la poesía, fulgor deslumbrante de la belleza.


martes, 11 de octubre de 2022

4 La luz

 La luz limpia, refulgente, de las estrellas en el cielo negro de noviembre.

Duerme el pueblo.

Silencio.

Poco a poco, luz a luz, la noche se va apagando.

Clarea. 

Solo Venus resiste con su brillo azul.

Y el trazo apenas de la luna en creciente.


jueves, 6 de octubre de 2022

3 El agua

 El agua, mansa, no el violento turbión de la tormenta que descarna las raíces; serena lluvia que empapa, que ni arrambla ni destruye, sino fecunda y vivifica.

miércoles, 5 de octubre de 2022

On the hill

 Vivíamos todavía en el Campo de la Verdad. Mi tío Rafael acababa de llegar de Inglaterra y me pidió que le trajera la maleta del coche. Cuando abrí el maletero, flipé, nunca me habría esperado eso de él, que era el hombre de confianza de Esteban Orbegozo y andaba siempre de viajes por Europa, buscando mercado.

El fondo del maletero del Mercedes granate estaba cubierto de discos de 45 r.p.m. de música inglesa. Ojalá tuviese un padre así.

Cuando llegué a casa y le dejé la maleta en la habitación, no pude resistirme. Le pedí permiso para coger un par de discos. Y es lo que hice, solo dos: el Magical Mystery Tour fue el primero; luego me decidí por otro con «Paperback writer», «Rain», «The Word» y «Nowhere man». Todavía recuerdo los comienzos y los estribillos. Los dos discos, tres en realidad, porque MMT era un doble, acabaron gentilmente en manos de dos coleccionistas de vinilos después de muchos años, cuando lo digital. No me arrepiento. Hay que compartir el placer.

Escuché esas canciones cientos de veces, primero en un pick-up y luego en un tocadiscos compacto, de aquellos en que la cubierta era también altavoz.

El del Magical Mystry Tour era un libreto con fotografías. Me encantaba. Pasaba ratos y ratos mirando las fotos. Imaginando. Poniendo una y otra vez mi canción favorita: Day after day alone on the hill… Maravillosa, soñadora, con su ironía y su sabiduría, con su loco allá en lo alto de la colina, incomprendido, al que nadie presta atención.

Como muchos otros, al loco de la colina de la radio empezamos a conocerlo en los años ochenta. Descubrí entonces que Jesús Quintero era el protagonista de mi canción favorita: un buen tipo que saca la mejor versión de los demás. Un periodista como hay que serlo.


martes, 4 de octubre de 2022

2 Resisten

Resisten con su viejo corazón los embates del invierno y del ardiente agosto.

Guardan imágenes del trasiego de gentes hacia el norte y hacia el sur, el acento de lenguas remotas, la voz de olvidados dioses y reyes en la nada silenciosa ahora, en el polvo que se arrastra de cerro en cerro.

Memoria de asolados esplendores, de arroyos caudalosos, de lluvias generosas, del relámpago y del rayo que desgaja las ramas y las devuelve carbonizadas a la tierra.

Viejas encinas, nobles chaparros, dueños indiscutibles del territorio.

Recia escritura vegetal que resiste paciente, orgullosa.

En sus copas el viento se hace canción, rústica melodía.

En el corazón viejo de las encinas late rítmica la sangre del tiempo.


jueves, 29 de septiembre de 2022

1 A veces la poesía

A veces la poesía, la belleza de la poesía, está en lo más elemental, en el solo nombrar lo que va saliendo al paso: los rosas y los azules del amanecer, las avenas locas del verano, secas, casi blancas, danzando en el primer frescor de la mañana; la gavilla de jilgueros que te precede en avanzada por un camino que serpentea entre viejas paredes de piedra, las quietas hileras de los tordos en los alambres, lo verde recién naciendo de la tierra, el viento del oeste cuando trae brumas de mar y las bandadas de estorninos danzan fugaces formas ‒sombras‒ en su honor; las mimosas cuando estallan de amarillo, los surcos abiertos para la simiente, los silbos callejeros de las golondrinas, la cabellera en llamas del sol poniente, la brisa fresca en tu rostro cuando paseas la tarde noche de julio, el tacto silencioso de la niebla y el bosque, la sierra en calma a la luz del otoño, el vuelo de las cigüeñas sobre los campos de abril, los ribetes de amapolas en caminos y veredas, la pureza de la luz, de lo blanco en las jaras y en el espino en flor, la fragancia del tomillo, la media luna del invierno con su manto de silencio y de escarcha…

miércoles, 21 de septiembre de 2022

Naturalismo japonés

 


«En un remoto y miserable pueblo costero del Japón medieval, aislado del mundo por el mar y las montañas, un padre debe venderse como esclavo durante tres años para alimentar a su familia. Deja entretanto sus responsabilidades a su hijo Isaku, obligado por las circunstancias a aprender deprisa los secretos de la vida adulta. Pronto descubrirá que estos secretos van mucho más allá de las artes de la pesca, sobre todo cuando sus mayores, en un tono a la vez terrible y esperanzado, dejan escapar las palabras O-fune-sama. Detrás de ellas se esconde la fuente de todas las fortunas del pueblo. Pero no hay fortuna sin retribución». Este es el texto de la contraportada que sintetiza la novela del escritor japonés Akira Yoshimura (1927-2006).

Llama enseguida nuestra atención la manera precisa, implacable, de contar la historia. Estamos ante un narrador bisturí, aunque más acertado sería hablar de un narrador catana, o de un narrador tantō (el puñal que los samuráis utilizaban para el ritual del harakiri), que nos ofrece un retrato escalofriante y descarnado de esta pequeña comunidad que vive sobre todo de la pesca: como si viésemos el filo desgarrando la carne y dejando a la vista las vísceras, no con regodeo, sino con minuciosidad de científico positivista.

Las vidas de los habitantes de la aldea están mediatizadas por la Naturaleza, verdadera protagonista, generadora, de la historia. El bosque y la montaña inmediatos, y el mar, imponen con sus ciclos estacionales el ritmo ‒la monótona repetición año tras año‒ de las faenas: la pesca del calamar, de la paparda, de las sardinas, de los pulpos, la recolección de algas y marisco en los arrecifes, la recogida y almacenamiento de leña, o la producción de sal, que en parte se vende, junto con pescado seco, en un pueblo vecino, al otro lado del puerto de montaña, para conseguir grano con que hacer gachas, que es la comida diaria.

La aldea, cuyo nombre y ubicación geográfica desconocemos, vive en un tiempo anterior a la organización social y al intercambio comercial modernos; se mueve solo por la supervivencia, por la búsqueda del alimento; es una sociedad ignorante, con unas creencias primitivas, sometida a un poder que no se cuestiona, y que acepta la “esclavitud remunerada”, es decir, la venta como esclavos durante unos años de jóvenes y adultos, que muchas veces no regresan. Por otra parte, carentes de toda conciencia individual y crítica, los aldeanos aprueban que enfermos e inválidos se dejen morir de hambre para así aliviar la situación familiar. Esa desentimentalización y falta de escrúpulos, los ha convertido también en ladrones y asesinos.

El único acontecimiento que rompe la monotonía de la vida en la aldea es el O-fune-sama, una práctica inmoral y delictiva que genera felices expectativas y suele llenar de provisiones las casas de los pescadores, aunque a veces viene acompañada por el diablo.

«Naufragios» es una novela naturalista: nos ofrece una visión rigurosa y cruda de la realidad y de la condición humana, sin escamotear sus aspectos más negativos; refleja la imposibilidad de romper la cadena ‒la condena‒ social, moral, cultural, que ata a los personajes a la comunidad; muestra una concepción determinista de la vida humana, que depende de la Naturaleza, de la herencia; no plantea la posibilidad de nuevas perspectivas individuales ni sociales.

Aun siendo una novela histórica, en ningún momento cae en el costumbrismo, lo cual le confiere universalidad a esta desgarradora historia que invito a leer.

*

Akira Yoshimura, Naufragios. Marbot Ediciones, Barcelona, 2017.


sábado, 17 de septiembre de 2022

Fafner, la osita y el lobo

 

La instantánea1 recoge el momento en que inicia la maniobra para ocupar el asiento del conductor de un vehículo que parece pequeño para el hombrón de casi dos metros que, en la segunda fase de la operación, tras abrir la portezuela correspondiente, muestra su pierna derecha en ángulo de 90 grados apoyada en el chasis, antes de dejarse caer en el asiento. A la talla del individuo se añade la circunstancia de que es invierno y de que éste, sobre un jersey negro de cuello vuelto, se arropa con grueso abrigo de paño en espiguilla, lo que provoca en quien observa la escena una cierta sensación opresiva o de agobio. Por lo que se ve, el utilitario es descapotable, aunque en el momento de la fotografía la capota negra está desplegada. A la portezuela semiabierta le falta el espejo retrovisor, solo queda la varilla soporte que sujetaba la carcasa a la carrocería. Por lo demás, el hombre media la cincuentena, mira con franqueza a la cámara con sus ojos almendrados, no serio, pero tampoco risueño. Rostro ovalado y carnoso, rasurado, agradable. Patillas y pelo negro abundante, con un copioso tupé volcado hacia la derecha. La escena está tomada en una calle de París, en enero de 1969. El hombre de la fotografía es Julio Cortázar.

A veces los lectores contraemos deudas con un libro, o con un escritor, que tardamos años en saldar. Es lo que ha vuelto a ocurrirme hace unos días, al cerrar una línea que nació en el verano de 1983, cuando recorté de un ejemplar de Diario 16, del 23 de agosto de 1983, un artículo precioso de Julio Cortázar, titulado «El otro Narciso», protagonizado por un pajarillo que se ve reflejado en el espejo retrovisor del coche y quiere pasar al otro lado del azogue, donde está su propia imagen, que confunde con un semejante. No sabía uno entonces que Cortázar yacía postrado por la leucemia que se lo llevó unos meses después, el 12 de febrero de 1984.

Al día siguiente de enterarme de su muerte, recuerdo, presenté brevemente a mis alumnos al autor de Rayuela, y leímos y comentamos en clase el texto sobre el Narciso alado. Supuse, equivocadamente, que ese texto estaría incluido en uno de sus últimos libros, que acababa de aparecer en noviembre, Los autonautas de la cosmopista, y que me propuse leer en cuanto lo viera en una librería. Pero no ocurrió tal cosa en los años siguientes, y el libro se quedó sin leer.

Cortázar es un escritor muy pedagógico, pues sus textos dan mucho juego en las clases de lengua y literatura para captar la atención y fomentar la creatividad y el espíritu crítico de los estudiantes: el cómico «Por escrito gallina una» (La vuelta al día en ochenta mundos); el sorprendente «Apenas él le amalaba el noema» (Rayuela, cap. 68); las hilarantes «Instrucciones para subir una escalera», o las «Instrucciones para llorar», y otras Historias de cronopios y de famas; la estructura de Rayuela y la posibilidad de una doble lectura, lo que provocaba el debate sobre la modernidad y la tradición; la interacción entre realidad cotidiana y fantasía, o la facilidad con que la segunda irrumpe en la primera... Para mí, Cortazar está asociado al goce, al disfrutar a la vez con el lenguaje, con la historia y con el tono, al alegrarme los días como lector.

Lo primero suyo que leí fue La isla a mediodía y otros relatos, el volumen 94 de los cien que completaban la nunca suficientemente ponderada colección Salvat RTV, donde aparecían clásicos suyos como la agobiante «Casa tomada» o la historia parisina de Charlie Parker en «El perseguidor». Hice mi primera lectura de Rayuela siguiendo el tablero de dirección que aparece al comienzo de la novela. La segunda lectura fue tradicional, lineal. En París, en un apartamento de la calle Turenne, durante el verano de 2016. Son fechas y lugares que, tratándose de la Maga y de Horacio Oliveira, no se olvidan.

Tampoco se me olvida una mañana de diciembre de 2021 con lluvia y niebla en el cementerio de Montparnasse. Íbamos Mari y yo. Estaba precioso el lugar. Solitario. El suelo de las rotondas, calles y avenidas estaba tupido de hojas amarillas, igual que muchas lápidas. De vez en cuando, el vuelo de un mirlo o la silueta de un cuervo entre las ramas desnudas de un árbol recortándose sobre el cielo gris. Ante la tumba de Julio Cortázar y Carol Dunlop leí en voz alta, emocionado, mirando de frase en frase al cronopio que vino de la niebla, una de las instrucciones. Nos reímos. Nos abrazamos. Luego salimos del cementerio bajo el paraguas y volvimos a nuestro apartamento de la plaza de Aligre.

Hoy, mientras escribo esta entrada, me he levantado varias veces para mirar la fotografía de Cortázar subiendo al coche en una calle de París, y me he acordado de hace un par de semanas, cuando volvíamos de Cádiz por la autovía, y les hablé a Mari, a Concha y a Paula ‒Clara iba dormida‒, del libro que había comenzado a leer, precisamente Los autonautas de la cosmopista, que por fin había llegado a mis manos: el 23 de mayo de 1982, Carol Dunlop y Julio Cortázar, la Osita y el Lobo, salen de París con rumbo a Marsella en una furgoneta Volkswagen Combi de color rojo, llamada Fafner, como el dragón de Sigfrido, la ópera de Wagner; su intención es recorrer los ochocientos kilómetros sin salir de la autovía del Sur, o del Sol, haciendo dos paradas por día en áreas de servicio.

El resultado es este libro en el que encontramos informes diarios con horas de salida y llegada, menús, consideraciones sobre los habitantes y usuarios de la autopista, fotografías, observaciones “científicas” sobre las áreas de servicio, casualidades y misterios, espías, brujas, enigmáticos camiones y otros elementos que parecen conspirar para que los autonautas no logren su objetivo. Narrado y descrito todo con rigor realista, con humor y naturalidad, con buenas dosis de imaginación y de ternura, los viajeros logran encantar y complacer al lector que, finalmente, también sucumbe a la profunda melancolía y tristeza del «Post-scriptum».

Con la lectura de Los autonautas se cierra la circunferencia que empezó a trazarse en aquel verano del 83. No aparece el texto sobre el pajarillo que ve su imagen en el retrovisor, pero he recuperado el placer de leer a Cortázar, de comprobar que la realidad es más literaria, y más fantástica, de lo que suponemos, porque lo fundamental en literatura, y en arte, no es el tema, sino la mirada ‒singular, insólita‒, sobre la realidad. Y en eso, Cortázar es un mago.


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1 Fotografía: Pierre Boulat. Getty Images.   


jueves, 15 de septiembre de 2022

Cuatro breves

 El corazón de la encina no es madera, sino tiempo.

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¿Dónde reside la liricidad de un texto? No en el metaforismo desatado, ni en el adjetivoso y empalagado estilo, ni en el verbo —en el verso— de retórica hinchazón, ni en la hiperbólica sentimentalidad. No en el fingimiento. Sino en la honestidad. El lirismo es sensación de verdad en la voz poética, en sus espacios y en sus tiempos, en el tratamiento de los temas, en el uso del idioma. Un poeta no es un embaucador, sino un transmisor de emociones.

*

Tener siempre a mano los aperos de poda para eliminar lo superfluo, los chupones que se reproducen y ramifican desfigurando el aspecto del conjunto, amenguando el resultado final y evitando al lector una visión neta del árbol. Del texto.

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Cada texto viene con su ritmo y con su tono. Para atraparlo basta escuchar con atención... Y que la musa te dé un soplo.

*

martes, 13 de septiembre de 2022

Modernismos (5): París, 1899

 

Manuel y Antonio Machado viajan por primera vez a París en 1899. Lo hace primero Manuel, que en marzo de ese año ya trabaja como traductor para la editorial Garnier, especializada en libros en español para el mercado hispanoamericano. Antonio Machado llega en junio. Los hermanos llevan cartas de recomendación de Nicolás Estévanez, diputado y ministro durante la I República, emigrado a París, y son atendidos por el canario, exiliado político también desde 1882, Elías Zerolo, director literario de Garnier. Es posible que también obrara efecto la mediación de Enrique Gómez Carrillo, que había trabajado anteriormente para la editorial y publicado en ella alguno de sus libros.

Los Machado se alojan primero en el hotel Médicis (56, rue Monsieur-le-Prince), en el Barrio Latino; luego, en fecha desconocida, en el hotel de la Academie, (2, rue Perronet), en Saint-Germain. Antonio Machado sintetiza así su primera estancia parisina: «De Madrid a París a los veinticuatro años (1899). París era todavía la ciudad del affaire Dreyfus en política, del simbolismo en poesía, del impresionismo en pintura, del escepticismo elegante en crítica. Conocí personalmente a Oscar Wilde y a Jean Moréas. La gran figura literaria, el gran consagrado, era Anatole France»1.

Suponemos que Gómez Carrillo introdujo a los sevillanos en el ambiente literario y los acompañó a los cafés de moda, como el Cyrano, en la plaza Blanche, junto al Moulin Rouge; el bar Calisaya, famoso por sus 132 cócteles distintos; el Criterion (121, Saint-Lazare), donde conocieron a Pío Baroja; la taberna turca de la Calle Cadet, la famosa Closerie des Lilas, o el Quat’z’Arts, un cabaret artístico en Montmartre, y otros rincones de la bohemia parisina que Manuel frecuentaba más que Antonio.


Manuel debió de traerse de Madrid el compromiso de enviar unas crónicas al diario El País. Hasta ahora hemos localizado cuatro. La primera, «Impresiones de París. Una visita a Elías Zerolo2, no es exactamente una crónica sino parte de una conversación sobre París entre Zerolo y un Manuel Manuel Machado de 25 años, que le habla con entusiasmo de las mujeres y del ambiente de Montmartre, de los cabarets, de los artistas bohemios, de las conversaciones animadas por la absenta, de canciones populares, de los versos de Verlaine, lo que provoca la respuesta contundente, desde la atalaya de la cincuentena, del intelectual canario, que considera un delirio injustificado la vida de trasnoche y borracheras de una juventud falta de disciplina, que lleva una vida desordenada y falta de la serenidad de espíritu necesaria para crear obras como las de Zola, Regnier, Bonnat o Rodin: «El trabajo y el orden las han hecho; la potencia no derrochadora ni pervertida, el taller y el gabinete de estudio lleno de libros y de apuntes, respirando sabiduría y paz, oculto, tranquilo. La vida allá, en casa de esos verdaderos grandes, es metódica, ajustada al ritmo y al orden, que mantienen el alma serena para ver, fuerte para crear». En contraposición al París bohemio, vago, extravagante, con figuras de escasa categoría artística, el París que «trabaja y produce, que está durmiendo ya a estas horas, para levantarse mañana muy temprano».

En la crónica de la semana siguiente, «Impresiones»3, el poeta se convierte en el típico flaneur parisién que escribe un conjunto de 7 anotaciones de diversa extensión sobre el ambiente callejero de la ciudad, la gente que va a sus ocupaciones, que se sienta en las terrazas, la belleza, la alegría y la gentileza de las mujeres jóvenes, sobre el Sena y Nôtre Dame, los gendarmes de barrio, los vendedores de periódicos, los cocheros, el París de los comercios y las novedades exclusivas, el cabaret Quat’z’ Arts, que revelan el encandilamiento de Manuel Machado por la ciudad. Sobre el barrio de los pintores escribe:

«Montmartre: la vida íntima de los artistas, la bohemia sentimental que tan hermosas páginas ha inspirado a Carrillo. Para el que lo ve desde fuera, algo raro, desordenado, que no se explica a primera vista. Tipos extravagantes, mujeres muy bonitas, y muy ligeras, sobre todo muy expresivas en sus rasgos y en sus caras ojerosas iluminadas por un mirar alegre.

»El aspecto exterior es pobre, las calles más estrechas y más accidentadas, las tiendas más pequeñas recuerdan aquellos modos de vivir que no dan de vivir, como escribía Larra.

»Y sin embargo, allí está la riqueza de las alegrías y de los espíritus, allí se respira el arte bohemio de los que empiezan, arte joven. Juventud, amores, belleza y mujeres. ¿Qué importa la pobreza del cuarto, la ruindad del traje, cuando el alma está llena de concepciones y de valores inestimables, tesoros del ingenio y del corazón?»

El tercer envío a El País es el comentario aprobatorio de una novelita melodramática de Enrique Gómez Carrillo que se desarrolla en el ambiente de los artistas de teatro y variedades: «una obra de arte amable ofrecida sencillamente, como un sorbo de agua pura en el hueco de la mano4.

La última colaboración localizada5 se sitúa en el Calisaya Bar (27, bv. des Italiens), el local más cosmopolita de aquellos días, frecuentado por Oscar Wilde, Rubén Darío y todos los jóvenes aspirantes ‒rusos, españoles, sudamericanos, ingleses, portugueses‒ a destacarse como renovadores de la literatura de sus respectivos países. Tras describir el ambiente del establecimiento, el cronista se centra en la figura de Oscar Wilde, que cuenta una historia sobre el anillo que lleva en uno de sus dedos.

Aunque fechado el 10 de agosto de 1899, el texto se publicó siete meses después, el 25 de febrero de 1900. Para esa fecha, en París solo quedaba el hermano mayor. Antonio había regresado a Madrid en octubre de 1899. Manuel se quedó hasta finales del año siguiente, viviendo con Gómez Carrillo, Amado Nervo y Rubén Darío en el entresuelo del 29 de Faubourg Montmartre, que figuraba como consulado de Guatemala.

Si Antonio no habló de este periodo, Manuel sí lo hizo en varias ocasiones, con entusiasmo y cierta melancolía, lo cual muestra el distinto temperamento de los hermanos. Sereno, reflexivo, mirándolo todo con espíritu entre burlón y desencantado, ajeno a las frivolidades y a la algarabía de los jóvenes artistas, Antonio Machado es la cara opuesta de Manuel, que evoca así los días parisinos en 1838, en su discurso de ingreso en la RAE: «Mi vida fue plenamente la que llevaban allí los estudiantes y los artistas jóvenes del mundo entero. Una bohemia sentimental y picaresca, rica de ilusiones. Me embriagué, siguiendo a Baudelaire, y me enamoré mucho más. Una pésima vida de Arlequín para la que encontraba, no sé cómo, toda clase de facilidades».

Pero no todo fueron farras en aquellos meses. Manuel Machado aprovechó para leer al maestro Verlaine, a Leconte de Lisle y a su amigo Jean Moréas, cuya musicalidad y simbolismos aparecen perfectamente asimilados en Alma (1900), donde encontramos al poeta modernista español más puro y representativo. Kiko Méndez-Monasterio6 sintetiza así la experiencia de Manuel Machado:

«¡Ser poeta en el París de ese fin de siglo, mientras se cumplen veintitantos! Vivir realizando traducciones, compartir piso con Rubén Darío, tomar absenta con el último Oscar Wilde; firmar manifiestos simbolistas, hacer versos perfectos ‒como los de Adelfos‒ y escribir cuentos deliciosos ‒como “Reconciliación”‒; amar muchísimo durante un par de semanas y olvidarse luego, brindar a litros por Verlaine; ser casi un personaje de Murger y, en fin, vivir mucho y matarse un poco, pero si hay que elegir la forma de perderse, no es mala esa bohemia finisecular, parnasiana y parisién».

Sobre los meses de convivencia con Rubén Darío, que llegaba como cronista de La Nación, leemos7:

«Nos quisimos como hermanos. Si bien yo fui siempre, y por muchos conceptos, el hermano menor. Nuestro afecto tenía, en todo caso, esa severa y varonil ternura, esa seriedad emocionada de lo fraternal. […] habíamos vivido y habíamos bebido juntos… Y aun habíamos amado juntos una vez que a cierta mujercita de Montmartre le habíamos parecido bien ambos… Lo cual estuvo a punto de enemistarnos, españoles, al fin. Los buenos oficios del gran poeta Moréas, nuestro gran amigo y contertulio del Café Cyrano, nos pusieron definitivamente en paz bajo un diluvio de copas de champagne y versos magníficos del maestro griego, que era entonces el primer poeta de Francia. Y cuento esto para concluir que nuestra intimidad era absoluta. Lo sabíamos todo el uno del otro, y nada en la vida hubiera podido malquistarnos».

Años más tarde8, vuelve a dar testimonio de aquella íntima relación amistosa, hablándonos de aspectos poco conocidos del poeta nicaragüense, como su contradictoria, y etílica, personalidad, que emulaba a su manera al maestro Verlaine:

«Tenía un prurito infantil de grandezas, de elegancias, de exquisita corrección, y un graciosísimo miedo al qué dirán, que contrastaba con el desarreglo de su vida. Abominaba sinceramente del escándalo. Y, sin embargo… los caballeros no se emborrachan, se encantan, solía repetir del quinto whisky en adelante… Pero él se encantaba tanto y con tal frecuencia, que llegó a hacerse notar en un medio en que este linaje de “hechizos” era moneda corriente».

Emociona callejear por este París de los modernistas españoles, imaginar a los Machado paseando por el Luxemburgo, subir y bajar por el bulevar Saint-Michel, contemplando el atardecer desde un puente sobre el Sena; a Oscar Wilde, unos meses antes de morir, contando en el Calisaya Bar la historia de su anillo, a Rubén Darío recitando en francés a Paul Verlaine y a Leconte de Lisle; acercarse al hotel Médicis o a la calle Herschel, entrar en el Quat’z’Arts o en el Criterion, tomar una absenta y escribir unos versos teñidos de melancólico romanticismo...

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1 Antonio Machado, «Vida» (1931).
2 El País, 5 junio 1899, p. 3.
3 El País, 12 junio 1899, p. 3.
4 Manuel Machado, «Las Maravillas de Gómez Carrillo», en El País, 19 junio, 1899, p. 3).
5 Manuel Machado, «Una balada de Oscar Wilde», en El País, 25 febrero, 1900, p. 2. Con el título ligeramente modificado, «La última balada de Oscar Wilde», este texto, ampliado y mejorado, se publicó en el nº 33 de la revista Nuestro tiempo, en septiembre de 1933, pp. 356-359.
6 Kiko Méndez-Monasterio, «Manuel Machado». En la web La Gaceta de la Iberosfera, 29 agosto 2014.
7 Manuel Machado, «Rubén Darío y yo», en Arriba, 5 febrero, 1946. Tomado de Rafael Alarcón Sierra, «De roca y flor de lis: Rubén Darío y Manuel Machado». En Cuadernos de CILHA - a. 10 n. 11 - 2009 - Mendoza (Argentina) ISSN 1515-6125 .
8 Manuel Machado, «Luces de antaño», en Legiones y Falanges, III. 25 diciembre 1943. Rafael Sierra Alarcón, ibid.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Modernismos (4): la nueva literatura

 Con menor dramatismo, pero ciertamente dolorosa, Machado había pasado por una experiencia parecida durante su segundo viaje a la capital francesa nueve años antes ‒de abril a agosto de 1902‒, cuando llegó a ella su hermano más pequeño, Joaquín, que volvía de Guatemala avejentado, enfermo y pobre, sin encarnar el sueño del indiano, como se aprecia en el poema «El viajero», incluido en Soledades.

En este segundo viaje, acompañó a los hermanos Machado su amigo el actor Ricardo Calvo. Se alojaron en el hotel de la Academia, que ya conocían de su primera vez en la ciudad luz, en la calle Perronet, esquina con Saints-Pères. El escritor Enrique Gómez Carrillo había conseguido un trabajo administrativo para Antonio Machado en la cancillería guatemalteca, que duró menos de lo esperado debido a que rescindió el contrato con el poeta, al parecer, por su desaliño en el vestir, extremo cuya exactitud no se ha comprobado, pero que corre en los mentideros literarios. Quizá lleve agua el río, lo que justificaría estas palabras de Antonio Machado a propósito de los defensores y los detractores de Unamuno, con motivo, posiblemente, de su destierro voluntario en París: «envidioso de que Unamuno suene en París, donde todavía el nombre del guatemalteco no es conocido exactamente ‒le llaman Gómez Garillo‒ después de cuarenta años de residencia». Prueba de que la relación entre Antonio Machado y el guatemalteco no acabó en términos amistosos la encontramos también en esta nota de Los complementarios, fechada el 30 de julio de 1924, en los días en que el escritor bilbaíno arribó a París procedente de Fuerteventura: «Gómez Carrillo, después de haber pretendido desprestigiar a Unamuno para halagar a Luca de Tena, tiene el tupé de ir a esperarlo, en compañía de otros chiriguos, a la Gare de Saint-Lazare.

¡Pobre don Miguel! Además de tener que soportar la hinchada petulancia francesa, todos los guachindangos del Quartier caerán sobre él»1.

Una alusión de Antonio Machado a este viaje la encontramos en el prólogo a una reedición de sus obras completas escrito en 1931: «De Madrid a París (1902). En ese año conocí en París a Rubén Darío». El poeta nicaragüense vivía en París desde 1900, cuando fue enviado por el diario bonaerense La Nación para cubrir la gran exposición universal. La relación, amistosa y de mutua admiración, que se afianzó, como sabemos, durante 1911, se mantuvo hasta la muerte de Rubén Darío en 1916.

En los primeros años del siglo XX estaba en pleno fragor la batalla por el modernismo. Rubén Darío había dado a conocer Azul… (1888) a los jóvenes poetas españoles, y publicado en París una segunda edición de Prosas profanas (1901); Juan Ramón Jiménez había acudido desde Moguer a la llamada del propio Rubén Darío y de Francisco Villaespesa para luchar en Madrid por la nueva poesía; Manuel y Antonio Machado participaban de ese entusiasmo por el simbolismo, por la musicalidad y la sinestesia, por los versos de Verlaine; moderna también era la nueva hornada de novelistas, ensayistas y filósofos, como Unamuno, Valle-Inclán, Baroja, Azorín o Maeztu; y su modernidad aportaron incluso algunos mayores como Galdós y Benavente. Son aquellos tiempos de moderno fervor ético y estético que evoca José Machado2:

«Recuerdo aquellos tiempos del modernismo en que por la vieja sala familiar desfilaban día y noche para visitar a Antonio y Manuel, un sinnúmero de personas más o menos bohemias, algunas importantes y de raro talento… entre ellos venían algunas veces los verdaderos valores del Modernismo, tales como Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán, Maeztu, capitaneados por Francisco Villaespesa… con los que venía casi a diario a casa… acaloradas disputas, discusiones interminables y polémicas… Eran los tiempos en que se fundó Electra, que dirigía Ramiro de Maeztu; la Revista Ibérica, de Villaespesa, una de las que llegó a ver la luz, de las infinitas que bullían en la cabeza de este activismo muñidor literario. Los tiempos también en que se preparaba —digámoslo así— el asalto al poder... literario, echando por tierra a los pobres vejetes».

Llevado por el entusiasmo ambiental, por el legítimo afán juvenil de enterrar la literatura de los puretas como Echegaray, Manuel y Antonio Machado se entregaron a la causa modernista, más el primero que el segundo. Sobre esta batalla por la poesía nueva, recuerda Machado en el prólogo de 1917 a Soledades: «Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría».

Antonio Machado publicó sus primeros poemas en la revista Electra, que aglutinaba a los jóvenes escritores del momento, noventayochistas y modernistas. Antes de marchar hacia París, en el número 3 de la revista (30 marzo de 1901), en la sección titulada «Los poetas de hoy» aparecen tres poemas ‒«Desde la boca de un dragón», «Siempre que sale el alma» y «Salmodias de abril» (“¡Amarga primavera!”), que luego se tituló «Nevermore»‒; y en el número 9 (11 de mayo de 1901) el poema «El sueño bajo el sol que aturde y ciega». De estos cuatro poemas, salva solamente este último y lo incluye en Soledades. Machado, que tiene entonces 26 años, es un poeta primerizo, que inicialmente está en la línea marcada por el maestro Rubén Darío, un poeta sin voz propia, o con voz prestada, al que le falta autenticidad y que no está seguro de que el modernista sea el camino de su poesía, de ahí la criba mencionada, que se justifica años más tarde, en el prólogo de 1917 a Soledades, galerías y otros poemas: «Pensaba yo ‒reconoce Machado‒ que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que se dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta al contacto del mundo».

Al año siguiente, a la vuelta de su segundo viaje a París, Antonio Machado publica seis poemas nuevos en la Revista Ibérica, dirigida por Villaespesa, cinco en el número 3 (20 agosto de 1902) ‒«Quizás la tarde lenta todavía»,«Daba el reloj las doce», «Oh, figuras del atrio», «Algunos lienzos del recuerdo», «Tenue rumor de túnicas»‒ y uno en el número 4 (15 de septiembre de 1902): «Salmodias de abril» (“La vida hoy tiene ritmo”). Excepto el primero, los cinco restantes están incluidos en Soledades, galerías y otros poemas, indicio, sin duda, de que el poeta se siente más seguro en su propio caminar lírico, que coincide en tramos iniciales ‒el simbolismo, ciertos adjetivos, la métrica‒ con los modernistas, pero pronto toma su propio rumbo. Así lo explica en una glosa de Los complementarios3 que apunta a su concepto de la poesía como palabra en el tiempo:

«El adjetivo y el nombre,

remansos de agua limpia,
son accidentes del verbo,
en la gramática lírica,
del hoy que será mañana,
y el ayer que es Todavía.

»Tal era mi estética en 1902. Nada tiene que ver con la poética de Verlaine. Se trataba sencillamente de poner la lírica dentro del tiempo y, en lo posible, fuera de lo espacial».

No sabemos en qué momento Machado es despedido de su trabajo en el consulado guatemalteco, ni cuándo aparece en París su hermano más pequeño, Joaquín, que con quince años había marchado a Guatemala, donde estaban establecidos ya algunos familiares sevillanos, y que vuelve al cabo de nueve años enfermo y con los bolsillos vacíos. Antonio Machado se ve obligado a adelantar su regreso y vuelve con Joaquín a España el 1 de agosto.

En esos momentos, Antonio Machado estaba rompiendo ligaduras estéticas con sus colegas modernistas madrileños y soslayando en sus versos la presencia de los maestros franceses; también estaba rompiendo afectivamente con París, al menos con el París bohemio que vivía intensamente su hermano Manuel. La ciudad se le estaba haciendo antipática, no cuadraba con su carácter serio y reflexivo, tampoco tenía amistades francesas, y nunca escribió nada sobre París, sus calles y bulevares, sus cafés, sus edificios y sus museos, sus gentes. Poco a poco el entusiasmo por lo parisién y por lo francés fue menguando. Si en su primer viaje, del que hablaremos más tarde, era evidente el entusiasmo del poeta por la vida y la cultura francesa ‒en su ética y en su estética, en su filosofía, incluso en sus afectos‒ tras el segundo y el tercer viaje fue haciéndose más patente el distanciamiento estético de Verlaine y Mallarmé, el paulatino desinterés por el la filosofía de Bergson, el desapego afectivo por una ciudad asociada al fracaso americano de su hermano Joaquín, y finalmente a la muerte de su esposa. En ese aspecto afectivo, París tenía mal fario. Solo en el terreno ideológico permaneció firme el afrancesamiento de nuestro poeta, como afirma en su famoso «Retrato» ‒hay en mis venas gotas de sangre jacobina‒, defendiendo siempre el espíritu de 1789 y comprometiéndose hasta sus últimos días con la II República Española. El hispanista francés Joseph Pérez recoge estas palabras de Machado relativas a los fuertes vínculos familiares con la Francia republicana y jacobina: «Esta Francia es mi familia. Y aún de mi casa, es la de mi padre, mi abuelo, de mi bisabuelo, que todos pasaron la frontera y amaron la Francia de la libertad y el laicismo4.

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1 Antonio Machado, Los complementarios. Editorial Taurus, Madrid, 1972, p. 170.

2 José Machado, «Antonio y Manuel Machado vistos por su hermano José». Edición digital a partir de Mundo Hispánico, núm. 323 (febrero 1975), pp. 42-47.

3 Los complementarios, p. 35.

4  Joseph Pérez, «Machado y España». Conferencia en la EOI, Soria, 2 abril 1993.

viernes, 26 de agosto de 2022

Modernismos (3): julio-septiembre, 1911

 


Nº 4 de la calle Herschel (París), domicilio de Rubén Darío


La hemoptisis de Leonor alarma sobremanera a Machado, que sale angustiado a la calle en busca de ayuda, pero es 13 de julio, víspera de la fiesta nacional, París está de jolgorio. Nadie sabe indicarle un médico al que acudir ni un hospital cercano, hasta que alguien lo encamina al 200 de la calle Faubourgh Saint-Denis, bastante lejos de Saint-Germain, al otro lado del Sena, donde Leonor queda ingresada al día siguiente en la Maison de Santé, en la que solían ingresar los extranjeros enfermos de paso por la ciudad. El lunes 17 de julio, Machado le escribe a Rubén Dario para excusar una visita prometida --«Una enfermedad de mi mujer que me ha tenido muy preocupado y convertido en enfermero ha sido la causa de que no haya ido a visitarle como le prometí»‒, y le anuncia que irá a verlo el fin de semana próximo.

El poeta permanece alojado en el hospital, y allí reciben las visitas de Francisca Sánchez y su hermana. Los gastos médicos, más los de alojamiento y manutención del matrimonio, mermaron drásticamente su economía hasta el punto de que después de mes y medio, Antonio Machado, que ha renunciado a su beca y decide incorporarse cuanto antes a su cátedra en el instituto de Soria, se ve obligado a recurrir a Rubén Darío para que los ayude a salir del paso:

Querido y admirado maestro:

Le supongo al tanto de nuestras desventuras por Paca y Mariquita que tuvieron la bondad de visitarme en este Santuario. Leonor se encuentra algo mejorada y los médicos me ordenan que me la lleve a España, huyendo del clima de París que juzgan para ella mortal.

Así pues, yo he renunciado a mi pensión y me han concedido permiso para regresar a mi cátedra; pero los gastos del viaje no me los abonan hasta el próximo mes en España.

He aquí mi conflicto. ¿Podría V. adelantarme 250 o 300 francos que yo le pagaría a V. a mi llegada a Soria?

Tengo algunos trabajos para la Revista que le remitiré sí usted quiere. Le ruego que me conteste lo antes posible y que perdone tanta molestia a su mejor amigo.

Antonio Machado. Faubourg Saint Denis 200-Maison de Santé.


El poeta nicaragüense responde inmediatamente a la urgencia, y cinco días más tarde la pareja ya está en Irún, desde donde el poeta le envía una postal:


Querido y admirado maestro:

He tenido que partir de París en circunstancias muy apremiantes y me ha sido imposible despedirme de usted, como hubiera sido mi deseo. Voy camino de Soria en busca de la salud para mi mujer. Mucho le agradecería que hiciera que enviaran la Revista y las pruebas de mi artículo, que yo le devolvería corregidos. (Soria-Instituto).

Mil abrazos de su invariable amigo que no le olvida.

Antonio Machado.




La historia que sigue es triste y bien conocida: Leonor muere el 1 de agosto de 1912. Tenía 18 años.

La enfermedad de Leonor y la larga estancia en el hospital, los apuros de dinero, el abandono precipitado de París, colmaron la antipatía de Antonio Machado por París. Nunca regresó el poeta a la ciudad, ni recreó aquellos días amargos, como si no los hubiera vivido.


domingo, 14 de agosto de 2022

Modernismos (2): los Machado en París




 París, 14 de julio, 2018

Antonio Machado vino en tres ocasiones a París. Su tercer viaje lo hizo ya casado con Leonor Izquierdo, que entonces tenía 17 años. El poeta había logrado una beca ‒300 pesetas mensuales, 500 para viajes, 200 para matrículas‒ de la Junta de Ampliación de Estudios para asistir a unos cursos de Filología en el Colegio de Francia: uno sobre los orígenes de los cantares de gesta franceses, impartido por Josep Bédier; otro sobre gramática histórica y morfología del francés, a cargo de Antoine Meillet; y un tercero, que analizaba la literatura francesa del Renacimiento, dirigido por Abel Lefranc. Además, el poeta aprovechó para asistir a las clases de su admirado Henri Bergson, a quien retrata así en una carta a Ortega y Gasset: «Escuché en París al maestro Bergson, sutil judío que muerde el bronce kantiano, y he leído su obra. Me agrada su tendencia. No llega, ni con mucho, a los colosos de Alemania, pero excede bastante a los filósofos de patinillo que pululan en Francia» (1).

La pareja permaneció en la capital desde mediados de enero hasta primeros de septiembre de 1911. Después de unos primeros días en paradero desconocido, los Machado se alojaron en el Hotel de la Academie, sito en el número 2 de la calle Perronet, en el barrio de Saint-Germain. Desde esa dirección envió el poeta una postal a Antonia Acebes, abuela de Leonor: «Querida abuela: Ya nos tienen en París, gozando de perfecta salud y satisfechos de nuestra excursión, pero recordando mucho a Vds., a quienes deseamos toda suerte de prosperidades. Antonio. Y muchos besos de su nieta Leonor (escrito por ella). Rue Perronet» (2).


Sobre esta última estadía en París, hace Machado una lacónica referencia en la «Vida» que hemos citado antes, escrita en 1917: «De Soria a París (1910). Asistí a un curso de Henri Bergson en el colegio de Francia». Al poeta, que definió la poesía como palabra en el tiempo, le interesaba la filología francesa, pero mucho más las consideraciones sobre la durée ‒el paso y la percepción del tiempo‒ del filósofo francés.

Durante esos meses, nuestro becario estuvo bien ocupado, pues no solo asistía a los cuatro cursos ya mencionados. Muchas horas libres, especialmente durante las mañanas, las pasaba en la Biblioteca Nacional, tomando notas y elaborando los preceptivos informes y memorias de sus actividades para la Junta de Ampliación de Estudios, o bien poniéndose al día en la última literatura francesa. Encontraba ratos para revisar los poemas de Campos de Castilla, y quizá para componer alguno de ellos, según testimonio de su hermano José 2. Y halló ocasión, además, para enviar dos crónicas al periódico Tierra soriana. La primera, del 21 de marzo, sobre el estreno de un nuevo drama ideológico de Paul Bourget, planteaba el debate sobre la base de la organización social: ¿el individuo o la familia? La segunda crónica apareció el 4 de abril y trataba sobre los prejuicios nacionales, que operan sobre las diferencias entre los pueblos, y no sobre las semejanzas, como ocurría en aquel entonces con la literatura sicalíptica española, que nada tenía que envidiar de la francesa.

Unos días después, el 24 de marzo, Machado escribe una carta a José Castillejo (3), en que se le ve volcado en su labor de becario: «Desde mi llegada a París, salvo los días empleados en buscar un alojamiento en condiciones, estoy trabajando para reunir materiales con que emprender una gramática histórica de la lengua francesa, algo más lógica y ordenada que la que tenemos en España – especie de cajón de sastre para opositores pedantes. Paso muchas horas en la Biblioteca, y no creo hasta ahora haber perdido yo mi tiempo».

Suponemos que Antonio Machado y Leonor Izquierdo tenían sus ratos de pasear por las orillas del Sena, adentrarse en la multitud de los bulevares y visitar los almacenes de la Samaritaine o el Louvre, sentarse en la terraza de un café, subir a Montmartre, callejear por el barrio de la Ópera o por el distrito de Les Halles. Algunas tardes visitaban al maestro Rubén Darío en el número 4 de la calle Herschel, pasado el Luxemburgo, a cinco minutos del famoso café Closerie des Lilas. Rubén Darío, junto con su amante, Francisca Sánchez, y María, hermana de ésta, se había trasladado a París para poner en marcha dos revistas internacionales dirigidas al mundo de habla hispana, Mundial Magazine y Elegancias, sufragadas por dos banqueros uruguayos, los hermanos Alfredo y Rubén Guido, a los que económicamente les fue con las revistas bastante mejor que al maestro modernista.

La estancia de 1911 fue sin duda la más gratificante para Antonio Machado en lo profesional y en lo sentimental. El poeta había madurado, preparaba su segundo libro, en el que mostraba ya una voz absolutamente personal, mantenía relación con Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Baroja, Azorín, Rubén Darío, Ortega y Gasset, y en una faceta de su creación lírica ‒«Proverbios y cantares»‒ había logrado la síntesis perfecta entre el decir y el sentir de la poesía popular y el pensamiento filosófico.

En el terreno sentimental, la estancia en París, poco tenía que ver con las dos anteriores. En compañía de Leonor Izquierdo, el poeta enamorado llevaba una vida tranquila, discreta, con la rutina de la asistencia a los cursos por las tardes y las horas de lectura en la Biblioteca Nacional por las mañanas, alejado de los círculos bohemios, sin relación con otros escritores, salvo Rubén Darío. El propio Machado habla en alguna ocasión de las escasas relaciones que tuvo en la capital francesa: «Durante el tiempo que he vivido en París, más de dos años, por mi cuenta, he tratado pocos franceses, pero en cambio he podido observar algunos caracteres de mi tierra» (4).

Esta vida tranquila se trastorna repentinamente con un vuelco dramático. Tal día como hoy, un 14 de julio, Leonor escupe sangre.

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1 Carta a José Ortega y Gasset, del 2 de mayo de 1913. En Obras Completas, t. II, Prosas Completas, ed. de Oreste Macrí y Gaetano Chiappini, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, p. 1531.

José Machado, «Antonio y Manuel Machado vistos por su hermano José», Documento en Cervantes virtual: “En su famoso libro Campos de Castilla ‒que por cierto escribió en París, en parte…” (43).

3 Secretario de la Junta para Ampliación de Estudios.

4 Bernard Sesé, «Antonio Machado y París». Open Editions Book, Casa de Velázquez, 1994. Apreciamos una inexactitud cuando Machado afirma haber vivido más de dos años en París se refiere al total de las tres estancias, aunque la suma no alcanza los dos años.